Cumpleaños de quince

En el mes en el que recordamos a Ray Bradbury, por los diez años de su muerte,  Mario Méndez nos acerca un hermoso relato, en el que se mencionan los viajes espaciales y temporales, tan recurrentes en la obra del maestro de la ciencia ficción estadounidense.




Cumpleaños de quince

Sonaron los acordes del vals que Martina había elegido y su papá, por una vez de saco y corbata, se acercó sonriendo, algo acalorado, un poco tímido. Martina sonrió, radiante. Su papá extendió la mano, ella la tomó y caminaron hasta el centro del parque. La gente aplaudía, y al segundo giro, a Martina, emocionada, le pareció que la luna había salido de pronto, y que en plena tarde de festejo la iluminaba solo a ella, como si hubiera bajado a saludarla.

*

Cuando Lucía se peleó con el novio y decidió que no quería una gran fiesta para celebrar sus quince, ni un viaje en grupo, ni mucho menos un viaje familiar, doña Martina, su abuela, decidió que la llamaría. No podía permitirlo. A los ochenta años Martina Agüero aún tenía muy presente su propia adolescencia, y su inolvidable cumpleaños de quince. Nacida a finales del siglo XX, en diciembre de 1999, doña Martina era una abuela jovial, bien mantenida, que seguía conectada con los últimos avances tecnológicos (era ingeniera aeronáutica, jubilada) y que tenía, en pleno verano del año 2080, la firme ilusión de llegar, sana y vital (o, como solía decir, “vivita y coleando”), al siglo XXII: “yo voy a ser una mujer de tres siglos, y vos no”, la peleaba a su hermana Violeta, tres años menor, nacida en 2002, y le sacaba la lengua, cuando tenían alguna discusión. Su hermana se reía, y respondía: “porque sos muy vieja”, y entonces se reían las dos.

Doña Martina conectó el móvil que solía llevar atado a la muñeca, como un reloj. Acercó el aparato a su boca y dijo el nombre de su nieta. Un instante después escuchó el zumbido del llamado y en la pequeña pantalla apareció la cara seria de Lucía.

-¿Qué pasa, abu?

-¿Así que me voy a quedar sin la fiesta de quince de mi nieta mayor? ¿Y si me muero sin tener una fiesta de quince, vos te hacés responsable?

Lucía sonrió: la abuela siempre lograba arrancarle una sonrisa, por más enojada que estuviera. 

-Tenés tres nietas más, abuela.

-Sí, pero les falta mucho para cumplir los quince.

-A Nicole sólo le faltan tres años, abuela.

-Abu, prefiero que me digas abu, Lu. Ya sabés, “abuela” me hace ver vieja.

Lucía volvió a sonreír. Pero se mantuvo firme:

-Dije que no quiero fiesta, y no la voy a querer.

-¿Y un viaje? 

-No.

-¿Ni siquiera conmigo, uno especial, uno que vengo soñando desde hace mucho tiempo?

Lucía se quedó callada. Esperó. La abuela Martina podía salir con cualquier cosa.

-Vos sabés que tengo mis ahorritos, y ya me están picando, nena –siguió la abuela-. Por ejemplo, podría sacar dos pasajes a la luna, vos sabés que no conozco, y siempre me hizo ilusión…

Lucía meneó la cabeza. Su papá ya le había ofrecido uno de esos tours de grupos de quinceañeras, desde la estación espacial, en Jujuy, hasta la luna, dos semanas incluido el viaje. Las publicidades decían que el despegue era muy emocionante, que al surcar el espacio se veían paisajes majestuosos, que se realizaban inolvidables excursiones en la superficie lunar... Pero a ella no le interesaba. 

-¿Y si en vez de la luna fuera Atlantis…?

Lucía dudó. Sus padres no podían pagarle una estadía en la ciudad subacuática de Atlantis. Era bastante más caro que el tour lunar, y además tenía algunos riesgos. Se decía que había habido problemas, que la presión a la que se sometía la cúpula subacuática era tan fuerte que se trasladaba a los visitantes, que volvían con fuertes dolores de cabeza… Sin embargo era muy interesante imaginarse caminando en la arena de las calles de Atlantis, o nadando en ella, mientras afuera la vida del mar seguía su curso… Lucía lo pensó, pero volvió a negar. 

