"Las islas", de Orhan Pamuk

Hoy cumple setenta años Orhan Pamuk, el gran escritor turco que ganó el Premio Nobel de Literatura en el año 2006. Lo celebramos compartiendo su relato "Las islas", incluido en el libro Otros colores


Las islas

Una semana después de nacer me llevaron a las islas a pasar el verano de 1952. Mi abuela tenía una casa de dos pisos bastante grande en Heybeli, al lado del bosque, cerca del mar y en medio de un gran jardín. Un año más tarde, en el balcón de esa misma casa, grande como un porche, me hicieron mi primera fotografía andando. En la primavera de 2002, cuando escribí esto, alquilé una casa también en Heybeli, cerca de la de mi infancia. En estos cincuenta años he pasado muchos veranos en las islas de Estambul, en Burgaz, Büyükada y Sedefadasi, y en ellas he escrito bastantes novelas. En la casa de Heybeli había un rincón en el que cada año se marcaba lo que habíamos crecido nuestros primos y nosotros. A pesar de que la vendimos a causa de peleas familiares, cuestiones de herencias y bancarrotas, todavía voy de vez en cuando a mirar esas marcas fascinantes de la pared que muestran mi crecimiento dedo a dedo a lo largo de los años.

El verano en Estambul comienza para mí con la mudanza a las islas. Para ello es necesario que se hayan terminado las clases y que el tiempo sea lo suficientemente cálido como para poder bañarse en el mar, o sea, cuando el precio de fresas y cerezas ha bajado bastante. Cuando era niño los preparativos previos a la marcha a las islas duraban mucho más que ahora. Como en la casa de verano no había nevera y un frigorífico era un carísimo lujo occidental, la abuela descongelaba el de su casa y hacía que los porteadores que llamaba a casa lo envolvieran en tela de saco y lo bajaran con poleas; la loza se envolvía en papel de periódico; se le ponía naftalina a las alfombras y se enrollaban; y, entre el continuo bullicio de lavadoras, aspiradoras, discusiones y faena, se clavaban periódicos con chinchetas en las ventanas de la casa de invierno para que tapicerías, sillones y cortinas no perdieran el color con el sol. Por fin, cuando nos subíamos apurados a uno de los vapores de las líneas urbanas, que éramos capaces de diferenciar por su forma, me poseía la emoción. Me daba la impresión de que aquel viaje de hora y media a principios de verano no terminaría nunca. Aspirando la frescura y el olor a mar y primavera, mi hermano y yo dábamos un par de vueltas arriba y abajo por el barco, presionábamos a mi abuela o a mi madre para que le compraran al vendedor de camisa blanca que paseaba con la bandeja en la mano una gaseosa para cada uno, bajábamos para charlar con el cocinero, que vigilaba la nevera, las maletas y los baúles junto a las amarras, y seguíamos con todo interés y observando cada detalle cómo el barco se aproximaba a las islas previas de Kinali y Burgaz, cómo ataban las amarras y cómo lo acercaban al muelle. (Cada ciudad tiene sus propios sonidos que es imposible escuchar en cualquier otro sitio y que los que viven en ella conocen perfectamente y comparten como un secreto: de la misma forma que París tiene el silbato del metro, Roma los aullidos de las motocicletas y Nueva York su extraño estruendo, Estambul tiene desde hace sesenta años el mismo sonido metálico de la pasarela de madera con ruedas de hierro siendo arrastrada al vapor que se acerca y la ciudad entera reconoce ese incomparable ruido.) Por fin, cuando el vapor se arrimaba al muelle de Heybeli y era amarrado, mi hermano y yo, sin hacer el menor caso a los gritos de nuestra madre y nuestra abuela de «¡Quietos, os vais a caer!», echábamos a correr felices hacia la isla.

