¿Qué será china?
¿Dónde van a parar los lugares de la infancia? ¿Qué queda de los sitios cuyo peso magnífico el tiempo se encarga de convertir en una imagen pálida y leve? La ambigüedad de una palabra puede ocultar a la vez el poder que ha ejercido o ejerce sobre nosotros. Libro de arena comparte un cuento de José Donoso, uno de los primeros, puntapié de toda su obra cuentística y novelística, en el que ya se muestra al narrador: "China".
Antología del Nuevo Cuento Chileno
Selección, prólogo y notas de Enrique Lafourcade
Santiago de Chile, Zig-Zag, 1954
Por un lado el muro gris de la Universidad. Enfrente, la agitación maloliente de las cocinerías alterna con la tranquilidad de las tiendas de libros de segunda mano y con el bullicio de los establecimientos donde hombres sudorosos horman y planchan, entre estallidos de vapor. Más allá, hacia el fin de la primera cuadra, las casas retroceden y la acera se ensancha. Al caer la noche, es la parte más agitada de la calle. Todo un mundo se arremolina en torno a los puestos de fruta. Las naranjas de tez áspera y las verdes manzanas, pulidas y duras como el esmalte, cambian de color bajo los letreros de neón, rojos y azules. Abismos de oscuridad o de luz caen entre los rostros que se aglomeran alrededor del charlatán vociferante, engalanado con una serpiente viva. En invierno, raídas bufandas escarlatas embozan los rostros, revelando sólo el brillo torvo o confiado, perspicaz o bovino, que en los ojos señala a cada ser distinto. Uno que otro tranvía avanza por la angosta calzada, agitando todo con su estruendosa senectud mecánica. En un balcón de segundo piso aparece una mujer gruesa envuelta en un batón listado. Sopla sobre un brasero, y las chispas vuelan como la cola de un cometa. Por unos instantes, el rostro de la mujer es claro y caliente y absorto.
Como
todas las calles, ésta también es pública. Para mí, sin embargo,
no siempre lo fue. Por largos años mantuve el convencimiento de que
yo era el único ser extraño que tenía derecho a aventurarse entre
sus luces y sus sombras.
Cuando
pequeño, vivía yo en una calle cercana, pero de muy distinto sello.
Allí los tilos, los faroles dobles, de forma caprichosa, la calzada
poco concurrida y las fachadas serias hablaban de un mundo
enteramente distinto. Una tarde, sin embargo, acompañé a mi madre a
la otra calle. Se trataba de encontrar unos cubiertos. Sospechábamos
que una empleada los había sustraído, para llevarlos luego a cierta
casa de empeños allí situada. Era invierno y había llovido. Al
fondo de las bocacalles se divisaban restos de luz acuosa, y sobre
los techos cerníanse aún las nubes en vagos manchones parduscos. La
calzada estaba húmeda, y las cabelleras de las mujeres se apegaban,
lacias, a sus mejillas. Oscurecía.
Al
entrar por la calle, un tranvía vino sobre nosotros con estrépito.
Busqué refugio cerca de mi madre, junto a una vitrina llena de hojas
de música. En una de ellas, dentro de un óvalo, una muchachita
rubia sonreía. Le pedí a mi madre que me comprara esa hoja, pero no
prestó atención y seguimos camino. Yo llevaba los ojos muy
abiertos. Hubiera querido no solamente mirar todos los rostros que
pasaban junto a mí, sino tocarlos, olerlos, tan maravillosamente
distintos me parecían. Muchas personas llevaban paquetes, bolsas,
canastos y toda suerte de objetos seductores y misteriosos. En la
aglomeración, un obrero cargado de un colchón desarregló el
sombrero de mi madre. Ella rió, diciendo:
-¡Por
Dios, esto es como en la China!
