10 años de la muerte de Corín Tellado
Corín
Tellado contribuyó a la formación sentimental de millones de mujeres, en España
y en América Latina. Fue autora de cerca de 5000 novelas y llegó a vender 400
millones de ejemplares, en los que desarrolló como nadie el tema del amor
romántico. A 10 años de su muerte, compartimos fragmentos de dos de esas novelas,
en las que Corín presentó a las mujeres, los diferentes caminos para recorrer
las relaciones amorosas.
Rechazaba
que sus novelas se encasillaran en lo que se conoce como “novela rosa”. Al
respecto, decía: "Ni soy romántica
ni escribo novelas románticas. Soy positiva y sensible, y escribo novelas de
sentimientos, que no es lo mismo. Para mí, la novela puede ser sentimental, no
me molesta que me encasillen en la novela rosa, pero es evidente que muchos
ignoran que la denominación rosa procede de cuando las tapas de la novela eran
de ese color. El amor nunca pasa de moda y aunque mis novelas puedan parecerse
entre sí, todas son diferentes. El desamor es lo que más está presente en ellas"
Hoy
se cumplen 10 años de su muerte. Compartimos fragmentos de dos de esas novelas,
en las que Corín presentó a las mujeres, los diferentes caminos para recorrer
las relaciones amorosas, desde 1946, hasta el final de su vida, cuando ya
incursionaba en otros temas, como el de la independencia económica de las
mujeres.
I. El
regreso
1
“Realmente,
no sé cómo empezar esta historia o, digamos, vivencias; el caso es que mi vida
está ya encauzada, que no tengo en ella vacilaciones, que está consolidada y
que cuanto más se consolida, más deseos tengo de escribir por qué estoy aquí,
por qué pierdo el tiempo en recordar y por qué, en fin, se me ocurre volver a
vivir, aunque sólo sea con el pensamiento, aquellos momentos duros que me
produjeron hasta un acercamiento al suicidio.
Pero,
si vamos a contar la historia, vale más ir por orden cronológico y adaptarme
día a día, con soltura y f luidez, sin causar tedio, a cuanto aconteció en su
momento y me ha convertido a mí en una resentida. Digamos en una resentida con
razón, ya que, a la sazón, ya, no tengo resentimiento ni odio. Pero supongo que
eso se debe a que soy feliz. Porque lo soy.
En
este momento, tengo veintisiete años, pero cuando empezó todo tenía dieciséis.
Había terminado el bachillerato en el instituto, había sacado una puntuación de
nueve en la selectividad y mi deseo, mi vocación y mi afán, era ser médico.
Pero
el destino, esa cadena llena de eslabones que nunca sabes cómo ni por dónde va
a discurrir, vino, me dio el mazazo y torció todo el sendero que yo confiaba en
recorrer.
Veamos
cómo se desvió mi vida en aquel momento crucial. Todas las chicas, o casi
todas, tienen novio a los dieciséis años y más si son monas, simpáticas y
alegres.
David
Perol era hijo del teniente de alcalde de la villa. No he dicho aún que vivía
en una villa, o que vivía en aquel entonces. Una villa costera, preciosa, del
litoral del norte. Allí todos nos conocíamos, y yo era aún más conocida, porque
mis padres tenían una tienda que hacía las veces de bisutería y mercería en la
plaza mayor y una casa de dos plantas, donde vivíamos bien. Éramos, se diría,
una de las familias mejor acomodadas de la villa, y a los padres de David, por
ser el padre teniente de alcalde, pues tampoco se les consideraba una familia
vulgar. Ya sabemos que en una villa de ésas, además de conocerse todo el mundo,
hay mucho prejuicio, mucha hipocresía y son muy estrechos, lo que hoy se dice
retrógrados.
Pero,
como no voy a contar la historia de ellos, sino la mía, me dirijo al objetivo
sin más.
Mis
relaciones con David estaban bien vistas por sus padres y por los míos. Ellos,
las dos parejas, eran amigos, de modo que, por lo visto, todo quedaba en casa.
Pero
ocurrió que, si bien nuestros padres tenían muchos prejuicios y retraso mental,
David y yo lo que teníamos era una locura amorosa y... pues eso. Hacíamos el
amor. No lo hicimos demasiado tiempo, ésa es la verdad, porque, como pardillos,
caímos en la equivocación de carecer de información sexual y... no nos
protegimos.