No fue hasta mediados del siglo XIX cuando los más adinerados de Estambul y la clase media alta comenzaron a usar las islas como lugares de excursión y veraneo. Hasta finales del XVIII sólo algunas barcas de remos para el comercio hacían el viaje a las islas y llevaba cerca de medio día llegar desde el puerto de Tophane. Antes de eso las islas eran el destino al que los bizantinos desterraban a los políticos y emperadores caídos, espacios vacíos que servían de prisión cubiertos de monasterios, monjes, huertos y pequeñas aldeas de pescadores. A partir de principios del siglo XIX comenzaron a convertirse en el lugar donde pasaban el verano los cristianos de Estambul, los levantinos y diversos miembros de embajadas extranjeras. El que en 1894 se establecieran viajes diarios durante el verano de manera regular con los barcos de vapor ingleses que habían sido traídos a Estambul, redujo la travesía de la ciudad a Büyükada a hora y media o dos horas. Aquel viaje en barca de medio día al destierro en el que morirían y serían olvidados, que en tiempos hacían una vez en la vida para no regresar nunca más los emperadores, príncipes y emperatrices bizantinos derribados del poder y los políticos que habían sido derrotados en la lucha por el trono, a quienes habían cegado con un hierro candente, a partir de los cincuenta, gracias a las travesías ‘express’, fue heredado por la multitud de estambulíes adinerados que cada tarde regresaban en cuarenta y cinco minutos de la ciudad a las islas. En los sesenta y los setenta, cuando los grandes ricos de Estambul todavía no habían descubierto el sur, Antalia y Bodrum, en las tardes de verano era tan difícil encontrar un sitio para sentarse en los ‘express’ que salían de Karaköy que una hora antes de que zarpara, los potentados enviaban a alguien, a un propio, para que ocupara el lugar en el que preferían sentarse y cuando el señorito llegaba al barco a su hora, el propio dejaba su sitio al patrón y se bajaba del barco. Como los varones ricos y adultos de Estambul, fueran judíos, cristianos o musulmanes, no tenían costumbres como la de leer, para divertir a esa masa de hombres que volvían del trabajo intentando matar el tiempo fumando, observando el mar y mirándose unos a otros, una serie de emprendedores particulares comenzaron a organizar por aquellos años juegos y rifas. Recuerdo cómo mi tío llegó sonriendo una noche a nuestra casa de Heybeli con una enorme langosta que había ganado en uno de aquellos sorteos en los que los premios consistían en símbolos de lujo inencontrables en el país, como grandes piñas tropicales o botellas de whisky.

A partir de principios de los ochenta, cuando el mar de Mármara empezó a contaminarse, las islas dejaron lentamente de ser el lugar donde los ricos de Estambul se arrimaban unos a otros por conciencia de clase, donde por las noches se lucía la ropa traída de Europa, donde no se avergonzaban de demostrar su poderío económico. Una tarde del verano de 1958 fuimos con nuestros padres a una recepción a la orilla del mar en un suntuoso yate que nos llevó de Heybeli a Büyükada. Recuerdo ver hermosas mujeres en bañador que se bronceaban en la orilla del mar untándose cremas, hombres ricos que bromeaban a voces y camareros de camisas blancas que les ofrecían a todos ellos bandejas de canapés y bebidas. Como en Heybeli, a causa de la Academia Naval, había multitud de militares y funcionarios, a mí siempre me resultaba más rica Büyükada, y los quesos de importación y las bebidas alcohólicas de contrabando que veía en las tiendas y el sonido de música y diversión procedente del Gran Club se unían en mi imaginación con la idea de que allí estaban «los ricos de verdad». Eran los años de niñez en que prestaba muchísima atención, entre avergonzado y ambicioso, a las diferencias de caballos entre los motores adosados a la popa de las lanchas rápidas, entre el caballero que se instalaba cómodamente en su coche de caballos en cuanto bajaba del vapor y los que iban andando, entre las mujeres que bajaban a la compra y las señoras que enviaban a otras a que se la hicieran.

