Claudia Piñeiro: “En la ficción hay una verdad, en la política nunca se sabe”
En
su libro, la autora presenta a un ambicioso político que quiere dividir
la provincia de Buenos Aires para llegar a la gobernación, dos jóvenes
que ven de diferente modo la “nueva política” y un viejo militante
alfonsinista que sirve como anclaje de otros valores.
La
huida es la mejor salida. Román Sabaté, un joven que no llega a los
treinta años y entró al mundo de la política de la mano de Fernando
Rovira, un emprendedor inmobiliario de la zona norte del Gran Buenos
Aires que armó un partido vecinal llamado Pragma, “cansado de la vieja
política que pone palos en la rueda a los que queremos trabajar por este
país”, y aspira a ser gobernador, escapa con Joaquín, un niño de tres
años, hacia la casa de su tío Adolfo, un radical alfonsinista que recita
discursos de Raúl Alfonsín de memoria. ¿De qué “desastre mayúsculo”
escapa este joven? El lector de Las maldiciones (Alfaguara) de Claudia
Piñeiro, una especie de road movie de la política argentina, irá
descubriendo, más allá de un crimen que quedará impune, hasta dónde es
capaz de llegar un hombre cuyas ambiciones no tienen límites. Aunque en
una nota se aclara que “cualquier parecido con la realidad es mera
coincidencia” y que “ni el escritor más talentoso podría superar la
imaginación de algunos asesores de imagen y jefes de campaña”, el
pragmatismo de este partido cuya máxima duranbarbiana es “decirle al
votante lo que el votante quiere oír” conduce a entablar una cierta
familiaridad discursiva con el PRO de Mauricio Macri.
“La
idea primera tiene que ver con un chico que entra a trabajar a un
partido político de la ‘nueva política’, donde se puede hacer carrera
más allá de la ideología porque se manejan más con conceptos del
marketing y del mundo empresarial, y empieza a hacer cosas para este
jefe que tiene, hasta que llega un punto en que le piden algo y tiene
que decidir si llega a cruzar ese límite o no”, cuenta Piñeiro en la
entrevista con PáginaI12.
–Adolfo, uno de los personajes más entrañables de la novela,
es el viejo radical alfonsinista cuyo héroe máximo en la política es
Raúl Alfonsín, un personaje que se podría emparentar con el veterano
periodista Jaime Brena de Betibú. ¿Qué busca en este tipo de personajes
“anacrónicos”, que tienen una ética y unos valores que no se
corresponden con el presente en el que viven?
–Uno no sabe por qué, pero la realidad es que aparecen esos
personajes que defienden ciertos valores que cayeron en desuso. En este
caso, sería una forma de hacer política; más allá de que Adolfo es
radical y admira lo que Raúl Alfonsín representa, tiene más que ver con
cualquiera que considera determinados códigos en la política. A lo mejor
podría ser un peronista que tiene de ídolo a Antonio Cafiero. Pero
tiene que ser alguien que valora cierta ética de la política que se
perdió, que parecería que se perdió o que no se le da valor hoy.
Alfonsín y Cafiero y unos pocos más tenían como un código de caballeros
dentro de la política. Eso es lo que el personaje de Adolfo quiere
rescatar.
–¿Qué pone en este tipo de personajes “anacrónicos”? ¿Un ideal, algo de la utopía, de lo que se necesita alcanzar?
–Aunque parece del pasado, para mí esos personajes son una esperanza.
El mundo ahora está en un ciclo de política de derecha, pero no es la
derecha ilustrada, enciclopedista, con la que se podía hablar de
filosofía y de literatura. No es esa derecha “europea”, por decirlo de
alguna manera. Es una derecha como puede ser Donald Trump en Estados
Unidos, que es otra derecha; gente que uno diría inculta en los términos
de la cultura que conocemos. Estos personajes anacrónicos de mis
novelas representan una esperanza. En algunas novelas tengo personajes
adolescentes que son los que se salvan. En otras novelas tengo este tipo
de personajes anacrónicos que son como la reserva moral, los que cuidan
ciertos valores para que esos valores puedan volver, para que no se los
olvide, porque la sensación es que si nos empezamos a olvidar de todo
esto, las próximas generaciones no van a saber que existía otra forma de
hacer política.
–El partido político de Fernando Rovira se llama “Pragma”, apócope de pragmático. ¿El pragmatismo sería el fin de la política?