Yo
creo que nos quisimos con locura. ¡El primer amor! Sería lógico que mi
madre me previniera y que el padre de David lo hiciera con su hijo. Pues
no. Ellos debieron de pensar que un amor de adolescentes era como una brisa que
no deja huella. ¡Ya, ya!
Yo
tenía, como he dicho, dieciséis años, David diecinueve. Era mal estudiante y
había elegido Derecho para acabar antes y ser al menos teniente de alcalde o
secretario, como era su padre. Porque ahora que recuerdo, su padre era de ideas
fijas y, además, de empleo fijo. No era teniente de alcalde. Era secretario de
ayuntamiento, que, en aquella época, vestía mucho.
Cuando
me di cuenta de que estaba embarazada, corrí a decírselo a David, pensando que
se pondría contento. Yo no lo estaba. Pero sí estaba asustada. Pero, puesto que
nos amábamos tanto, lo lógico hubiese sido que los dos aprovecháramos la
situación delicada para casarnos y seguir estudiando, hacer ambos la carrera y
criar a nuestro hijo. Yo me conté a mí misma el cuento de la lechera, vamos.
Cuando
David me oyó decir:
—Estoy
embarazada.
Ya
noté que no le gustaba nada, que me miraba con ojos de perplejidad…”
(Fragmento
del Capítulo 1 de Desde el corazón)
Capítulo 16
“La llegada del verano
invitaba a dar paseos por el campo al anochecer.
A Karan le costó mucho aprender a montar a caballo, pero al fin pudo mantenerse firme en la silla, y si bien no era una experta, pasaba por una regular caballista.
Aquella tarde, cuando ya el sol se metía envuelto en nubes un tanto oscuras, pidió que le ensillasen un caballo.
No vio a Rock en todo el día y prefería no hallarlo en casa a su regreso. Además, anhelaba tomar el aire de la campiña y sentir la brisa del atardecer en el rostro.
Vestía calzón de canutillo color avellana, altas polainas de piel más oscuras y una camisa blanca bajo un suéter beige muy claro, de cuello en pico, por el cual asomaba la camisa camisera. Con las mangas arremangadas y con la cabeza al descubierto, se lanzó al patio.
Un peón le ensillaba el pura sangre.
—No se aleje mucho, señora —le recomendó aquél—. Me parece que esta noche, no tardará en estallar la tormenta.
—No me dan miedo las tormentas —dijo ella, riendo amablemente—. Hay muchos refugios en el monte.
—Aun así. Yo en su lugar… daría un corto paseo y regresaría a casa.
No hizo caso.
Anhelaba sentirse sola frente a la naturaleza. Sola con sus pensamientos y sus inquietudes, que eran muchas.
Montó en el potro y lo espoleó.
Se internó en el bosque y uno de los peones se acercó al que ensilló el caballo.
—Va a llover y habrá tormenta. ¿Por qué no lo has dicho al ama?
—Se lo he dicho, pero… no me hizo caso.
Veinte minutos después empezaron a caer las primeras gotas. Eran gordas y el cielo se teñía de oscuro cada vez más.
Por el principio del patio avanzaban varios caballistas.
—El amo llega —dijo preocupado uno de los peones—. Se lo voy a decir.
—Ve —aprobó el otro.
El peón se acercó presuroso al amo y éste lo miró un tanto contrariado.
—No detengas mi caballo, Jim. ¿No ves qué llueve?
—Señor, es que la señora se ha ido a caballo por el bosque —miró hacia el firmamento—. Temo que la pille la tormenta.
Rock se agitó en la silla.
—¿Por dónde ha ido? ¿No le advertiste?
—Sí, señor, pero ella… insistió. Parecía ilusionada con el paseo.
Rock no esperó razones. Volvió grupas y se lanzó hacia el bosque a galope.
Douglas, el capataz, aún gritó:
—¿Quiere qué le acompañe?
No quería.
Iría solo.
Quizá Karan no anduviera muy lejos de allí. Prefería que los demás ignoraran la tirantez que existía entre ellos.
La lluvia se intensificaba más por momentos.
Karan, asustada, detuvo su montura junto al refugio. Ató el caballo a la argolla y se coló dentro.
Era un recinto pequeño, amontonada la paja en una esquina. Con un solo hueco, sin puerta y sin ninguna ventana. Era el refugio que usaban los guardias cuando la tormenta los cogía en el bosque.
No hacía frío, pero ella cruzó los brazos en el pecho, casi tiritando. Más de miedo que de frío.
