Rosaura a las diez de Marco Denevi
Este mes se cumplen 50 años de la muerte de Alejandra Pizarnik. Además de su obra poética, en los últimos años se han publicado sus Diarios y su correspondencia. Cuando el año pasado definimos los temas mensuales sobre los que íbamos a trabajar en Libro de arena, se decidió que el de septiembre fuera lo que puede denominarse "literatura íntima": diarios personales, diarios de viajes, cartas. Hay una novela en la que lo epistolar es fundamental para el desarrollo de la trama: Rosaura a las diez, de Marco Denevi. Abrimos el tema del mes con una escena de lectura en la que justamente, los personajes leen una carta.
Fragmento del Capítulo 4 de Rosaura a las diez, de Marco Denevi
Finalmente, a la
octava estación de mi calvario, quiero decir, a la octava carta de Rosaura,
todo se solucionó de la manera más feliz.
Fue, naturalmente, un miércoles de mis
estigmas. Alrededor de las diez de la mañana oí la voz del cartero, oí el
timbre de la puerta de calle, oí la corridita de la señorita Eufrasia. Yo no me
moví. Me quedé en mi sitio, en la galería, pelando habas. ¡Adelante, adelante!
Que Rosaura metiese en mi honrada casa sus cartas y sus perfumes y sus trenzas
y sus juramentos de amor y todo lo que quisiera. Que una desconocida y un
mequetrefe se arrullasen en mis propias barbas. ¿Qué me importaba a mí?
Pero Jesús, ¿qué ocurría? ¿Por qué la
señorita Eufrasia venía a la carrera, las mejillas hechas un arrebol, agitando
en lo alto un nuevo y bendito sobre rosa?
—¡Mire, mire! —me gritó desde lejos.
¿Pero estaba loca, aquella mujer? ¿Ahora,
después de siete cartas iguales, se acordaba de hacer aspavientos? Llegó junto
a mí jadeando y me entrego el sobre. ¿Pero no era la misma historia de siempre,
acaso? ¿No era la misma letra redonda y…? De pronto noté que en aquel sobre
faltaba algo. No sabía qué, pero algo. Lo leí con mayor atención. ¡Claro está,
claro está! ¡Faltaba el nombre de Camilo Canegato! El sobrescrito decía: “Señor
Hospedería La Madrileña. Calle Rioja…”, etc. Y nada más. Faltaba
el nombre de Camilo.
Miré a la señorita Eufrasia, que me
devolvió un minuto la mirada. Después bajó la vista y puso cara
pudibunda.
—Usted tiene derecho a abrir ese sobre
—murmuró. Fingí no comprender.
_¿Yo? ¿Por qué? La acometió un súbito
entusiasmo, que la hizo ponerse colorada.
—Allí dice: “Señor Hospedería La
Madrileña”. Luego, viene dirigido a la hospedería. Luego, viene dirigido a
usted, que es la propietaria de la hospedería.
—¿Usted cree?
—Pero le digo que sí. Es evidentísimo.
Yo, aunque estaba encantada con
aquella teoría, porque abriendo la carta y haciendo público el idilio de Camilo
me vería libre del tormento del silencio, no quise mostrar que me había
convencido tan pronto. Llamé a mis hijas, les dije lo que ocurría, les pedí su
parecer, discutimos un rato. Yo aparentaba ser la menos decidida, para que
después la señorita Eufrasia no dijese por allí —aunque según supe luego,
igual lo dijo— que yo no había tenido ningún escrúpulo en apoderarme de una
carta que era “evidentísimo” que no me pertenecía. Pero ahora era ella la que
más porfiadamente trataba de derribar esos escrúpulos. La hubiera usted oído.
Era tal el ardor que la dominaba, que, al hablar, se le escapaba saliva de la
boca como el agua de un surtidor.
—Según las leyes —decía, mirándonos a
todas y levantando un dedo, como un orador en la plaza—, según las leyes, la
correspondencia es de la exclusiva propiedad de la persona física o ideal a la
que va dirigida. Y este sobre viene dirigido a la hospedería. Así que usted,
señora Milagros, que es la dueña, tiene el derecho…
―Sí, sí —le contestaba yo, meneando la
cabeza―, pero los otros siete sobres…
—¿Por qué no puede ser —me interrumpía
acaloradamente— que la misma persona que ha estado escribiendo al señor
Canegato ahora le escriba a usted? A lo mejor tiene algo que comunicarle.
—No, no —volvía yo a decir—, debe de ser
un error, un olvido.
—Pero ¿qué obligación tiene usted de creer
que es un error? ¿Y por qué ha de ser un error? A ver, ¿por qué?
—Seguramente la mujer que le escribe a
Camilo…
—Ah, ¿usted sabe que es una mujer?
—Digo, no sé —vea que soy estúpida—, me
parece a mí, por la letra y el papel perfumado. Bueno, quienquiera que sea, esa
persona se habrá olvidado de poner el nombre de Camilo.