-Y si fuera…

Lucía se quedó callada. A la abuela le habían brillado los ojos. A ella también le brillaban. Ese viaje sí, ese podía ser. Y se olvidaría de Ignacio, ese ingrato. Que le importaba, si podía hacer ese viaje. O quizás sí, igual le importaba. Pero podía tratar de olvidarse, podía hacer el esfuerzo: ese viaje sí que valía la pena. 

*

Después de unos cuantos giros, y un beso, su padre la dejó en brazos del abuelo Manuel. El abuelo tenía un traje blanco, un poco ridículo. Y sin embargo estaba tan contento, tan sonriente, tan lindo con el bigote bien recortado que a Martina se le hizo un nudo en la garganta. Levantó la cabeza. Entre los flashes de las fotos, allí, en el cielo, la luna que parecía haber bajado para ella, brilló un poco más.

*

Doña Martina y Lucía subieron a la plataforma de despegue, de la mano. Abuela y nieta igual de emocionadas, saludaron a los familiares y entraron en el vehículo que las transportaría: un globo metálico, plateado, de unos tres metros de diámetro. Se sentaron en las dos cómodas butacas, apretaron el botón de arranque y las compuertas se cerraron sin ruido. A la altura de sus cabezas se abría una gran ventana circular, de vidrios muy gruesos pero perfectamente transparentes. La voz del control, que manejaba el aparato desde el puerto de despegue, se oyó por los altavoces internos. 

-En unos instantes zarparemos. Es posible que perciban una sensación cómo de brusca caída, como en una montaña rusa. Y hasta es probable que sufran un pequeño mareo…

Lucía hizo un gesto de fastidio, y miró a su abuela, como para hablar con ella. Había oído el mismo discurso tres veces, cada vez que concurrieron al simulador de vuelo, y se lo sabía de memoria. Sin embargo, su abuela parecía igual de interesada que el primer día, así que volvió a mirar al frente y no dijo nada. El operador continuó:

… luego todo será oscuridad, por un lapso que a ustedes les parecerá muy breve. Llegadas a destino, el avistaje durará cerca de una hora, nada más. Sin embargo, ninguno de los anteriores viajeros ha vuelto desilusionado. El efecto del viaje es suficiente como para que cada viajero que hemos llevado vuelva feliz. Para cuando vuelvan a puerto habrán pasado, en realidad, dos días completos. Es probable, entonces, que regresen con algo de hambre…

Lucía pensó en que siempre hacían el mismo chiste, los pesados.

-… pero los estaremos esperando con un brindis y una comida especiales, dignos de una fiesta.

Recién entonces la abuela Martina volvió la cara hacia su nieta y le sonrió. El vehículo se sacudió, se encendieron varias luces parpadeantes, las dos sintieron que el estómago se les subía a la boca, tal como les habían advertido, y se quedaron a oscuras.

*

La luna especial que bajó para Martina se mantuvo durante todo el vals. La hermosa cumpleañera, luego de bailar con su padre, con su abuelo, con tíos, primos y hasta con el bebé más chico de la familia, que tuvo que tener en brazos, empezó a bailar con sus amigos del colegio, ninguno de ellos tan bien vestido como el que se animó a sacarla en último lugar, un muchachito alto, con algunos granos en la frente, y con una nariz curvada, muy particular.

*

Cuando el muchachito narigón empezó a bailar con Martina, Lucía, que no había abierto la boca en ningún momento, se llevó la mano a su propia nariz y giró la cabeza hacia su abuela. 

-¡Es el abuelo! –gritó la chica, alborozada.

A la abuela Martina le corrían las lágrimas por la cara. Sonreía y lloraba, y estaba bella.

-El abuelo, sí. Tú abuelo. Y antes mi propio abuelo, y mi papá. Y mamá, mis tías, mis viejos amigos –doña Martina estiró la mano y tocó con cariño el vidrio frío de la máquina del tiempo que la separaba de esa escena allí abajo, como si quisiera acariciar a todos los que bailaban, los que reían y festejaban en el parque de una quinta, la tarde de su cumpleaños de 15, sesenta y cinco años atrás, en diciembre de 2014. Su nieta le apretó fuerte la mano, antes de que la máquina se oscureciera y empezara su regreso, mientras la Martina de quince años, en los brazos del bailarín, olvidaba rápidamente la luna brillante que había bajado para ella.

  

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