Otra cosa que diferencia a las islas de Estambul proporcionándoles un ambiente completamente distinto, más que las ricas mansiones, la belleza de sus jardines, el hecho de que sean un lugar de vacaciones, las palmeras y los limoneros, son los coches de caballos. De niño me ponía muy contento cuando me dejaban subir al pescante desde donde el cochero gobernaba los caballos; en casa jugaba en el jardín a los coches de caballos imitando el ruido de los cascabeles y las herraduras y los movimientos del cochero. Cuarenta años después volví a jugar en las islas a lo mismo con mi hija. La condición indispensable para que te gusten esos faetones que todavía viven con toda naturalidad, no por ser una atracción turística sino porque son prácticos, baratos y silenciosos, es que no te incomode el denso olor a bosta de caballo que envuelve mercados, calles atestadas y paradas; al contrario, que te guste tanto como para buscarlo y cuando, durante el paseo, el cansado caballo (a veces despiadadamente azotado) levanta de repente con elegancia su tupida cola y comienza a vaciar en la calle su caliente y húmeda carga, contemplar el suceso sonriendo y con una curiosidad infantil.

Hasta principios del siglo XIX, las islas en invierno era donde vivían sacerdotes, seminaristas y pescadores rumíes. Cuando se instalaron en ellas algunos rusos blancos emigrados a Estambul tras la revolución de 1917, se abrieron en aquellas aldeas, cada vez más grandes, lujosos restaurantes y cabarets. La creación de la Academia Naval en Heybeli, la apertura de sanatorios para tuberculosos, el que en el último siglo se asentaran comunitariamente los judíos en Büyükada y los armenios en Kinali y el que en verano emigrara a las islas la población necesaria para alimentar a los veraneantes, provocó que se masificaran bastante, pero no las cambió. El hecho de que el gran terremoto de 1999 en Izmit se sintiera en las islas con fuerza y el que se sepa con certeza que el esperado gran terremoto de Estambul las golpeará mucho más de cerca están volviendo a dejarlas desiertas.

En otoño, cuando empiezan las clases en los colegios y termina la temporada, me gusta soñar que pasaré el invierno en las islas para sentir los anocheceres tempranos y la amargura de la llegada del otoño en los jardines vacíos. El año pasado, en uno de esos días de otoño, estuve paseando por los jardines y los porches desiertos de Heybeli y recordé mi infancia mientras comía higos y uvas que las familias que habían regresado a Estambul no habían podido recoger. Era una triste alegría entrar en los vacíos jardines de familias a las que conocíamos de lejos sin tener nunca la oportunidad de intimar con ellas, subir por sus escaleras, balancearse en sus columpios y ver el mundo desde sus porches. Después de aquel paseo, tan parecido a los que hacía en mi niñez saltando muros, llegué a la casa de Ismet Bajá, en la que sólo había podido entrar una vez. La casa, de la que recordaba vagamente haberla visitado con mi padre hacía cuarenta y cinco años y que el antiguo presidente de la República me había sentado sobre sus rodillas y me había dado un beso, ahora tiene las paredes decoradas con fotografías de la vida del Bajá como político, hombre de Estado y veraneante, bañándose en el mar con un bañador negro con un único tirante. Lo que me produjo un escalofrío fue el vacío y el silencio profundos que envolvían la casa, como a toda la isla. Un olor indefinido a moho, polvo y pino en los baños, en los lavabos, en los detalles de la cocina, en el pozo, en la cisterna, en la tarima de los suelos, en los viejos armarios, en las molduras de las ventanas y en muchos otros detalles me recordó la casa familiar que ya no era nuestra.

Las cigüeñas que, procedentes del noroeste, bajan desde los Balcanes a finales de agosto y principios de septiembre para pasar el invierno en el sur, vuelan siempre en bandadas sobre las islas. Ahora también, como en mi infancia, salgo al jardín cuando pasan las cigüeñas y contemplo admirado el decidido y misterioso viaje de las «peregrinas», el rumor de cuyas alas puede oírse en el silencio. De pequeño regresábamos tristes a Estambul dos semanas después del paso de la última bandada de cigüeñas. Una vez en casa, leyendo las noticias de hacía tres meses de los periódicos colgados de las ventanas, amarillentos por el sol del verano, notaba fascinado lo lento que pasaba el tiempo.


Otros colores
Orhan Pamuk
Random house, 1999.

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