—Se habrá olvidado, se habrá olvidado —rezongó
impaciente—. No sea usted tonta —hasta me insultaba—. ¿De dónde saca que es la
misma persona? ¿No puede ser algún otro, que da la casualidad que usa el mismo
papel y el mismo perfume? La letra me parece distinta.
Ay, señor, como yo digo: la gente instruida
es tan mala como la ignorante, sólo que con más argumentos.
Al cabo de un buen rato de tira y afloja,
estuvimos las cinco de acuerdo en que yo podía abrir el sobre sin violar
ninguna constitución, ley o código, ni pasar por indiscreta ni entrometida,
porque las siete cartas anteriores y la letra redonda y el perfume a violetas y
el color del papel, no alcanzaban a suplir la falta del nombre de Camilo
Canegato en el sobrescrito de la octava carta, y porque el que pensase lo
contrario se pasaba de sutil y de complicado. Entonces me puse de pie y
solemnemente dije:
—Está bien. Me convencieron. De modo que
si usted me permite, señorita Eufrasia…
Y me quedé mirándola, mientras sostenía el
sobre contra el pecho, como para darle a entender que me correspondía leer la
carta a solas. Pero aquello era una condena demasiado terrible para la señorita
Eufrasia. Dejando a un lado malignidad y orgullo, pidió clemencia, quiero
decir, me pasó el brazo por la cintura, y con una cara toda temblorosa de
guiños y una voz de cómplice, murmuró:
―Léala aquí, querida. Usted sabe que soy
persona discretísima…
Y agregó, ya en un susurro de agonía:
―. ¡Por favor
(…)
Yo y mis hijas, sin habernos puesto de
acuerdo, nos aprestábamos a fingir sorpresa, para que la señorita Eufrasia no
dedujese de nuestra parsimonia que ya estábamos en antecedentes. Pero no hubo
necesidad de ningún fingimiento, no, señor. Al contrario. La carta era
terrible. Parecía escrita a sangre y fuego. Yo, de jovencita, era muy
aficionada a los folletines que publicaba un diario de mis tiempos, unos
tremendos e inacabables folletines donde los protagonistas, ella y él, se
amaban como cerdos, aunque nunca llegaban a consumar sus amores, porque o se
suicidaban o se morían de tuberculosis, pero entretanto se enviaban el uno al
otro unas cartas larguísimas, que ocupaban lo menos cuatro o cinco números del
diario, y que, llenas de protestas de amor, de llamadas al cielo y a la tierra,
de juramentos y maldiciones, terminaban con un infaltable: “Tuyo hasta la
muerte, Fulano”, o “Tuya hasta más allá de la tumba, Zutana”. Pues a
este género de epístolas pertenecía la carta de Rosaura. Y luego decía que era
tímida.
Fue empezar yo a leer, y levantarse
alrededor de mí un jaleo, que ni entre gitanos. La señorita Eufrasia parecía
estar en el tormento. A las primeras palabras, no más, comenzó a pasarse el
pañuelo por los labios y a dar pataditas en el suelo. Después, conforme el
incendio de la lectura cobraba fuerzas, se puso a lanzar exclamaciones que no
se sabía si eran de gozo o de horror, y terminó por chillar como si la
estuvieran matando. Mis hijas, por su parte, también festejaban cada frase de
Rosaura con grandes gritos y como siempre, con una que otra risa. Tan
escandalosas fueron al cabo las voces que levantaban entre las cuatro, que
algunos huéspedes salieron de sus habitaciones y se acercaron.
—¿Se puede saber qué pasa? —preguntó
Coretti. Pero un poderosísimo chistido de la señorita Eufrasia lo llamó a
silencio.
A mí, ni el vozarrón de Coretti había
logrado que interrumpiese la lectura. Si al comienzo había sentido cierto
pudor, sabe usted, cierta vergüenza de pronunciar en voz alta y a plena luz
tantas palabras de amor, después me olvidé de todo. La cara me ardía. Creo que
llegó un momento en que leí para mí sola. “Oh, fundirse”, decía Rosaura,
“oh, fundirse en un solo cuerpo. Oh, este amor que se levanta de mi carne a
tu carne, como la pleamar hacia la luna”. Y yo, sugestionada, arrebatada,
loca, levantaba la voz como la pleamar hacia la luna; repetía las frases
ardientes de Rosaura como si fuesen mías; gritaba, en el patio, delante de mis
hijas, delante de mis huéspedes: “Camilito, monadita mía, niño mimoso y
sensual”. Y la señorita Eufrasia me hacía eco con sus gemidos.
Llegué, por fin, al consabido: “Tuya
hasta la muerte, Rosaura", El jaleo, alrededor de mí, culminó. Creí
despertar de un sueño o de una borrachera.”
Rosaura a las diez
Marco Denevi
Sudamericana, 2014.
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