91 años del nacimiento de Haroldo Conti

El martes se cumplieron 91 años del nacimiento de Haroldo Conti, en Chacabuco. Lo recordamos con testimonios de tres escritores que lo conocieron y que hablan de él y de su obra: Humberto Costantini, Daniel Moyano y Mario Benedetti.



Entrevista a Humberto Costantini (fragmento-Publicada en Romano Eduardo (compilador)-Haroldo Conti, alias Mascaró, alias la vida, Colihue 2008)


“–En muchas partes de su obra Conti habla de Buenos Aires con cierta tristeza e ironía...

“Oreste salta del colectivo en Paseo Colón y Venezuela porque el desgraciado para una cuadra más allá y trepa por Venezuela con la cabeza gacha sin ver otra cosa que el pedazo de cemento y luego el pedazo sucesivo de vereda que se mete bajo sus zapatos y siempre sin mirarse hace a un lado después de la esquina para evitar el hoyo que abrieron hace dos años (el borde del hoyo pasa efectivamente a su lado) y luego la vidriera con productos abrasivos, que salta en su cabeza como una diapositiva, siente el hueco de la puerta que sigue inmediatamente, y ahora viene la otra vidriera, válvulas y robinetes –otra diapositiva– y recién entonces levanta la cabeza y sin cambiar el paso entra en su casa, mejor dicho, en el edificio con paredes grises hasta el cielo que de alguna manera es su casa”. (De En vida).

  “Hacía un par de días que el cielo estaba cubierto y de vez en cuando lloviznaba. Sobre el río se podían apreciar los distintos tonos de grises, en cambio entre los edificios, sobre la ciudad, el gris del cielo o lo que fuera podía pasar muy bien por otra pared. Después de mirar un rato hacia el horizonte a uno le brotaba de adentro una especie de congoja, no algo triste exactamente sino un deseo incierto, como debiera hacer otra cosa o estar en otra parte o echar a andar sin volver la cabeza”. (De Alrededor de la jaula).


–Sí, sí... pero el caso es que todos somos tipos que añoramos bucólicamente, “virgílicamente” el campo o un pueblo y terminamos radicándonos en Buenos Aires. Conti utiliza ese sentimiento como un recurso literario, al margen de que sea muy genuino en él. Creo que debiera estudiarse y leerse más su obra aquí. Fíjese que se han traducido a muchos idiomas, pero tal vez aquí no se la conoce con la amplitud y la intensidad que merece. Creo que lo sutil del mensaje de Haroldo Conti es de humanidad, de poesía, de libertad interior. A mi juicio no se ha subrayado todo esto suficientemente. Creo que su obra irá creciendo con los años, incluso a medida que se dejen algunos prejuicios de lado respecto de su actividad gremial o política.


–Sin duda su obra literaria va a trascender más que su militancia, aunque este es un dato que no puede dejar de considerarse. 


–Pero por supuesto, su propia muerte tiene que ver con ello. Ocurre que uno se pregunta por qué un escritor que exalta la dignidad humana, cuya obra en apariencia tiene poco que ver con la política, de pronto es focalizado por la dictadura militar hasta costarle la vida. Uno entonces piensa que toda esa limpieza entera, sin dobleces, sin astucia –reflejo de su obra y de su vida–, no era tolerada por el régimen y fue atacada por la necrofilia de los militares, como dijo Sandler en uno de los últimos homenajes que le hicieron a Conti en México, con David Viñas, Jorge Boccanera, Pedro Orgambide y otros amigos.


–¿Recuerda si hizo poesía alguna vez? Hay un testimonio narrado por él mismo sobre su época de seminarista donde explica que en sus comienzos hizo poesía, un poco graciosamente. Escuche esto: “Recuerdo un poema –dice Conti– que tuvo gran éxito en mi pueblo porque había una seca espantosa. Mi padre me había escrito diciéndome que allí en Chacabuco había una gran sequía. Y yo escribo entonces un poema religioso, un soneto, que terminaba con este verso horrendo, dirigiéndome a Cristo: ‘Por tu cruz, por la lanzada, ¡danos la lluvia deseada!’. Poco después mi viejo me contestó entusiasmado diciéndome que el poema había tenido un gran éxito por la mera razón de que se publicó y al día siguiente llovió”.