–Algo de pragmatismo hay que tener, en el sentido de que las cosas
tienen que funcionar. Tiene que haber un equilibro entre la práctica, lo
pragmático, que las cosas funcionen, y los ideales. Lo que me parece
que está planteado en la novela es el vacío de ideales. ¿El vacío de
ideales es un vacío de ideales o hay un ideal que no está confesado y
que tiene que ver con determinadas cuestiones que buscan estos partidos y
que no están puestas en términos de ideales, pero que están también por
detrás? Cuando alguien dice: “a mí no me interesa la política”, esa es
una manifestación política, aunque sea por la negativa.
–En Las maldiciones hay una contraposición entre la vieja y
la “nueva” política, donde los personajes que aparecen enfrentados son
Adolfo con Fernando Rovira. ¿Por qué la “nueva” política se presenta
como “superadora” y “moderna”?
–Hay un personaje en Las maldiciones, Sebastián Petit, que puede
estar equivocado, pero él quiere de verdad hacer una política nueva,
práctica y que sirva. Él de verdad cree en esos ideales. Me parece que
entre la nueva política y la vieja política puede haber una
conversación. Lo que no puede haber es una que niegue a la otra, en el
sentido de que lo nuevo es lo que sirve y lo viejo no. Esta cosa del
marketing que plantea que a la gente hay que decirle todo masticado y no
darle mayores explicaciones. Quizá no, quizá somos un montón que
necesitamos que sí nos den explicaciones. A lo mejor hay vasos
comunicantes entre una política y la otra. Pero parecería que lo nuevo
siempre viene a negar lo viejo y lo viejo no sirve para nada. A lo mejor
conversando entre estas dos formas de hacer política se puede llegar a
algo. Pero conversando; no una tapando a la otra o eliminando a la otra.
–¿Cómo apareció la cuestión de “La maldición de Alsina”, la
investigación que hace uno de los personajes, la periodista “China”
Sureda?
–Yo quería contar una maldición que pesara sobre la política
argentina. “La maldición de Alsina” es la que se llama “la maldición de
los gobernadores” y que tiene que ver con la ciudad de La Plata, que
según dice la historia hay una bruja, llamada “la Tolosana”, que durante
la inauguración de La Plata hizo un embrujo para que ningún gobernador
fuera presidente. Entonces dio vueltas alrededor de la piedra
fundacional y meó sobre la piedra y con eso condenó a todos los
gobernadores de la provincia a que no sean presidentes. Yo incluyo en la
novela dos entrevistas que son reales, pero que están en función de la
novela. Yo entrevisté a Eduardo Duhalde y a Ricardo Alfonsín, pero les
dije que era para una novela, que iba a ser incluido dentro de una
ficción, porque me gusta mucho el cruce de la realidad y la ficción,
sobre todo en la política, que uno no sabe qué es realidad y qué
ficción. La ciudad de La Plata es muy rica y muy literaria. De hecho,
está fundada en función al mapa de un libro de Julio Verne, que era una
ciudad literaria. Todo esto le da como un encanto, una cosa misteriosa
que me parecía interesante aprovechar en la novela. Además, quería poner
algo que no fuera real. Lo que sucede en la novela podría pasar, pero
no está pasando. No hay un candidato que esté queriendo ser gobernador y
esté tratando de dividir la provincia de Buenos Aires. Hay anclajes
verdaderos en la novela y se habla de Duhalde, de Daniel Scioli, de
Néstor Kirchner, pero no sabemos quién es hoy el presidente de la
Argentina. Lo que sabemos es que Fernando Rovira se postula para
gobernador y que no quiere que le toque La Plata porque la maldición le
va a jugar en contra. Hay una mezcla permanente de ficción y de
realidad.
–¿Por qué en política no se sabe bien qué es ficción y qué es realidad?