Seguimos
calle abajo. Era difícil eludir los charcos en la acera
resquebrajada. Al pasar frente a una cocinería, descubrí que su
olor mezclado al olor del impermeable de mi madre era grato. Se me
antojaba poseer cuanto mostraban las vitrinas. Ella se horrorizaba,
pues decía que todo era ordinario o de segunda mano. Cientos de
floreros de vidrio empavonado, con medallones de banderas y flores.
Alcancías de yeso en forma de gato, pintadas de magenta y plata.
Frascos de bolitas multicolores. Sartas de tarjetas postales y
trompos. Pero sobre todo me sedujo una tienda tranquila y limpia,
sobre cuya puerta se leía en un cartel: "Zurcidor Japonés".
No
recuerdo lo que sucedió con el asunto de los cubiertos. Pero el
hecho es que esta calle quedó marcada en mi memoria como algo
fascinante, distinto. Era la libertad, la aventura. Lejos de ella, mi
vida se desarrollaba simple en el orden de sus horas. El "Zurcidor
Japonés", por mucho que yo deseara, jamás remendaría mis
ropas. Lo harían pequeñas monjitas almidonadas de ágiles dedos. En
casa, por las tardes, me desesperaba pensando en "China",
nombre con que bauticé esa calle. Existía, claro está, otra China.
La de las ilustraciones de los cuentos de Calleja, la de las
aventuras de Pinocho. Pero ahora esa China no era importante.
Un
domingo por la mañana tuve un disgusto con mi madre. A manera de
venganza fui al escritorio y estudié largamente un plano de la
ciudad que colgaba de la muralla. Después del almuerzo mis padres
habían salido, y las empleadas tomaban el sol primaveral en el
último patio. Propuse a Fernando, mi hermano menor:
-¿Vamos
a "China"?
Sus
ojos brillaron. Creyó que íbamos a jugar, como tantas veces, a
hacer viajes en la escalera de tijeras tendida bajo el naranjo, o
quizás a disfrazarnos de orientales.
-Como
salieron -dijo-, podemos robarnos cosas del cajón de mamá.
-No,
tonto -susurré-, esta vez vamos a IR a "China".
Fernando
vestía mameluco azulino y sandalias blancas. Lo tomé cuidadosamente
de la mano y nos dirigimos a la calle con que yo soñaba. Caminamos
al sol. Íbamos a "China", había que mostrarle el mundo,
pero sobre todo era necesario cuidar de los niños pequeños. A
medida que nos acercamos, mi corazón latió más aprisa.
Reflexionaba que afortunadamente era domingo por la tarde. Había
poco tránsito, y no se corría peligro al cruzar de una acera a
otra.
Por
fin alcanzamos la primera cuadra de mi calle.
-Aquí
es -dije, y sentí que mi hermano se apretaba a mi cuerpo.
Lo
primero que me extrañó fue no ver letreros luminosos, ni azules, ni
rojos, ni verdes. Había imaginado que en esta calle mágica era
siempre de noche. Al continuar, observé que todas las tiendas habían
cerrado. Ni tranvías amarillos corrían. Una terrible desolación me
fue invadiendo. El sol era tibio, tiñendo casas y calle de un suave
color de miel. Todo era claro. Circulaba muy poca gente, éstas a
paso lento y con las manos vacías, igual que nosotros.
Fernando
preguntó:
-¿Y
por qué es "China" aquí?
Me
sentí perdido. De pronto, no supe cómo contentarlo. Vi decaer mi
prestigio ante él, y sin una inmediata ocurrencia genial, mi hermano
jamás volvería a creer en mí.
-Vamos
al "Zurcidor Japonés" -dije-. Ahí sí que es "China".
Tenía
pocas esperanzas de que esto lo convenciera. Pero Fernando, quien
comenzaba a leer, sin duda lograría deletrear el gran cartel
desteñido que colgaba sobre la tienda. Quizás esto aumentara su fe.
Desde la acera de enfrente, deletreó con perfección. Dije entonces:
-Ves,
tonto, tú no creías.
-Pero
es feo -respondió con un mohín.
