Rodolfo Walsh, por David Viñas

El pasado 10 de marzo se cumplieron diez años de la muerte del escritor David Viñas, que fue además una de las voces más brillantes de la crítica literaria del siglo XX.

Viñas fue protagonista del debate intelectual desde que fundó la revista Contorno en 1953, junto a su hermano Ismael. 

Su hija María Adelaida y su hijo Lorenzo Ismael fueron asesinados por la dictadura militar del '76. Viñas pasó esos años en el exilio, y cuando regresó fue el titular de Literatura argentina l en la carrera de Letras de la UBA y director del Instituto de Literatura Argentina "Ricardo Rojas". Entre sus obras podemos recordar novelas como Un dios cotidiano o Los dueños de la tierra. En Literatura argentina y realidad política fue condensando y expandiendo en sucesivas ediciones, su mirada crítica sobre la literatura argentina.

Lo recordamos con  un texto sobre Rodolfo Walsh publicado originalmente en la revista de Casa de las Américas en 1981, cuando sólo hacía cuatro años que se desconocía el paradero del escritor rionegrino.




Rodolfo Walsh, por David Viñas

Desplegaba unos ademanes de pastor protestante, certeros, pausados y sin untuosidad. Podría ser un punto de partida. Otro posible arranque: que le entusiasmaba hablar de Emily Dickinson, aunque sin citarla ni alardear de feminista. O que me miraba con unos ojos plácidos, algo descoloridos pero invictos, y que se burlaba –con demasiada frecuencia– de sus antepasados irlandeses, de Manuel Mujica Láinez, con motivo de la bandera paquistaní y de su propia calva. Sería una tercera opción de comienzo.

Pero me hubiera gustado empezar diciendo algo de su obra. De las resonancias joyceanas que flotan entre los “Irlandeses detrás de un gato” cuando alude a la rencorosa lucidez o a las humillaciones cotidianas que viven los pupilos en cualquier internado. Y que en Walsh remiten, a su vez, a la acanallada bruma infantil del Juguete rabioso de Arlt (de Roberto Arlt, estoy hablando).

A lo mejor, fingiéndome arbitrario, hubiera intentado demostrar que “Un oscuro día de justicia” es el cuento más sagaz de la literatura argentina, mucho más allá de la inobjetable fascinación de Borges o de las sagaces maestrías de Bestiario. Sería una polémica. Quizá, crispada y saludable. Previsiblemente, un fofo tironeo alrededor de jerarquías y galones. O, lo más seguro, el recalado en algún melancólico debate en torno a compromisos, anáforas y otros patriotismos.

Imaginé detenerme, también, en el uso de las palabras en su envidiable “Nota al pie”. En la forma en que Walsh “toma la palabra” y en las pausas que utiliza en su economía, su brusquedad o en su desdén. Hasta lograr que un texto de la aventura resulte, al mismo tiempo, aventura del texto. ¿De qué se trata? Intentando mirar de muy cerca: de una cuestión de ajuste de ranuras acentos o bisagras; una carpintería con algo más de minuciosa épica de vértigos y detalles. Porque cierto adjetivo o el manejo veloz de las esdrújulas no funcionan allí decorativamente, de forma obscena o mediante acumulaciones, sino como alusión, rasgo, fluidez y operatividad. Apuntando a que una especie de humareda, allá lejos, sea su clima. En una austera, descarnada brevedad.

Porque Walsh no se deja de seducir por sí mismo ni se acaricia las mejillas en los hombros de sus propias certezas. Al fin de cuentas (y un 7 de abril, desabrigado pero memorable, me lo cuchicheó, apenas en el Retiro de Buenos Aires), él prefería el cobre a las peluquerías. O, a lo sumo, la lezna al universo de los pronombres aterciopelados: con una materia obcecada; jamás especular o complaciente. Teniendo en cuenta que para él un texto no era un dato, sino un resultado, un producto.

Presumo, sobre todo por esto último, que sus ademanes calvinistas –o, mejor aún, jansenistas, piadosos pero sin relajamiento alguno– trazan una continuidad entre su mordiscón a los bizcochos, a las chuletas más sabrosas, y hacia las inepcias de cierto general módico y engominado, hasta llegar, paradójicamente, a The Wreck of the Deutschlando al horteraje de los turistas argentinos.

No era enérgico. Más bien, empecinado. Con una inquietante focalización de sus ojos medio aguachentos. Casi bizco, desguarnecido, se tornaba en insolente. Sobre todo cuando discutíamos. En especial, con motivo de su memorable “Esa mujer”: porque yo insistía en afirmar que semejante cuento nos remitía a la similitud jugada por la Eva Duarte más radicalizada en 1951 con los jóvenes masacrados alrededor del 76. Entendidos ambos como dos vanguardias. Como dos puntas de lanza análogas largadas a la descubierta –y negociadas después con el Ejército– dentro de la llamada “estrategia política” del teniente general Juan Domingo Perón.

No nos pusimos de acuerdo.