–Conti recordaba con simpatía su época en el Seminario, pero creo que no escribía poesía, y digo esto porque me viene a la memoria que una vez se leyeron unos monólogos de teatro y poemas míos y él había ido a escuchar. Luego charlamos sobre el tema, y Conti veía a la poesía con mucha distancia, la respetaba mucho. Lo que pasa es que era un poeta sin escribir poesía. Él me alentaba en mi trabajo. Recuerdo que, cuando yo escribía De dioses, hombrecitos y policías, realmente yo mismo desconfiaba de lo que estaba haciendo, de escribir de ese modo en medio de la represión, es decir, de hacer algo que no tenía mucho que ver con todo lo que nos estaba pasando, y él sin embargo me alentó, me dijo: “Lo importante es que vos estés caliente con lo que estás haciendo, y esa calentura se transmite a lo que vos escribís”, y fue tal cual. Se tomaba las cosas muy en serio, hasta las más simples. Volcaba en todo mucho afecto. 

Recuerdo por ejemplo que tenía muchos objetos en su casa. Él no era exactamente un coleccionista de cosas extrañas. Lo que sucedía era que llevaba una vida tan rica, tan atorrante, tan multiforme, que sin querer iba juntando objetos raros: un mascarón de proa, una cornamusa, viejos faroles marinos, sogas, poleas, extraños mapas, una aleta de tiburón, hasta una bañadera para baños de asiento... aunque él no tuviera la intención de ir juntándolos, sino al revés: las cosas se le iban acumulando como consecuencia de su vida variada, viajera. Todo eso se refleja en sus libros.


 –¿Usted prefiere alguno en especial? 


–A mí me gusta toda su obra. Pero creo que en Sudeste, La balada del álamo carolina y sus primeros relatos es donde hay una observación más tranquila, minuciosa de la realidad, y es lo que prefiero porque me habla más del humanismo, de lo poético de Conti: 

El tiempo se había adelantado aquel año. La verdad que agosto estaba apenas maduro y ya habían florecido los sauces de la costa. Un día el aire amaneció ligeramente verde. Era una niebla muy tenue que se mantuvo inmóvil entre las ramas de los árboles. Los cinco días grises que siguieron después no pudieron disimular ese alboroto de color que estallaba silenciosamente cada mañana y al quinto día exactamente, en una pausa de la lluvia, oímos a lo lejos el dulce silbido del zorzal. La primavera estaba ahí”.  (De “Todos los veranos”).

–Creo que su obra tuvo ciclos. El ciclo del río, con Sudeste y el cuento “Todos los veranos”; el de la tierra, con Mascaró, y un tercero que hubiera sido el del mar. Él esperaba concretar eso, pero se le cruzó la muerte en el camino.”



Nota de Daniel Moyano (fragmento- Publicada en Casa de las Américas, nº 121., La Habana, julio-agosto 1980, pp. 50-54.


“En su bellísimo cuento “Mi madre andaba en la luz”, Haroldo Conti intenta una reconstrucción a partir de una ausencia prolongada que no se resuelve a ser pérdida definitiva. El narrador, desde una especie de exilio opresivo en Buenos Aires, al servicio de una máquina en una fábrica de papel, trata de reconstruir una infancia feliz que le devuelva, aunque sea en atisbos de recuerdos, una vida mejor. El núcleo de la evocación es la madre, una madre que siempre se encuentra lejos de los sucesos aprehendidos, una figura que simplemente “andaba en la luz”. Luz pueblerina, provincial, vida a rescatar. El personaje, más que tal, es una ausencia en el relato. A ratos parece que ha muerto, a ratos que simplemente se ha ido, que aparecerá en cualquier momento. Aunque para Conti ambas situaciones no se diferencian: “entonces el Pedro preguntó por alguien que se había ido o, lo que es lo mismo, se había muerto”. Lo que Conti cuestiona en ese cuento es la ausencia misma.

Que es lo que ahora nos pasa a nosotros con él. No sabemos si se ha ido o está muerto. Intentaré aquí reconstruir algunos momentos de Conti, a partir de una ausencia prolongada que ya se va pareciendo a los desdibujos y entreluces de la muerte. Y lo voy a hacer cambiando inmediatamente de tono porque el asunto parece que se emperra en ser solemne.

