“Canción para muertos”, prólogo a La cárcel del fin del mundo, de Juan Diego Incardona
En este fragmento del Prólogo del último libro de relatos de Juan Diego Incardona se refiere explícitamente al proceso de escritura del texto literario, y hace una interesante analogía con el Frankenstein de Mary Shelley. La escritura como experimento y la literatura como cuerpo monstruoso.
¡Maldito creador! ¿Por qué me hiciste vivir?
¿Por qué no perdí en aquel momento la llama de la
existencia
que tan imprudentemente encendiste?
Mary Shelley, Frankenstein o el Moderno Prometeo
Noche
a noche busqué ediciones que pasaran desapercibidas y las llevé conmigo a la
casa que poseo en la periferia, secretamente, a través de callejones
solitarios, a paso lento, escondiéndome tras los árboles y las columnas, hasta
juntar un número considerable. Algunas contaban historias; otras reflexionaban;
aquellas, científicas, trataban de confirmar hipótesis a través de métodos
aceptables; estas, desvaríos de la imaginación, incentivaban la mentira en sus
formas más atroces.
Me
tomé la libertad de reunir todos los cuerpos en la gran sala de mis
invenciones; allí extraje de cada uno la página más conveniente según el caso:
una oración sobre la luna, un diálogo en el parque, un relato antiguo, otro
infantil, teorías acerca de la conducta humana, cálculos matemáticos, teoremas,
una alegoría del infierno, una metáfora del cielo, la descripción de un paisaje
otoñal, deducciones, inducciones… Después, una vez que los fragmentados textos
quedaron parcialmente unidos en uno nuevo, en el fragmentario bosquejo de mi
creación posterior, que sería la verdadera, la maravillosa criatura, la nueva
palabra, ejecuté el siguiente paso: borré prolijamente todo el bosquejo hasta
dejarlo blanco, sin manchas anteriores, confinando las letras pasadas a la zona
invisible de lo que ya no está, pero que por haber estado, perdura. No está,
pero se mantiene allí. Esas palabras, extraídas de la diversidad de una
biblioteca heterogénea, fueron el alma del libro y de mi plan; el conocimiento
que, aunque vedado de las imágenes de la conciencia, cumplió la función de
ejercer una memoria original, una suerte de instinto necesario para la existencia
del nuevo Adán que estaba por crear.
Ultimé
detalles: cosí las hojas al lomo, fileteé las páginas, corté los bordes
sobrantes de la tapa, hasta que el libro estuvo listo para ser escrito.
¿Pero
cómo debería escribirse= ¿Acaso tendría que recurrir, como cualquiera de esos
escritores que pululaban en la época, a una lapicera vulgar, a un teclado,
a la tinta común y corriente? ¡Dios me libre y me guarde! Yo, nuevo Prometeo,
que acababa de lograr un cuerpo nunca visto y un instinto fuera de toda experiencia,
no debía ni podía cometer semejante sacrilegio. Sería echar tierra sobre mis
propios ojos. Esta obra tenía que ser escrita de otra manera: pluma y tinta
capaz de engendrar verdaderos símbolos; nada que figure en la larga lista de
infamias a las que nos tienen acostumbrados y que osan llamar literatura.
¡Pero por favor!
¿Cómo
debería escribirse?
Pensaba
y caminaba dentro de la casa, iba y venia por los corredores y las salas, subía
y bajaba escaleras, asomándome de vez en cuando por las ventanas, buscando la
manera exacta de completar mi obra. ¡Mi querida obra! Tenía que verla.
¡Ah!
¡Mi arte! Allí estaba, esperando ser escrito, recostado y aún inerte sobre la
mesa principal de mis experimentos. Mis ojos brillaban de orgullo: una materia
perfecta por donde se la mire, producto toda ella de una combinación magistral
capaz de lograr lo nuevo a través de la mezcla de elementos preexistentes y
antagónicos, receta que solamente a mí estaba destinada, un premio a la
iluminación y la curiosidad sin límites, al esfuerzo y la perseverancia, a la
valentía que ha desafiado las leyes de la tradición en pos de una nueva, de una
tradición inédita y original que ahora sería fundada en este Adán amasado con
el barro de los muertos y moldeado con técnica impecable a través de mis manos.
Pero
aún faltaba completarse. ¿Cómo? ¿Cómo debería escribirse?
¿Cómo
debería…
Miraba
el techo, pensando.
¿Cómo…
Las
ideas siempre llegan de repente, sobre todo las grandes ideas, que suelen ser
producto de la casualidad, de un accidente o simplemente de una revelación
espontánea. Mi caso fue este último. De golpe estaba gritando de alegría. ¡Ah!
Mi excitación no tenía límites. ¡Por fin! Saltaba y corría de una pared hasta
la otra. ¡El libro por fin había encontrado su destino de grandeza!
Hice
los preparativos necesarios para la escritura y esperé la tormenta.
Juan Diego Incardona
Interzona, 2019.
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