–No hay nada más verdadero que la ficción. Una novela es verdad
porque yo te digo que es una novela y la leés sabiendo que es una
ficción. En cambio en la política, hay un montón de discursos que uno
los escucha y como ciudadanos nos quedamos pensando, ¿pero esto que me
está diciendo es cierto o es mentira? No sabés cuánto de verdad hay en
el discurso político. En la ficción hay una doble negación, en el
sentido de que sé que es ficción y por lo tanto es verdad porque es
ficción. En el discurso político, yo ya no sé quién de los que habla
habla con la verdad o no. Unos le creerán a unos y otros le creerán a
otros, pero uno siempre tiene una actitud un poco desconfiada con
respecto al discurso político. Además, como se empezaron a usar muchas
herramientas del marketing, si el marketing se mete en el discurso
político, yo cada vez le creo menos todavía. Esa cosa de que “hay que
decir esto porque la gente quiere escuchar esto” habrá gente a la que le
funciona, pero a mí me juega en contra. Cuando me doy cuenta de que
algo es producto de una indicación de marketing, ya no le creo nada. Si
hacen estas cosas es porque habrán estudiado que hay mucha más gente que
no es como yo y que les cree. Yo siento como ciudadana que me están
subestimando. A mí me gusta que me expliquen, que me den argumentos y
que me hablen con la verdad, dentro de lo que se puede hablar con la
verdad.
–Sin entrar en muchos detalles que anticipen cuestiones que
tienen que ver con el desenlace de la novela, ¿qué significa orinar un
símbolo?
–Es mejor que cagarte en un símbolo (risas). La maldición arranca con
orinar un símbolo, como lo hace “la Tolosana”, que además es una mujer.
La Tolosana orina la piedra fundacional de La Plata. Mear un símbolo
tiene que ver con discutir un símbolo. No me gusta pensar sobre la
política que uno va a volver al 2001. Yo no quiero eso para mi país
nunca, en el sentido de “que se vayan todos” y demás, pero sí que
podamos discutir determinadas cosas y ponernos de acuerdo. Me parece que
mear un símbolo quiere decir ponernos a discutir con pensamiento
crítico. Los animales cuando mean marcan un territorio. Este símbolo que
es el escudo de la provincia yo también lo meo porque es mío. Yo soy el
pueblo y el escudo es mío y marco un territorio.
–En la novela hay un personaje que no puede ser padre y hay
otro que sí asume su paternidad. ¿Por qué la paternidad es un tema tan
conflictivo en Las maldiciones?
–El tema de la paternidad es fundamental en esta novela. Y la
paternidad tiene que ver con desde cuándo uno se siente padre, porque no
necesariamente para ser padre hay que ser padre biológico. Podés
adoptar o criar a un chico y sentirte padre. También podés tener
biológicamente un chico y nunca sentirte padre. ¿Qué es lo que hace que
alguien se sienta padre y que es lo que hace que alguien no? Tenemos una
historia de gobernantes que sentimos que tienen que ser nuestros
padres, que nos tienen que proteger. No sé si es lo mejor, pero es muy
común en los países que tienen una historia corta. Más allá del
paternalismo o no, uno espera que el presidente te proteja y que trabaje
para vos. Votás a alguien a quien te entregás para que trabaje por vos.
Si tuviéramos otro sistema de representación, con un Parlamento más
fuerte, el presidente tendría una función menos trascendente y más
protocolar. Pero en nuestro país la función del presidente es muy fuerte
y tiene algo de padre o de madre, porque también hemos tenido una
presidenta mujer.
–“La ficción está muy prostituida. Hay mucha cosa que no
sirve, no sólo mal escrita, inconducente, de mirarse el propio ombligo y
que no dice nada”, plantea uno de los personajes de la novela.
¿Coincide con el diagnóstico que hace?
–Es exagerado, no coincido en la brutalidad con la que él habla sobre
la ficción. En el mundo de la literatura también te están mintiendo en
algunas cosas, no en la novela que te dan. Pero a veces sabemos que si
determinada persona hizo la reseña de un libro y es amigo del escritor o
escritora, lo tomás con cierta precaución porque la reseña de un libro
no la tiene que hacer un amigo, ¿no? O a veces ves una novela entre los
cinco libros más vendidos y no hay ninguna posibilidad de que esa novela
esté realmente entre los cinco más vendidos y te preguntás: ¿qué pasó
acá? O alguien escribe que determinada novela es la mejor de la
literatura argentina y después la leen treinta personas y dicen que no,
la verdad que no. También en el mundo de la literatura mentimos. Y
mentimos no en donde tenemos que mentir, que es en la ficción, sino en
otras cosas donde estamos diciendo que estamos hablando con la verdad.
No me gusta dejar tan afuera el lugar al que pertenezco. No hay nada
puro del todo.
Fuente: Página/12
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