Las
lágrimas estaban a punto de llenar mis ojos, si no sucedía algo
importante, rápida, inmediatamente. ¿Pero qué podía suceder? En
la calle casi desierta, hasta las tiendas habían tendido párpados
sobre sus vitrinas. Hacia un calor lento y agradable.
-No
seas tonto. Atravesemos para que veas -lo animé, más por ganar
tiempo que por otra razón. En esos instantes odiaba a mi hermano,
pues el fracaso total era cosa de segundos.
Permanecimos
detenidos ante la cortina metálica del "Zurcidor Japonés".
Como la melena de Lucrecia, la nueva empleada del comedor, la cortina
era una dura perfección de ondas. Había una portezuela en ella, y
pensé que quizás ésta interesara a mi hermano. Sólo atiné a
decirle:
-Mira...
-y hacer que la tocara.
Se
sintió un ruido en el interior. Atemorizados, nos quitamos de
enfrente, observando cómo la portezuela se abría. Salió un hombre
pequeño y enjuto, amarillo, de ojos tirantes, que luego echó
cerrojo a la puerta. Nos quedamos apretujados junto a un farol,
mirándole fijamente el rostro. Pasó a lo largo y nos sonrió. Lo
seguimos con la vista hasta que dobló por la calle próxima.
Enmudecimos.
Sólo cuando pasó un vendedor de algodón de dulces salimos de
nuestro ensueño. Yo, que tenía un peso, y además estaba sintiendo
gran afecto hacia mi hermano por haber logrado lucirme ante él,
compré dos porciones y le ofrecí la maravillosa sustancia rosada.
Ensimismado, me agradeció con la cabeza y volvimos a casa
lentamente. Nadie había notado nuestra ausencia. Al llegar Fernando
tomó el volumen de "Pinocho en la China" y se puso a
deletrear cuidadosamente.
Los
años pasaron. "China" fue durante largo tiempo como el
forro de color brillante en un abrigo oscuro. Solía volver con la
imaginación. Pero poco a poco comencé a olvidar, a sentir temor sin
razones, temor de fracasar allí en alguna forma. Más tarde, cuando
el mundo de Pinocho dejó de interesarme, nuestro profesor de box nos
llevaba a un teatro en el interior de la calle: debíamos aprender a
golpearnos no sólo con dureza, sino con técnica. Era la edad de los
pantalones largos recién estrenados y de los primeros cigarrillos.
Pero esta parte de la calle no era "China". Además,
"China" estaba casi olvidada. Ahora era mucho más
importante consultar en el "Diccionario Enciclopédico" de
papá las palabras que en el colegio los grandes murmuraban entre
risas.
Más
tarde ingresé a la Universidad. Compré gafas de marco oscuro.
En
esta época, cuando comprendí que no cuidarse mayormente del largo
del cabello era signo de categoría, solía volver a esa calle. Pero
ya no era mi calle. Ya no era "China", aunque nada en ella
había cambiado. Iba a las tiendas de libros viejos, en busca de
volúmenes que prestigiaran mi biblioteca y mi intelecto. No veía
caer la tarde sobre los montones de fruta en los kioscos, y las
vitrinas, con sus emperifollados maniquíes de cera, bien podían no
haber existido. Me interesaban sólo los polvorientos estantes llenos
de libros. O la silueta famosa de algún hombre de letras que hurgaba
entre ellos, silencioso y privado. "China" había
desaparecido. No recuerdo haber mirado, ni una sola vez en toda esta
época, el letrero del "Zurcidor Japonés".
Más
tarde salí del país por varios años. Un día, a mi vuelta,
pregunté a mi hermano, quien era a la sazón estudiante en la
Universidad, dónde se podía adquirir un libro que me interesaba muy
particularmente, y que no hallaba en parte alguna. Sonriendo,
Fernando me respondió:
-En
"China"...
Y
yo no comprendí.
Antología del Nuevo Cuento Chileno
Selección, prólogo y notas de Enrique Lafourcade
Santiago de Chile, Zig-Zag, 1954
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