La piel de los libros

Hoy se celebra el Día del Libro en nuestro país. Ese día, en 1908, el Consejo Nacional de Mujeres realizó la entrega de premios de su concurso literario y quedó instituida la fecha de celebración. Libro de arena celebra a los libros con un fragmento de El infinito en un junco, el extraordinario ensayo en el que Irene Vallejo, se sumerge en la historia de los libros desde la antigüedad.


La piel de los libros 
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Antes de la invención de la imprenta, cada libro era único. Para que existiera un nuevo ejemplar, alguien debía reproducirlo letra a letra, palabra por palabra, en un ejercicio paciente y agotador. Había pocas copias de la mayoría de las obras, y la posibilidad de que un determinado texto se extinguiese por completo era una amenaza muy real. En la Antigüedad, en cualquier momento, el último ejemplar de un libro podía estar desapareciendo en un anaquel, devorado por las termitas o destruido por la humedad. Y, mientras el agua o las mandíbulas del insecto actuaban, una voz era silenciada para siempre.

De hecho, esa pequeña obra de destrucción sucedió muchas veces. En aquel tiempo, los libros eran frágiles. Todos tenían, de partida, mayores probabilidades de desvanecerse que de permanecer. Su supervivencia dependía del azar, de los accidentes, del aprecio que sentían sus propietarios hacia ellos y, mucho más que hoy, de su materia prima. Eran objetos endebles, fabricados con materiales que se deterioraban, se rompían o se disgregaban. La invención del libro es la historia de una batalla contra el tiempo para mejorar los aspectos tangibles y prácticos —la duración, el precio, la resistencia, la ligereza— del soporte físico de los textos. Cada avance, por ínfimo que pudiera parecer, incrementaba la esperanza de vida de las palabras. 

La piedra es duradera, por supuesto. Los antiguos grabaron sus frases en  ella, como seguimos haciendo nosotros en esas placas, lápidas, bloques y pedestales que habitan en nuestras ciudades. Pero un libro solo metafóricamente puede ser de piedra. La piedra de Rosetta, con sus casi ochocientos kilos de peso, es un monumento y no un objeto. El libro debe ser portátil, debe favorecer la intimidad de quien escribe y lee, debe  acompañar a los lectores y caber en su equipaje.

El antepasado más cercano de los libros fueron las tablillas. He hablado ya de las tablillas de arcilla de Mesopotamia, que se extendieron por los actuales territorios de Siria, Irak, Irán, Jordania, Líbano, Israel, Turquía,  Creta y Grecia, y en algunas zonas siguieron en uso hasta comienzos de la era cristiana. Las tablillas se endurecían, como los adobes, secándolas al sol. Mojando la superficie, era posible borrar los trazos y escribir de nuevo. Rara vez se cocían en hornos, como los ladrillos, porque entonces la arcilla quedaba inutilizada para nuevos usos. Se guardaban, al resguardo de la

humedad, apiladas en estanterías de madera y también en cestas de mimbre y jarras. Eran baratas y ligeras, pero quebradizas.

Hoy se conservan tablillas del tamaño de una tarjeta de crédito o de un teléfono móvil y toda una gama de tamaño creciente hasta los grandes ejemplares de 30 y 35 centímetros. Ni siquiera aunque se escribiera por los dos lados cabían textos extensos. Este era un grave inconveniente: cuando una sola obra quedaba repartida en varias piezas, había muchas posibilidades de que se extraviasen tablillas y, con ellas, partes del relato.

En Europa, fueron todavía más habituales las tablillas de madera, metal o marfil cubiertas con un baño de cera y resina. Se escribía sobre la superficie de cera con un instrumento afilado de hueso o metal, que acababa por el extremo opuesto en forma de espátula para borrar fácilmente las equivocaciones. Esas piezas enceradas acogieron la mayoría de las cartas de la Antigüedad y también los borradores, las anotaciones y todos sus textos efímeros. Con ellas se iniciaban los niños en la escritura, igual que nosotros en nuestros inolvidables cuadernos pautados. 

Las tablillas rectangulares fueron un hallazgo formal. El rectángulo produce un extraño placer a nuestra mirada. Delimita un espacio equilibrado, concreto, abarcable. Son rectangulares la mayoría de las ventanas, de los escaparates, de las pantallas, de las fotografías y de los cuadros. También los libros, después de sucesivas búsquedas y ensayos, han terminado por ser definitivamente rectangulares.