Se apoyó contra una esquina de la pared, como si se protegiera. Casi inmediatamente estalló el primer relámpago, como si partiera el firmamento de parte a parte, y seguido de aquél un trueno estremecedor.
—Dios mío —susurró—. Dios mío…
Enseguida oyó el trote de un caballo y los cascos chapoteando en el agua que caía como un torrente. Después los cascos deteniéndose, un golpe seco y enseguida la alta figura en el hueco que hacía de puerta.
—Rock —susurró anhelosa—. Rock… has venido.
Había como un suspiro de alivio en aquella voz.
Rock no fue capaz de sentir rencor en aquel momento. Ni de recordar a su tío, ni de que ella, antes de ser su esposa, fue la mujer de su protector.
Avanzó despacio y se metió dentro. Tuvo que encogerse para entrar.
—Diantre —exclamó—. Qué tormenta más fenomenal. Siempre ocurre en este tiempo. Hace un día espléndido, y a la noche, hala, a oír truenos y ver relámpagos —la miró un segundo—. Será mejor que te sientes en la paja. Yo lo haré. No soy capaz de mantenerme de pie encorvado.
Se sentó.
Ella, tímidamente, lo hizo a su lado.
Rock lanzó sobre ella una mirada analítica.
—Con esa ropa… mojada, estarás tiritando.
Y su mano, deslizándose sobre la paja como al descuido, caía sin querer, como si una fuerza superior la empujara, sobre los dedos temblorosos.
Así un rato.
Con aquellos dedos frágiles, débiles, perdidos en los suyos, hundidas ambas manos en la paja.
De súbito, así, silenciosamente, sus dedos soltaron la mano y subieron brazo arriba.
Nada dijo ella.
Nada dijo él.
Se diría que aquello tenía tan sólo una razón de ser íntima, nacida de lo más hondo de los sentimientos de ambos. Uno para dar, y otro para recibir silenciosamente los dos.
Aquellos dedos masculinos, como si no supieran lo que hacían, o lo supieran demasiado y no pudieran contener una ansiedad nacida de lo más hondo del ser, acariciaron el brazo húmedo, desnudo, una y otra vez.
—Estás… estás… mojada.
¿No era más humana la voz de Rock? ¿No era distinta? ¿No tenía como un matiz ahogado, indoblegablemente anheloso?
—Sí —admitió ella quedamente—. Sí…
El agua seguía cayendo y chocaba contra los muros del pequeño refugio.
Ella, bajísimo, como si la voz le saliera de un lugar íntimo insospechado, dijo:
—Te quiero, Rock. No sé cuándo, cómo ni en qué instante empezó esto. Pero… pero…
—Cállate —pidió él como en un gemido—. Cállate, Karan. No quiero oír tu voz, porque me da miedo. Miedo a que se desvanezca en un segundo o a que se haga más aguda y me torture.
La lluvia seguía cayendo y los truenos parecían alejarse más y más…”
A Karan le costó mucho aprender a montar a caballo, pero al fin pudo mantenerse firme en la silla, y si bien no era una experta, pasaba por una regular caballista.
Aquella tarde, cuando ya el sol se metía envuelto en nubes un tanto oscuras, pidió que le ensillasen un caballo.
No vio a Rock en todo el día y prefería no hallarlo en casa a su regreso. Además, anhelaba tomar el aire de la campiña y sentir la brisa del atardecer en el rostro.
Vestía calzón de canutillo color avellana, altas polainas de piel más oscuras y una camisa blanca bajo un suéter beige muy claro, de cuello en pico, por el cual asomaba la camisa camisera. Con las mangas arremangadas y con la cabeza al descubierto, se lanzó al patio.
Un peón le ensillaba el pura sangre.
—No se aleje mucho, señora —le recomendó aquél—. Me parece que esta noche, no tardará en estallar la tormenta.
—No me dan miedo las tormentas —dijo ella, riendo amablemente—. Hay muchos refugios en el monte.
—Aun así. Yo en su lugar… daría un corto paseo y regresaría a casa.
No hizo caso.
Anhelaba sentirse sola frente a la naturaleza. Sola con sus pensamientos y sus inquietudes, que eran muchas.
Montó en el potro y lo espoleó.
Se internó en el bosque y uno de los peones se acercó al que ensilló el caballo.
—Va a llover y habrá tormenta. ¿Por qué no lo has dicho al ama?
—Se lo he dicho, pero… no me hizo caso.
Veinte minutos después empezaron a caer las primeras gotas. Eran gordas y el cielo se teñía de oscuro cada vez más.
