La poesía es un arma cargada de futuro, de Gabriel Celaya
Por María Pía Chiesino
Celaya tiene poemas más breves o no tan conocidos. Escuché por primera vez este poema en uno de los vinilos en los que el cantor español Paco Ibánez homenajea a los poetas más importantes de su tierra musicalizándolos. En uno de esos discos (eran dos vinilos que no se vendían por separado) estaba este hermoso poema de Celaya, al que le faltaban algunos versos, seguramente, para que en la versión cantada no fuese tan largo.
Era la segunda mitad de la década del setenta, y este poema fue, sin dudas, ese "pulso que golpea las tinieblas” al que se refiere, y que acompañó mi adolescencia y la de mis amigas y amigos del barrio. Todos lo conocíamos y lo cantábamos a puertas cerradas, en la casa de alguno que tuviera guitarra.
En este poema, está explícita la vieja y ociosa discusión entre el arte por el arte y el compromiso. Celaya, “toma partido”. Pero a pesar de lo que afirma sobre la falta de perfección, de este “fruto” creo que hay perfecciones y perfecciones. Y este poema fue perfecto para mí, a los dieciséis años, porque era un momento en el que no se podía ser neutral más allá de los riesgos que esto conllevara.
En Marzo, Mes de la Memoria en el que además se conmemoran los 110 años del nacimiento de Celaya, este poema me parece perfecto para recordar ambas cosas. La oscuridad de la dictadura, y el futuro que aparece desde el título. Ese futuro que finalmente llegó, para que la vida fuese mejor para todos, para que pudiera cantarse este poema en una plaza y no en el encierro de un departamento, porque las calles no eran nuestras y eran peligrosas.
Finalmente volvimos a las calles. Y a pesar de los años que pasaron, seguimos esperando algo “personalmente exaltante” cuando leemos poemas como éste, que es “un canto que espacia cuanto adentro llevamos”. A casi cuarenta y cinco años, del momento más siniestro de nuestra historia no es poco el tiempo pasado, ni poco lo que seguimos teniendo que decir.
La poesía es un arma cargada de futuro
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica que puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
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