La presencia de Homero Manzi en un cuento de Adela Basch

En la dedicatoria del cuento “Dejame ser la Negra María”, se lee: “Al inmortal Homero Manzi”. Esto nos abrió la puerta para conversar con su autora, la muy querida Adela Basch. Aquí el eco del encuentro, en el que hablamos un buen rato sobre el tema que nos ocupa este mes en Libro de arena: la figura de Homero Manzi, el tango y la poesía.




Por Diana Tarnofky


Le cuento a Dolly que siempre quise ser negra, tal vez porque mi abuela materna, mi madre, mi hermana, son morenas. O tal vez, porque mi papá amaba a las cantantes negras de jazz. También soñaba con ser pelirroja, ese color “atomatado” del cabello de Ingrid (la protagonista del cuento sobre el que charlamos);   el deseo de ese fuego o sol de atardecer flotando sobre mi cabeza. 

 Dolly: Nunca se me ocurrió ser diferente de como soy. Pero sí decía: ¿Por qué ellos pueden bailar así, y yo soy tan desastrosa para moverme? Ellos tienen esa gracia, y esa música que parece que la llevan en la sangre y pueden bailar como si fuera lo más natural del mundo, ¿por qué son tan divertidos?…en algún punto me hubiera gustado ser así también. El personaje de Ingrid es más exagerado de lo que yo soy, siempre tuve una admiración por los negros, y la manera que tienen de relacionarse con el baile, la música, el canto. A pesar de todas las tragedias que han pasado y lo difícil que ha sido la vida y para muchos sigue siendo, admiro la alegría que pueden tener. Eso es algo que siempre me tocó, pienso que de ahí puede salir todo esto.

Diana: ¿Te disfrazaban de pequeña? ¿Cómo eran los carnavales?

Dolly: En mi infancia, el carnaval nos agarraba en Mar del Plata, estábamos de vacaciones allí. Todos mis primos también. Me acuerdo que había un hotel, el hotel Nogaró, que hacía baile de carnaval para chicos, los días de carnaval, a la tarde. Y nuestras madres, nos disfrazaban y nos llevaban. Nosotros bailábamos y bailábamos y yo me divertía muchísimo. Había un momento que para mí era sublime en el que bailábamos “la Raspa” -no sé si alguien más la llama así a esa música que era como una marcha- con mis primos la llamábamos así. Bailábamos toda la música, te hablo de los años ‘50. Me acuerdo de algunos disfraces míos y de mis hermanos. Dos hermanos mayores y uno menor. Yo jugaba con él y con mis primos que éramos todos de la misma edad. A mi hermano lo disfrazaban de cowboy o de Tarzán. A mí me disfrazaron alguna vez de gitana, de princesa, de hada. Me acuerdo, que una vez a mi hermano le pintaron con corcho quemado la barba y los bigotes y ¡a mí me daban ganas también de pintarme con corcho quemado la cara! ¿Por qué a mí no me pintan? preguntaba. Era lindo ese tiempo de disfraces, elegir qué nos poníamos, qué nos sacábamos… En la adolescencia se cortó un poco, pero alguna vez me invitaron a un baile de disfraces y de grande también. Siempre me encantó disfrazarme, hasta el día de hoy. La última vez fue cuando tomaba clases de clown, había un baúl enorme y cada uno llevaba cosas para disfrazarnos, yo feliz de la vida.

Diana: Una invitación a jugar siempre, a ser “otra” . Con la escritura también eso es posible, una puede ser muchas…

Dolly: Tenemos muchos recursos, con la narración también… ¡obviamente con el teatro! Escribir teatro, cuentos, también posibilita ser “otra” . En ese cuento yo me convertí en Ingrid. A mí, me gusta el tango, el tango siempre me gustó (como me pueden gustar otras cosas, no es lo único que me gusta). Disfruto el tango. Me hubiera gustado bailar tango, pero soy una pata dura. Me gusta la música del tango, el tango cantado… Muchas letras de tango me parecen poesía excelsa. Las letras de Homero Manzi son poesía de la mejor. Este tango yo lo escuché muchas veces, es un tango candombe, una canción candombe. La música, la letra tienen algo que a mí me hace vibrar mucho. 

En el 2007  cuando se cumplían cien años del nacimiento de Homero Manzi, la Secretaría de Cultura de la Nación convocó a varios escritores y escritoras para escribir cuentos a partir de  letras escritas por Manzi. A mí enseguida me vino este tema de la Negra María. La letra tiene que ver con la Negra María que se muere estando en Carnaval. Se muere literalmente. Era el mejor momento de la vida para ella, esperaba todos los años que llegara el carnaval, pero una vez, se muere. No lo tomé literalmente, tomé al personaje que quería ser la Negra María, renacía en cada carnaval porque podía bailar, pintarse de negro y ser como quería y moría cuando terminaba el carnaval y volvía a renacer, como pasa con el Carnaval mismo. Como pasa quizás con nosotros mismos.