Por el principio del patio avanzaban varios caballistas.
—El amo llega —dijo preocupado uno de los peones—. Se lo voy a decir.
—Ve —aprobó el otro.
El peón se acercó presuroso al amo y éste lo miró un tanto contrariado.
—No detengas mi caballo, Jim. ¿No ves qué llueve?
—Señor, es que la señora se ha ido a caballo por el bosque —miró hacia el firmamento—. Temo que la pille la tormenta.
Rock se agitó en la silla.
—¿Por dónde ha ido? ¿No le advertiste?
—Sí, señor, pero ella… insistió. Parecía ilusionada con el paseo.
Rock no esperó razones. Volvió grupas y se lanzó hacia el bosque a galope.
Douglas, el capataz, aún gritó:
—¿Quiere qué le acompañe?
No quería.
Iría solo.
Quizá Karan no anduviera muy lejos de allí. Prefería que los demás ignoraran la tirantez que existía entre ellos.
La lluvia se intensificaba más por momentos.
Karan, asustada, detuvo su montura junto al refugio. Ató el caballo a la argolla y se coló dentro.
Era un recinto pequeño, amontonada la paja en una esquina. Con un solo hueco, sin puerta y sin ninguna ventana. Era el refugio que usaban los guardias cuando la tormenta los cogía en el bosque.
No hacía frío, pero ella cruzó los brazos en el pecho, casi tiritando. Más de miedo que de frío.
Se apoyó contra una esquina de la pared, como si se protegiera. Casi inmediatamente estalló el primer relámpago, como si partiera el firmamento de parte a parte, y seguido de aquél un trueno estremecedor.
—Dios mío —susurró—. Dios mío…
Enseguida oyó el trote de un caballo y los cascos chapoteando en el agua que caía como un torrente. Después los cascos deteniéndose, un golpe seco y enseguida la alta figura en el hueco que hacía de puerta.
—Rock —susurró anhelosa—. Rock… has venido.
Había como un suspiro de alivio en aquella voz.
Rock no fue capaz de sentir rencor en aquel momento. Ni de recordar a su tío, ni de que ella, antes de ser su esposa, fue la mujer de su protector.
Avanzó despacio y se metió dentro. Tuvo que encogerse para entrar.
—Diantre —exclamó—. Qué tormenta más fenomenal. Siempre ocurre en este tiempo. Hace un día espléndido, y a la noche, hala, a oír truenos y ver relámpagos —la miró un segundo—. Será mejor que te sientes en la paja. Yo lo haré. No soy capaz de mantenerme de pie encorvado.
Se sentó.
Ella, tímidamente, lo hizo a su lado.
Rock lanzó sobre ella una mirada analítica.
—Con esa ropa… mojada, estarás tiritando.
Y su mano, deslizándose sobre la paja como al descuido, caía sin querer, como si una fuerza superior la empujara, sobre los dedos temblorosos.
Así un rato.
Con aquellos dedos frágiles, débiles, perdidos en los suyos, hundidas ambas manos en la paja.
De súbito, así, silenciosamente, sus dedos soltaron la mano y subieron brazo arriba.
Nada dijo ella.
Nada dijo él.
Se diría que aquello tenía tan sólo una razón de ser íntima, nacida de lo más hondo de los sentimientos de ambos. Uno para dar, y otro para recibir silenciosamente los dos.
Aquellos dedos masculinos, como si no supieran lo que hacían, o lo supieran demasiado y no pudieran contener una ansiedad nacida de lo más hondo del ser, acariciaron el brazo húmedo, desnudo, una y otra vez.
—Estás… estás… mojada.
¿No era más humana la voz de Rock? ¿No era distinta? ¿No tenía como un matiz ahogado, indoblegablemente anheloso?
—Sí —admitió ella quedamente—. Sí…
El agua seguía cayendo y chocaba contra los muros del pequeño refugio.
Ella, bajísimo, como si la voz le saliera de un lugar íntimo insospechado, dijo:
—Te quiero, Rock. No sé cuándo, cómo ni en qué instante empezó esto. Pero… pero…
—Cállate —pidió él como en un gemido—. Cállate, Karan. No quiero oír tu voz, porque me da miedo. Miedo a que se desvanezca en un segundo o a que se haga más aguda y me torture.
La lluvia seguía cayendo y los truenos parecían alejarse más y más…”
(Fragmento del Capítulo 16
de Te odio por ser de otro)
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