Fragmento de Al faro, de Virginia Woolf
En esta sección habitualmente rastreamos escenas en las que se ficcionalizan la lectura o la escritura. Hoy compartimos un fragmento clásico de la novela Al faro, de Virginia Woolf.
Nada importaba, nada de eso importaba, pensaba. Un gran hombre, un gran libro, la fama: ¿quién sabe? Ella no sabía nada de eso. Pero así era él, ésa era la fidelidad que representaba; por ejemplo, durante la cena, ella había estado deseando de forma bastante intuitiva: ¡Ojalá hable! Tenía una confianza absoluta en él. Dejando todo esto a un lado, como cuando al bucear se deja a un lado un junco, hierbas, unas burbujas, sintió de nuevo, bajando a lo más profundo, lo que había sentido en el recibidor cuando los demás hablaban: Quiero algo... algo que he venido a coger, y cada vez se hundía más y más, sin saber qué era, con los ojos cerrados. Y esperó un poco, tejiendo, interrogándose, y lentamente pensaba en las palabras que habían dicho durante la cena, «la rosa china ha florecido, y zumba la amarilla abeja», y estas palabras empezaron a columpiarse en su mente de un lado a otro rítmicamente, y al columpiarse, las palabras, como débiles luces, roja, azul, amarilla, iluminaban la oscuridad de su mente, y parecía que dejaban sus apoyos de allí, y echaban a volar y volar; o parecían gritar y resonar en ecos; entonces se volvió a la mesa, y palpó con la mano para coger un libro.
Que todas las vidas que vivamos,
Que todas las vidas que haya,
Llenas estén acaso de árboles y hojas caducas.
Murmuró estos versos, insertó las agujas en el calcetín. Abrió el libro, y comenzó a leer aquí y allá, al azar; al hacerlo, sintió que ascendía de espaldas, hacia arriba, abriéndose camino bajo pétalos que se inclinaban sobre ella, de forma que sólo sabía que uno era blanco o rojo. Al principio no entendía qué significaban las palabras.
Navegad, hacia aquí navegad en vuestros alados pinos, [derrotados marinos.
Leía, pasaba la página, cambiaba de rumbo, se movía en zigzag de un lado a otro, de un verso a otro, de una flor roja y blanca a otra, hasta que la distrajo un ruido: su marido se daba golpes en las piernas. Cruzaron la mirada unos instantes, pero no querían decirse nada. No tenían nada que decir, pero, no obstante, algo pareció ir de él a ella. Era la vida, el poder de ésta, era el incontenible humor, lo sabía, lo que le hacía darse golpes en las piernas. No me interrumpas, parecía decir, no digas nada, quédate ahí sentada. Seguía leyendo. Movía los labios. Se sentía completo. Se sentía fortificado. Había olvidado limpiamente todos los malestares y sinsabores de la velada, y cuánto le aburría estar sentado a la mesa mientras los demás comían y bebían interminablemente, y lo de estar tan arisco con su esposa, y tan picajoso y quisquilloso cuando hablaban de sus libros como si no fueran nada. Pero ahora, creía, le importaba poco quién llegaba a la Z (si es que el pensamiento se organizaba como un abecedario de la A la Z). Alguien llegaría, si no era él, sería otro. La fuerza y cordura de este hombre, su amor por las cosas sencillas y directas, por los pescadores, por la anciana loca en casa de Mucklebackit, esto era lo que le hacía sentirse tan vigoroso, tan aliviado, que se sentía excitado y triunfante, no podía contener las lágrimas. Levantó el libro un poco, para ocultar la cara, y las dejó caer, mientras sacudía la cabeza, y se olvidó de sí mismo por completo (pero no olvidó una o dos reflexiones acerca de la moralidad en las novelas francesas e inglesas, y el hecho de que Scott estuviese maniatado, y que su retrato fuese tan bueno como los de los otros), olvidó sus fastidios y fracasos por completo al ver que el pobre Steenie se había ahogado, y la pena de Mucklebackit (lo mejor de Scott), y el asombroso placer y la vigorosa sensación que le ofrecía.
Bien, que lo mejoren, pensó al concluir el capítulo. Se sentía como si hubiera estado discutiendo con alguien, y como si hubiera ganado. Esto, dijeran lo que dijeran, no podía mejorarse; se sintió más seguro respecto de sí mismo. Los amantes eran un puro sin sentido, pensó, ordenando todo de nuevo en su memoria. Los amantes, un sinsentido; esto otro, de primera; pensaba, colocando unas cosas junto a otras. Pero debía volver a leerlo. No podía ver los contornos del conjunto. Tenía que aplazar su juicio. Regresó a la otra idea: si a los jóvenes no les interesaba esto, era natural que tampoco él les interesara. No debía quejarse, pensaba Mr. Ramsay, intentando sofocar el deseo de quejarse a su esposa de que los jóvenes no le hacían caso. Pero lo había decidido, no volvería a molestarla. Miró cómo leía. Parecía muy tranquila, leía. Le gustaba pensar que todos se habían ido, y que ella y él estaban solos. No todo en la vida consistía en irse a la cama con una mujer, pensó, regresando a Scott y Balzac, a la novela inglesa y la novela francesa.
Mrs. Ramsay levantó la cabeza como la levantan quienes tienen el sueño ligero, parecía querer decir que si él quería que se despertara, podría despertarse, de verdad, pero si no, ¿podía seguir durmiendo un poquito más?, ¿sólo un poquito más? Iba ascendiendo por las ramas, de un lado a otro; cogía una flor; luego, otra.
Ni alabé de la rosa el bermellón intenso
Leía, y al leer ascendía, hasta arriba, hasta lo más alto. ¡Qué satisfactorio! ¡Qué descanso! Todo lo fragmentario del día lo atraía este imán; sentía su mente aseada, la sentía limpia. Ahí estaba, con su forma repentina entre sus manos, hermoso y razonable, claro y completo, la esencia extraída de la vida, mostrada aquí en su integridad: el soneto.
Al faro
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