Empero, esa agresividad lúcida y sombría (mediante la cual la indignación moral, tan abollada por carrieristas, sacristanes, yernos y franeleros, popes, correveidiles, brigadieres, delatores, virgos, verdugos y ramplones del soneto entalcado en América Latina, era rescatada encarnizadamente por Walsh) iba definiendo cada uno de sus actos. Sus teoremas sucesivos. Sus desabrimientos como su fervor. Y su cotidianidad perpleja, ansiosa y, mucha veces, desolada. En busca urgente de respuestas de jubilosa eficacia pero, sobre todo, de integraciones. Es que, sin sistema, desconfiaba de todos los dualismos: de ninguna manera “ficción” separada de la “no ficción”, sólo narrativa: jamás “palabras” por un lado, “actos” por el otro, sino palabras-acto y actos cargados de sintaxis.

Correlativamente, esa característica vincula a toda una generación. Al emblema principal de una generación argentina. Aunque lo de generación remita –de manera muy notoria en el río de la Plata– a los tics pedagógicos de Ortega, Marías o el profesor Anderson Imbert. Para cuyas perspectivas una generación no es mucho más que un pretexto elitista para disfumar las clases, escamotear sus conflictos, maquillando la historia tras una rueda de naturalización, beaterías y tranquilizadoras repeticiones: después del invierno viene la primavera, el verano luego, más adelante el otoño. Y así hasta el final de los siglos. Y dentro de esa circularidad todos los jóvenes con inquietudes pero juiciosos su lugarcito tendrán.

No Walsh. Nada que ver con esa rutina manual y ortopédica. Porque cuando se concluye Un kilo de oro o se relee Operación Masacre, a poco de andar se va recortando un eje como reiteración o núcleo espeso que concluye por trocarse en obsesión y que, significativamente, reenvía al Antonio Maceo de Ernesto Guevara. Es el mismo sabor de boca de Los oficios terrestres que se reencuentra en el Antonio Guiteras. Una suma de elementos percibidos como contención puntual y taciturna al mismo tiempo. Sin “sobreescrituras” (similares a las actuaciones de los actores flojos” ni volutas ni complicidades. Un movimiento de página carente de amplificación; más bien enjuto y exigente. A veces desgarbado. Resuelto con procedimientos de grabador o de diario de campaña: un “ademán lingüístico” que cultiva la probidad tanto en la respiración, al diseñar los escenarios o al ir seleccionando en medio del vértigo de las posibilidades infinitas. Último aspecto éste que opera con un bestiario donde cada animal no es más que un delirio ya insinuado en el propio Walsh.

Lo que, sospecho, me confirma el hablar de generación. Rodolfo Wlash y la generación del Che. Por toda una serie de comunes denominaciones que instauran cierta modalidad entendida como “manera de ser” en virtud de una secuencia de vasos comunicantes. El primero, un sentimiento trágico. Que no se produce bajo la mirada de los dioses, sino com ahora: en la proximidad de la muerte. Y con otras inflexiones, flecos, parentescos, humillaciones compartidas, creencias, deseos, proyectos y odios comunes. Desde ya, apuestas y fracasos. Y miedos, eventuales trascendencias y miserias comunes. Pero, sobre todo, concretas coyunturas históricas. Cuatro en particular: nacimientos (y padres) incrustados en aquellos años en que Hipólito Yrigoyen era el emergente político más notorio de la Argentina; infancias dickensianas diría, por veloces y precarias, a lo largo de la “década infame” de reaparición y predominio de la república oligárquica (1930-1943); adolescencia y estudios desabridos durante el “peronismo clásicos” (1946-1955). Y, de manera especial, con el momento que inaugura la problemática actual de América latina: la revolución cubana de 1959.

En ese contexto, si Los oficios terrestre de Walsh lo emparentan, sutil pero categóricamente, con los Pasajes de la guerra revolucionaria, es porque la denuncia contra el general Videla de 1977 se recorta sobre el fondo del Diario de Bolivia del 67. Determinado barrio dramático y borroso de Buenos Aires –Almagro o – equivale así a algún despiadado rincón en Ñancahuazú. Un zócalo y dos faroles entre varias matas. Qué matorral, mi Dios. Que se superpone con él. Y termina por trocarse en su pivote. Porque si Walsh puede ser inscripto en el emblema de la generación del Che es, precisamente, porque en esa encrucijada también residen Paco Urondo, Agustín Tosco y Piccini. Con un texto no sólo de palabras aisladas, sino en colección de acontecimientos, escaramuzas y clausuras.

Walsh y el Che, entonces. Sea. Pero, también, Ongaro, Haroldo Conti y Angelelli el cura. Y muchísimos otros que no tienen el equívoco privilegio del nombre y el apellido. Voces anónimas, en escamoteo, tergiversación o implacablemente mutiladas. “Voces de los vencidos”. Voces ninguneadas, desmembradas. Voces locas, muchas veces, como las de un coro trágico en cierta plaza. Pero que, a través de concreciones como las de Walsh, empiezan, justamente ahora, a recuperar su materialidad. Su propio cuerpo.

Extraído de Casa de las Américas, Nro 129, La Habana, Noviembre-Diciembre de 1981. Recuperado de: Rodolfo Walsh, vivo, (compilador: Roberto Baschetti), Ediciones de la Flor, 1994.

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