El rollo de papiro supuso un fantástico avance en la historia del libro. Los judíos, griegos y romanos lo adoptaron con tanto entusiasmo que llegaron a considerarlo un rasgo cultural propio. En comparación con las tablillas, las hojas de papiro son un material fino, ligero y flexible y, cuando se enrollan, una gran cantidad de texto queda almacenado en muy poco espacio. Un rollo de dimensiones habituales podía contener una tragedia griega completa, un diálogo breve de Platón o un evangelio. Eso representaba un prodigioso adelanto en el esfuerzo por conservar las obras

del pensamiento y la imaginación. Los rollos de papiro relegaron a las tablillas a un uso secundario (a las anotaciones, los borradores y los textos perecederos). Eran como esas hojas desechadas de la impresora —a las que llamamos «papel sucio»— que utilizamos para hacer listas de propósitos

que incumpliremos, o se las ofrecemos a los niños para que dibujen. 

Sin embargo, los papiros tenían inconvenientes. En el clima seco de Egipto, conservaban su flexibilidad y blancura, pero la humedad de Europa los ennegrecía, volviéndolos frágiles. Si las hojas de papiro se humedecen y se secan varias veces, se deshacen. Durante la Antigüedad, los rollos más preciados se guardaban protegidos en jarras, en cajas de madera o en bolsas de piel. Además, solo se aprovechaba un lado del rollo, la cara en la que las fibras vegetales corrían horizontales, en paralelo a las líneas de escritura. En el otro lado, los filamentos verticales estorbaban el avance del cálamo. La cara escrita quedaba en el interior del rollo, para protegerla de la luz y del roce.

Los libros de papiro —ligeros, bellos y transportables— eran objetos delicados. La lectura y el uso habitual los consumían. El frío y la lluvia los destruían. Al ser materia vegetal, despertaban la glotonería de los insectos, y ardían fácilmente.

Como ya he dicho, los rollos solo se fabricaban en Egipto. Eran productos de importación sostenidos por una pujante estructura comercial que continuó viva, incluso bajo la dominación musulmana, hasta el siglo XII. Los faraones y reyes egipcios, señores del monopolio, decidían el precio de las ocho variedades de papiro que circulaban en el mercado. Y, de forma parecida a los países exportadores del petróleo, los soberanos egipcios aplicaban a su gusto medidas de presión o sabotaje.

Así sucedió, con inesperadas consecuencias para la historia del libro, a principios del siglo II a. C. El rey Ptolomeo V, corroído por la envidia, buscaba la manera de perjudicar a una biblioteca rival fundada en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía. La había creado un rey helenístico de cultura griega, Eumenes II, reproduciendo un siglo más tarde la avidez y los métodos poco escrupulosos de los primeros Ptolomeos a la hora de conseguir libros. También se lanzó a la caza de lumbreras intelectuales, y atrajo a un grupo de sabios que formaron una comunidad paralela a la del Museo. Desde su capital, Eumenes intentaba eclipsar el brillo cultural de Alejandría en un momento en que declinaba el poder político egipcio. Ptolomeo, consciente de que los mejores tiempos habían quedado atrás, enfureció ante el desafío. No estaba dispuesto a soportar afrentas contra la Gran Biblioteca, que simbolizaba el orgullo de su estirpe. Se cuenta que hizo encarcelar a su bibliotecario Aristófanes de Bizancio cuando descubrió que planeaba instalarse en Pérgamo bajo la protección del rey Eumenes, acusando al uno de traición y al otro de robo.

Además de encarcelar a Aristófanes de Bizancio, el contraataque de Ptolomeo a Eumenes fue visceral. Interrumpió el suministro de papiro al reino de Eumenes, para doblegar a la biblioteca enemiga privándola del mejor material de escritura existente. La medida podría haber resultado

demoledora pero —para frustración del vengativo rey— el embargo impulsó un gran avance que, además, inmortalizaría el nombre del enemigo. En Pérgamo reaccionaron perfeccionando la antigua técnica oriental de escribir sobre cuero, una práctica cuyo uso hasta entonces había sido

secundario y local. En recuerdo de la ciudad que lo universalizó, el producto mejorado se llamó «pergamino». Unos cuantos siglos más tarde, ese hallazgo cambiaría la fisonomía y el futuro de los libros. El pergamino se fabricaba con pieles de becerro, oveja, carnero o cabra. Los artesanos las

sumergían en un baño de cal durante varias semanas antes de secarlas tensadas en un bastidor de madera. El estiramiento alineaba las fibras de la piel formando una superficie lisa, que luego raspaban hasta alcanzar la blancura, la belleza y el grosor deseados. El resultado de ese largo proceso de elaboración eran láminas suaves, delgadas, aprovechables por ambas caras para la escritura y, sobre todo —esa es la clave—, duraderas.

El escritor italiano Vasco Pratolini dijo que la literatura consiste en hacer ejercicios de caligrafía sobre la piel. Aunque no pensaba en el pergamino, la imagen es perfecta. Cuando triunfó el nuevo material de escritura, los libros se transformaron en eso precisamente: cuerposhabitados por las palabras, pensamientos tatuados en la piel.



El infinito en un junco
Irene Vallejo
Debolsillo, 2021.

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