Los demonios felices de José María Arguedas

En el cincuentenario del suicidio del gran José María Arguedas, Liria Evangelista lo recuerda en esta nota en la que se refiere a su última novela (de publicación póstuma) y al particular trabajo con el quechua y el castellano que caracteriza a su lengua literaria.



Por Liria Evangelista

Hace 50 años, el 2 de diciembre de 1969, se suicidaba en Lima José María Arguedas. El escritor, antropólogo, etnólogo, que un año antes, en su discurso de aceptación del premio “Inca Garcilaso de la Vega” había dicho: Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua. El “demonio feliz” dejó una obra narrativa y poética en la que hizo estallar la tradición indigenista --- el indio como un objeto de representación de la literatura—para fundar una literatura en la que la estructura de cuentos, poemas y novelas, la cosmovisión social y cultural de los personajes y la lengua anudarían “el español y el quechua” en un complejo –y desgarrador--proyecto de dimensiones existenciales.

Se podrían enumerar largamente las estaciones creativas de este proyecto que comienza en 1935 con la publicación de Agua, su primer libro, y concluye póstumamente con la aparición de El zorro de arriba y el zorro de abajo en 1971. Indagación de las posibilidades y los límites de los complejos y dolorosos vínculos entre la cultura rural andina y la modernización urbana, este último libro, de lectura perturbadora, es a la vez novela y diario de un suicida que registra –quizás ya como “demonio doliente” -- los incómodos avatares de su propia escritura. Arguedas fue un hombre que habitó en la cesura de sus identidades, en los bordes de la academia pero en el corazón de su escritura, que hizo cuerpo, carne y letra la pregunta por la posibilidad de que, como dijo una vez el cerco podía y debía ser destruido (…) y el camino no tenía por qué ser únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea: que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino formalmente, y tome la de los vencedores.

A pocos días del golpe de estado en Bolivia, que visibilizó no sólo a brutalidad de las clases dominantes locales y la estrategia geopolítica del imperio norteamericano sino aquello que Álvaro García Linera llama “odio al indio”, parece que las preguntas que surgen de la obra –y por qué no, de la vida y de la muerte—de José María Arguedas pueden ser evocadas nuevamente. La profundidad y antigüedad del racismo contra el indio y, parece, su carácter abyecto, constitutivo a la identidad de vastos sectores sociales en América Latina aparece como el límite (¿suicida?) a los procesos que quisieron pensar y actuar política y culturalmente, en nuestra modernidad, por fuera de la imperial demanda de aculturación.

Ni soporto vivir sin pelear, sin hacer algo para dar a los otros lo que uno aprendió a hacer y hacer algo para debilitar a los perversos egoístas que han convertido a millones de cristianos en condicionados bueyes de trabajo, escribió José María Arguedas poco antes de matarse. Quizás en este aniversario de su muerte –de su suicidio, porque de todas las muertes posibles fue esa, la que se elige—y en el contexto incandescente de este presente regional, valga la pena preguntarnos como renovados lectores de su obra, como sudamericanos que nos debatimos entre la esperanza, el temor y la necesidad de una reflexión alerta, sobre las condiciones de posibilidad de un futuro en el que todos podamos –porque es nuestro derecho—vivir como demonios felices entre todas las lenguas, todas las sangres, todos los ríos profundos que hacen nuestra historia.

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