Las tetas de Fatone (o el verdadero filósofo de la familia)


Ana María Shua, con un título que homenajea las Vidas paralelas de Plutarco, escribió sus Vidas perpendiculares, biografías de hombres y mujeres que, como su nombre lo indica, sobresalieron en la historia, perpendiculares a la rutinaria horizontalidad. Mario Méndez nos alcanza hoy, en este mes que el Programa Bibliotecas para Armar dedica a la filosofía, una vida que fue paralela pero de ninguna manera perpendicular: una vida pequeña, prácticamente olvidada, casi cómica: la del contemplativo Álvar Luis Fatone, primo ¿también filósofo? de uno de los más importantes filósofos argentinos. El autor piensa que, tal vez, si hubieran más semblanzas como esta, se podrían reunir en un volumen llamado Vidas a la sombra, por no llamarlas directamente sombrías.




Por Mario Méndez


En 1929 Vicente Fatone fue designado profesor de Lógica y de Gnoseología y Metafísica de la Universidad Nacional del Litoral. El filósofo, que llegaría a ser uno de los más reconocidos especialistas en Filosofía de las religiones de habla hispana, tenía en ese entonces apenas 26 años y era, además de joven promesa académica, el mayor de los primos Fatone, en quien descansaban –con razón– todas las ilusiones de la familia de inmigrantes italianos.
El menor de los primos Fatone, hijo primogénito del tío Gualberto era, en cambio, lo que comúnmente se llama la oveja negra de la familia. Tenía, cuando el serio primo Vicente comenzaba a dar clases en los claustros, 16 adolescentes años, y ya había repetido el segundo año del Bachillerato tres veces consecutivas. Se llamaba Álvar Luis Fatone, y su padre, que a duras penas lo soportaba, creía que su único vástago estaba condenado al más rotundo de los fracasos. Álvar Luis, por el contrario, estaba convencido de que papá Gualberto se equivocaba: él sería el verdadero filósofo de la familia.
Ya desde la más temprana pubertad, Álvar Luis se entregó, con método y tenacidad, a la contemplación filosófica. Contemplaba, cosa que a su padre solía exasperar, más que nada, el techo de su habitación, para lo que solía apostarse, estratégicamente, sobre la cama del cuarto que no debía compartir con nadie porque, para lamento de su madre, no tenía hermanos. Con la cabeza en la almohada y las manos detrás de la nuca, Álvar Luis contemplaba, siempre contemplaba. Filosofaba.
El más joven de los primos Fatone nunca escribió nada: no lo había hecho Sócrates, no tenía por qué hacerlo él, se decía en esos momentos de contemplación, entre sueñito y sueñito. Así estuvo, hasta la muerte del padre, atacado de una úlcera fulminante que las malas lenguas atribuyeron a la conducta filosófica del único hijo, durante unos siete años. Tenía ya 23 cuando tuvo que erigirse en sostén de familia. Y no se le ocurrió mejor cosa, desde luego, que hacerlo a través de la filosofía. 
Vicente, el primo mayor, acababa de regresar de Calcuta, ciudad que había visitado con una beca otorgada para el estudio de la antigua filosofía india. Álvar Luis, luego del entierro de su padre, condescendió a dejar el lecho donde filosofaba sin pausa para visitarlo en la universidad. Se encontró con Vicente y le contó su proyecto de investigación contemplativa. El serio filósofo de las religiones no podía creer los argumentos del primo menor. Dudaba, según consta en sus memorias, entre tres posibilidades: que Álvar Luis estuviera loco, que fuera tonto o que, lo más probable, fuese simplemente un vago redomado. Estuvo tentado de sacarlo a patadas de su despacho, pero finalmente se apiadó de la tía viuda y consiguió para su primo un puesto en la misma facultad, en los archivos, donde Álvar Luis podía dedicarse, a cambio de mal llenar cada tanto algún formulario, a continuar con su contemplación y recibir un sueldo con el que sostener a su madre.
El 11 de diciembre de 1962 falleció Vicente Fatone: dejaba tras de sí cinco celebrados volúmenes filosóficos y la muy bien ganada reputación de ser uno de los intelectuales más importantes de la Argentina. Dejaba atrás, también, al primo menor firme en su puesto: el verdadero filósofo de la familia, como gustaba de llamarse, permaneció allí, contemplativo, hasta la jubilación.
Álvar Luis siguió el camino de su primo mayor treinta años más tarde: murió pocos días antes de llegar a los 80, el 24 de diciembre de 1992. Algunos miembros de la familia murmuraron, en el poco concurrido, inoportuno velorio, que Álvar Luis, el primo menor, había vivido toda la vida colgado de las tetas de Vicente. A Álvar Luis no le hubiera importado. Cómodamente depositado en su ataúd, con los ojos semiabiertos enfocando al techo, el filósofo parecía contemplar.

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