Diana: Pensaba en eso que decís, en la canción de la Negra María “abre los ojos en carnaval...cierra los ojos en carnaval” y se muere, en ese carnaval que une esa corta vida. En el cuento  la niña protagonista  pueda decirse: “…morite por unos días por favor. Dejame ser por un rato María, la Negra María. Dejame volver a nacer y a morir en cada Carnaval”. Como si dijera, déjame ser esta otra que quiero ser, y luego vuelvo a ser esta que soy.

Dolly: Sí, me quiero transformar, transmutarme, una metamorfosis…

Diana: Quisiera hacer un enlace, con otro cuento de tu autoría : “El planeta de los aljenfios” (cuento que me encanta), del libro Saber de las galaxias y otros cuentos. Lo relaciono con  lo que vos comentabas acerca de estar contenta con quién sos. Si bien te gusta jugar, transformarte, y te disfrazas, te gusta el teatro, la poesía, escribir teatro y cuentos, que de ese modo quizá sea una manera de vivir muchas vidas, de transformarte… Me venía ese cuento donde todos se van transformando según cómo se los imaginan les demás, hasta que envían a uno a explorar y resuelven que lo mejor es ser como cada cual se imagina a sí mismo. También lo relacioné con otro cuento” tuyo, “Una mujer alada”,  esa historia que plantea la posibilidad del desvío. Los asocio a estos tres cuentos, en esta situación de escapar del destino que de alguna manera parecería estar dado de un modo inequívoco, único. Como en la historia que narra la canción de Homero Manzi, la Negra nace en Carnaval, ¿quién hubiera dicho que su destino sería tan corto? Se me juntaron estas historias, en relación a los desvíos, a darse la oportunidad, a pensar quién nos ofrece la oportunidad. ¿Está afuera? ¿Está adentro de una? Si la la ocasión  se ofrece  porque hay una canción,  una milonga, una fecha… Así se unieron en una ronda estas historias, que se entrelazan por los desvíos.

Dolly: El desvío como posibilidad de elegir lo que no está trazado de antemano. El desvío respecto de lo que estaba impuesto y era inercia o rutina. Elegir otra cosa. La propia voluntad. Interesante verlo así…

Y la conversación con Dolly tomó un desvío... Pero esa historia, se las compartiré en una próxima ocasión. 

¡Muchísimas gracias querida Adela!


Para terminar, les dejo el cuento y la canción: 




Dejame ser la Negra María

                                                                Al inmortal homero Manzi

 

En la vida hay toda clase de personas. 

Hay algunas que son comunes y corrientes. Hay quienes viven en la avenida Corrientes. Hay otras que siempre van contra la corriente. Ingrid siempre fue de esa clase. Yo la conocí mucho porque fuimos compañeros de clase. Y, aunque pasaron unos cuántos años, la recuerdo bien. Ella no parecía demasiado cuerda. Tal vez por eso de ir contra la corriente. Y por el entusiasmo con el que todos los días saltaba a la cuerda durante unos minutos medidos con un diminuto reloj a cuerda del que , salvo yo, ya nadie se acuerda.

Ingrid era de piel muy blanca. Como su madre. Como su padre. Como su hermano. Y como sus abuelos. En su familia, todos eran de piel blanca, blanquísima como una cala, y de cabellos rojos, como una sandía que se cala. Su familia no tenía nada de malo, y ella los quería a todos. Pero eran aburridos. No cantaban, ni bailaban, ni hacían música con lo que tuvieran a mano: un par de palitos chinos para comer comida japonesa, a veces un vaso, una cucharita comprada cerca de Chacarita, un peine finito que hacía penar los cabellos, una botella propia del batallar diario en el almacén, unas chinelas chilenas o unas sandalias con dalias bordadas en los bordes, un tarro para que se eche la leche en un tambo, un tambor de juguete y un par de palitos…

En cambio, los vecinos…¡ ellos sí que  bailaban y cantaban y hacían música todo el tiempo a más no poder con cualquier cosa que tuvieran a mano! Además, ellos tenían la piel oscura y la sonrisa blanca y el pelo con rizos y la boca con risas. Y andaban en bicicleta o en chancletas y no en un auto lujoso y blanco como la piel  de Ingrid y  de sus padres y su hermano y sus tíos y sus abuelos, un auto tapizado de rojo como todas las cabelleras de su familia, tanto      de las damas como de los caballeros.

Y si ella se llamaba Ingrid y su madre, Astrid, y su padre, Hans, y su hermano, Werner, en la vecina familia de piel oscura todas las mujeres se llamaban María: María del Carmen, María Cristina, María Victoria, María Marta, María Ester. Ésos eran nombres normales, de gente común que canta y baila y hace música todo el tiempo con lo que tenga a mano o a pie también. Porque la suela del zapato sobre el suelo produce un sonido como de tamboril cuando las plantas de los pies saben llevar el ritmo en sus hojas.