Creo que la cosa empieza en Buenos Aires, en 1965. No sé qué premios literarios nos habían dado. El salón municipal estaba lleno de señoras gordas y discursos. Los discursos decían que a pesar de ser escritores del interior del país habíamos logrado decir algo. Las señoras gordas nos miraban como a indios recién alfabetizados. No había una mina como la gente. Ya nos habían entregado los diplomas y los cheques y no veíamos la hora de largarnos. Yo tenía que volver a La Rioja al día siguiente. Vos estabas preparando una salida al mar, te había dado fuerte el asunto de la navegación. Las señoras parecían dispuestas a escuchar discursos toda la noche. Los discursos que decían que a pesar de todo,  estas nuevas voces se oían. Lo que no decían era que renunciábamos a la tradición impuesta, a Borges, a la literatura ad usum, y que nos negábamos a ser folclor en tecnicolor; que para nosotros el interior no era paisaje con bichitos y leyendas, sino el nombre concreto de todos los días. Al mismo tiempo, sin conocernos, andaban en lo mismo otros escritores del interior, Antonio Di Benedetto, Juan José Hernández, el turco Saer, Juan Carlos Martini, Héctor Tizón y tantos otros, hartos de panfleto o metafísica, de Boedo y Florida, del mito Buenos Aires y las alucinaciones europeas. Pero míralos vos –decía una señora gorda y fea– al flaco y al riojanito. ¿Qué van a hacer con tanta plata? La respuesta era fácil: pagar los préstamos que nos hizo el Fondo de las Artes para editar nuestro primer libro, ya que nuestro editor, un tal Camarda, se alzó con los préstamos y nos dejó en banda. Finalmente, en mitad de un discurso y sin previo acuerdo, salimos a la calle.”

(…) 

“Haroldo llega a La Rioja integrando una delegación de escritores que publicaban en el Centro Editor de América Latina: Alberto Vanasco, Bernardo Verbitzky, entre otros. Andan difundiendo literatura por el interior. Más libros para más, dice el eslogan. Haroldo se instala en mi casa y todavía no ha acabado de abrir las valijas cuando está preguntando adónde se pueden conseguir faroles antiguos. Empiezan a llegar amigos con faroles viejos. Son todos para Haroldo. Mi hijo, que tiene algo así como ocho años, le pregunta por qué en vez de Haroldo no se llama Faroldo. Tenemos largas charlas en el patio, bajo la parra. Hay vino en damajuana. Haroldo toma leche, acaba de inventarse una úlcera.” 

(…)

Otra vez fue cuando volvías de Cuba y pasaste por La Rioja. Habías escrito Mascaró y tenías un nuevo amor, Marta, que te acompañaba. Comíamos milanesas con ensalada de tomates, en la cocina de casa, que dejaba entrar una tremenda luz por sus dos ventanas. Tenías cuarenta y pico y hablabas como un adolescente. Sabías un montón de cosas que nunca te había oído antes. Podías explicar a Facundo Quiroga mejor que yo, me asustaba tu lucidez. Qué hubieran dicho las señoras menopáusicas de aquel lejano salón de Buenos Aires. Pero miralo vos al flaco, quién te ha visto y quién te ve. Ibas de paso. Apenas pudimos hablar, y como siempre de cualquier cosa menos de literatura. “



Entrevista a Mario Benedetti (fragmento-Publicada en Romano Eduardo (compilador)-Haroldo Conti, alias Mascaró, alias la vida, Colihue 2008


“En la novela Mascaró, el cazador americano, el último libro de Haroldo, se mencionan muchos lugares del Uruguay, su país. 


–No es Uruguay estrictamente; la novela no se desarrolla solo allí sino que aparecen lugares y personajes que la memoria o vivencias de Conti han traído de algún lugar o país, en particular para asimilarlas al gran fresco de la novela latinoamericana. Mascaró…, en su más honda verdad, es una metáfora de la liberación, no una novela de un país en particular. Una metáfora de la liberación, pero de una liberación expresada sin retórica, narrada con pasión, atravesada de humor. Conti parece decirnos que en América Latina la faena liberadora no tiene por qué enquistarse en la grandilocuencia de discursos y sermones. La parábola de Mascaró… campea un gusto por la vida y una espléndida gana de reír como si quisiera indicarnos que las instancias liberadoras no son palabras ni posturas resecas sino actitudes naturales, sensibles, creadoras.