A Ingrid le hubiera gustado más llamarse María, que además se relacionaba con el verbo amar en forma incondicional. Si alguien decía “le voy a dar algo a María”, ya estaba sacándole el jugo al verbo amar y decir “amaría” hacía de la conjugación verbal un juego maravilloso.

Y sí: en vez de tener todos los átomos del cabello de color rojo atomatado le habría gustado más tenerlo negro azabachado. Y en vez de tenerlo tan lacio, tan liso, tan lineal, tan llovido, le habría gustado que fuera ondulado, ensortijado, enrulado, rizado, porque el cabello rizado le hacía pensar en risas, en rosas, en marineros rusos y también en rezos y razas mezcladas.

Su cabello atomatado, por momentos con matices arremolachados o azanahoriados, no era, definitivamente, negro azabache. Los mechones lacios no tenían la enrulada consistencia que ella deseaba con insistencia para su existencia y que suponía la hubieran hecho una persona menos tensa y capaz de vivir emociones más intensas.

Pero no todo estaba perdido.

Su piel, pálida, blanquecina, casi lechosa, no era morena ni bruna, ni parda ni oscura. Y bien sabía ella que para esto no había cura. Su cuerpo no estaba acostumbrado a ondularse al ritmo candombero de los tamboriles. Sus pasos tenían poca gracias, y gracias si podía seguir apenas el compás de la música. 

Sus antepasados lechosos y atomatados como ella nunca habían pisado una tierra donde el ritmo de los hombros y  de las caderas  formaba parte de lo que cada hombre y cada mujer eran. Ella no tenía ese don que sí tenía Doña María, y que había llegado a todas sus hijas como legado. Pero no todo estaba perdido.

Sus ojos claros, siempre resguardados por anteojos caros, no eran dos chispazos  de negrura encendida que podían hacer frente al sol por sí solos. Eran dos destellos apenas protegidos por unas pestañas débiles y acerezadas, a los que la luminosidad provocaba un ardor que año tras año  le hacía añorar haber nacido con otro color en la mirada, con un negror capaz de contrastar con la claridad de la mañana. Pero no todo estaba perdido.

Siempre había un mañana que no quedaría atrás y que convertiría el ayer en un trasto viejo, en una yerba usada que ya nadie volvería a cebar. Y había también un tiempo de ganancia, de ganas con ansias, un tiempo en que sus rojos cabellos podían cubrirse de otro colorido, como se cubre a un caballo con una manta para protegerlo del frío.

Su piel podría teñirse de una negredad que supiera moverse con el tañido de los tambores. Ella podía conseguir la más cara de las máscaras, pero prefería el corcho quemado, el carbón, la carbonilla, para pintarse como en una ceremonia ritual que transformaba su rostro sin dejar rastros. Sí, hasta podía cambiar el color de su piel y de su cara: llegaba el Carnaval.

Entonces, por unos pocos días Ingrid vivía su sueño. Se disfrazaba y se despedía de la Ingrid lechosamente blanca y de lacios cabellos arremolachados. Chau, Ingrid, adiós. Andate un poco, dale. Morite por unos días, por favor.

Dejame ser por un rato María, la Negra María. Dejame volver a nacer y volver a morir en cada Carnaval.

                                                                                             Adela Basch 



Dejame ser la Negra María y otros cuentos
Adela Basch, Ilustraciones Irene Singer.
Ediciones abran cancha, 2012.

 










Negra María

Letra: Homero Manzi
Música: Lucio Demare

Bruna, bruna
nació María
y está en la cuna.
Nació de día,
tendrá fortuna.
Bordará la madre
su vestido largo.
Y entrará a la fiesta
con un traje blanco
y será la reina
cuando María
cumpla quince años.

Te llamaremos, Negra María...
Negra María, que abriste
los ojos en Carnaval.
Ojos grandes tendrá María,
dientes de nácar,
color moreno.
¡Ay qué rojos serán tus labios,
ay qué cadencia tendrá tu cuerpo!
Vamos al baile, vamos María,
negra la madre, negra la niña.
¡Negra!... Cantarán para vos
las guitarras y los violines
y los rezongos del bandoneón.
Te llamaremos, Negra María...
Negra María, que abriste
los ojos en Carnaval.


Bruna, bruna
murió María
y está en la cuna.
Se fue de día
sin ver la luna.
Cubrirán tu sueño
con un paño blanco.
Y te irás del mundo
con un traje largo
y jamás ya nunca,
Negra María, tendrás quince años.
Te lloraremos, Negra María...
Negra María, cerraste
los ojos en Carnaval.

¡Ay qué triste fue tu destino,
ángel de mota,
clavel moreno!
¡Ay qué oscuro será tu lecho!
¡Ay qué silencio tendrá tu sueño!
Vas para el cielo, Negra María...
Llora la madre, duerme la niña.
Negra... Sangrarán para vos
las guitarras y los violines
y las angustias del bandoneón.
Te lloraremos, Negra María...
Negra María, cerraste
los ojos en Carnaval.


Lucio Demare - Negra maria (1941)

https://www.youtube.com/watch?v=8vXCs5rIxl8



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