–Hablemos de Mascaró... 


Mascaró… podría calificarse, sin exageración, una novela de aventuras. Lo que no descarto es que algún entusiasta lector de Conti considere que encasillar la novela en ese rubro signifique subestimar su nivel. Pero, ¿acaso no son en esencia novelas de aventuras, obras tan magnas como Don Quijote, Cien años de soledad, El tambor de hojalata? Creo que conviene aclarar que Mascaró… no es solo eso. Hasta me atrevería a decir que la aventura es un pretexto alegórico para expresar allí otras preocupaciones, convicciones y esperanzas. Claro que ciertas creencias se afirman simultáneamente en escritor y lector. Ello se debe, en gran parte, a que el pretexto ha sido construido con un rigor ejemplar en lo narrativo y una vocación de entretenimiento que pocas veces se encuentra en la novela latinoamericana.

Uno es historia. ¿Qué hay para adelante? Caminos... Por ese tiempo ya hacía la carrera a Arenales en el Fierabrás, grandeza de barco. ¿Dónde está ahora? No era para olvidar, ni era para morir. Lo comandaba aquel galés cimarrón, don Einion Jones, que había nacido capitán. Sucedió también, tan fuerte que era, majestuoso. Los dos sucedieron. Ella ya sucedía entretanto. Todo sucede. La vida es un barco más o menos bonito. ¿De qué sirve sujetarlo? Va y va. ¿Por qué digo esto? Porque lo mejor de la vida se gasta en seguridades. En puertos, abrigos y fuertes amarras. Es un puro suceso. Eso digo ¿eh, señor Mascaró? Por lo tanto conviene pasarla en celebraciones, livianito. Todo es una celebración. AIzó la jarra y bebió.” (De Mascaró, el cazador americano)


–Hay un carácter festivo pronunciado... 


–Para recurrir a una obra artística en cierto modo afín a Mascaró, quizás habría que mencionar no una obra literaria sino una película: La strada, de Federico Fellini. Y no solo por la presencia del circo ambulante sino sobre todo por la dignificación de los sentimientos populares, aun aquellos que a veces lindan con la cursilería, presente en ambas obras. Los personajes de Mascaró a veces parecen fantásticos, pero eso no significa que sean inverosímiles. Tan solo, tal vez, modestamente libres, padecen mucho menos inhibiciones que los personajes de la realidad. Uno tiene la impresión que el Príncipe Patagón, que Oreste, que el enano Perinola, Carpoforo, que el enigmático Mascaró, que la monumental señora Sonia, hasta el desvencijado león Budinetto, de alguna manera han encontrado la clave para vivir plenamente su mejor realidad posible, desprendiéndola de los muchos simulacros y variadas tentaciones que pretenden desvirtuarlas. Tal vez no sea Mascaró… una novela con mensaje explícito; incluye, en cambio, una nutrida trama de mensajes secretos, clandestinos, que no tienen por qué ser los mismos para cada lector. Uno de esos mensajes cifrados, que por lo menos a mí como lector me transmitió, expresa que para cada ser humano hay una libertad abstracta que suele figurar en la oratoria de los serviles, los hipócritas, los opresores y los verdugos. Los personajes de Conti conocen los límites particulares pero también saben aprovecharlos al máximo. Y saben además de qué modo encuadrarse en un concepto de libertad mayor, para que cada libertad individual no entre en colisión con las del resto. Con su humor, con su desmesura, con su alegría de vivir, con su propuesta de riesgo, el Gran Circo del Arca, y por extensión el libro entero, siembra una libertad de cambio profunda y sacudidora. Al final el Circo se deshace o mejor dicho se compone y se recompone en sus múltiples rostros cotidianos, pero la voluntad de cambio permanece y termina y en la última página, cuando Oreste da simbólicamente por terminada la función, es probable que otra función empiece en el libre territorio del lector.”

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