Carta fuera del tiempo a Felisberto
El cálido prólogo que Cortázar escribiera en forma de carta en 1980 a Felisberto Hernández (1902-1964) es un texto que une a ambos escritores según el punto de vista de los atributos, opiniones y gustos que Cortázar asume que tienen o tuvieron en común, aun sin haberse encontrado jamás. Como algo propio de la escritura literaria más que de la verdaderamente epistolar, el texto no reconoce los tiempos y se dirige al escritor uruguayo situándolo allí justo, como lector inmediato y cómplice de la carta. El volumen Novelas y cuentos, de Felisberto Hernández, de la Biblioteca Ayacucho (1985) lleva este texto como prólogo, además de estar incluido en Obra crítica, de Cortázar, publicado por Alfaguara. Libro de arena lo comparte con sus lectores como parte de la serie especial en su homenaje.
Felisberto, tú sabes (no
escribiré "tú sabías"; a los dos nos gustó siempre transgredir los
tiempos verbales, justa manera de poner en crisis ese otro tiempo que nos
hostiga con calendarios y relojes), tú sabes que los prólogos a las ediciones
de obras completas o antológicas visten casi siempre el traje negro y la corbata
de las disertaciones magistrales, y eso nos gusta poquísimo a los que
preferimos leer cuentos o contar historias o caminar por la ciudad entre dos
tragos de vino. Descuento que esta edición de tus obras contara con los aportes
críticos necesarios; por mi parte prefiero decirles a quienes entren por estas
páginas lo que Antón Webern le decía a un discípulo: "Cuando tenga que dar
una conferencia, no diga nada teórico sino más bien que ama la música".
Aquí para empezar no habrá ni sospecha de conferencia, pero a vos te divertirá
el buen consejo de Webem por la doble razón de la palabra y la música, y sobre
todo te gustara que sea un músico el que nos abra la puerta para ir a jugar un
rato a nuestra manera rioplatense.
Esto de abrir la puerta no
es un mero recuerdo infantil. En estos días en que andaba dándole la vuelta a
la máquina de escribir como un perrito necesitado de árbol, encontré cosas
tuyas y sobre vos que no conocía en los remotos tiempos en que por primera vez
leí tus libros y escribí páginas que tanto te buscaban en el terreno de la
admiración y del afecto. Y te imaginarás mi sorpresa (mezclada con algo que se
parece al miedo y a la nostalgia frente a lo que nos separa) cuando llegué a un
epistolario recogido por Norah Giraldi, en el que aparecen las cartas que le
escribiste a tu amigo Lorenzo Destoc mientras hacías una gira musical por la
provincia de Buenos Aires. Como si nada, sin el menor respeto hacia un amigo
como yo, fechas una carta en la ciudad de Chivilcoy, el 26 de diciembre de
1939. Así, tranquilamente, como hubieras podido fecharía en cualquier otro
lado, sin demostrar la menor preocupación por el hecho de que en ese año yo
vivía en Chivilcoy, sin inquietarte por la sacudida que me darías treinta y
ocho años más tarde en un departamento de la calle Saint-Honoré donde estoy
escribiéndote al filo de la medianoche.
No es broma, Felisberto. Yo
vivía entonces en Chivilcoy, era un joven profesor en la escuela normal, vegeté
allí desde el 39 hasta el 44 y podríamos habernos encontrado y conocido. De
haber estado a fines de ese diciembre no hubiera faltado al concierto del
Terceto Felisberto Hernández, como no faltaba a ningún concierto en esa
aplastada ciudad pampeana por la simple razón de que casi nunca había
concierto, casi nunca pasaba nada, casi nunca se podía sentir que la vida era
algo más que enseñar instrucción cívica a los adolescentes o escribir
interminablemente en un cuarto de la Pensión Varzilio. Pero habían empezado las
vacaciones de verano y yo aprovechaba para volver a Buenos Aires donde me
esperaban mis amigos, los cafés del centro, amores desdichados y el último
número de Sur. Vos tocaste con tu terceto en eso que llamas a secas "el
club" y que conocí muy bien, el Club Social de Chivilcoy detrás de cuyo
amable nombre se escondían las salas donde el cacique político, sus amigos, los
estancieros y los nuevos ricos se trenzaban en el póquer y el billar. Cuando en
tu carta le decís a Destoc que la discusión para que te aceptaran y te pagaran
el concierto se libró junto a una mesa de billar, no me enseñas nada nuevo
porque en ese club todas las cosas se libraban así. Muy de cuando en cuando, a
regañadientes pero obligados a cuidar la fachada de las "actividades
culturales", los dirigentes accedían a un concierto o a una velada
presuntamente artística, que pagaban mal y sin ganas y que escuchaban
apoyándose entredormidos en el hombro de sus nobles esposas.
Si te hablara de algunas
cosas que vi y escuché en esos tiempos no te sorprenderían demasiado y en todo
caso te divertirían, vos que les contabas tantos cuentos a tus amigos como un
preludio para aflojar los dedos antes de refugiarte en tu cuarto de hotel y
escribir tus cuentos, justamente ésos que hubiera sido imposible contar sin
destruir su razón más profunda. En esos mismos salones donde tocaste con tu
terceto yo escuché, entre otras abominaciones, a un señor que primero contempló
al público con aire cadavérico (probablemente tenía hambre) y luego exigió
silencio absoluto y concentración estética pues se disponía a interpretar la...
sinfonía inconclusa de Schubert. Yo me estaba frotando todavía los oídos cuando
arrancó con un vulgar potpourri en el que se mezclaban el Ave María, la
Serenata, y creo que un tema de Rosamunda; entonces me acordé de que en los
cines andaban pasando una película sobre la vida del pobre Franz que se llamaba
precisamente La sinfonía inconclusa, y que este desgraciado no hacía más que
reproducir la música que había escuchado en ella. Inútil decirte que en el
selecto público no hubo nadie a quien se le ocurriera pensar que una sinfonía
no ha sido escrita para el piano.
En fin, Felisberto, ¿vos te
das cuenta, te das realmente cuenta de que estuvimos tan cerca, que a tan pocos
días de diferencia yo hubiera estado ahí y te hubiera escuchado? Por lo menos
escuchado, a vos y al "mandolión" y al tercer músico, aunque no
supiera nada de vos como escritor porque eso habría de suceder mucho después,
en el cuarenta y siete, cuando Nadie encendía las lámparas. Y sin embargo creo
que nos hubiéramos reconocido en ese club donde todo nos habría proyectado el
uno hacia el otro, yo te habría invitado a mi piecita para darte cana y
mostrarte libros y quizá, vaya a saber, alguno de esos cuentos que escribía por
entonces y que nunca publiqué. En todo caso hubiéramos hablado de música y
escuchado los discos que yo pasaba en una vitrola más que rasposa pero de donde
salían, cosa inaudita en Chivilcoy, cuartetos de Mozart, pailitas de Bach y
también, claro, Gardel y Jelly Roll Morton y Bing Crosby. Sé que nos hubiéramos
hecho amigos, y anda a imaginar lo que habría salido de ese encuentro, cómo
habría incidido en nuestro futuro después de conocernos en Chivilcoy; pero
claro, justamente entonces yo tenía que irme a Buenos Aires y a vos se te
ocurría elegir ese hueco para dar tu concierto. Fíjate que las órbitas no
solamente se rozaron ahí sino que siguieron muy cerca durante una punta de
meses. Por tus cartas sé ahora que en junio del 40 estabas en Pehuajó, en julio
llegaste a Bolívar, de donde yo había emigrado el año anterior después de enseñar
geografía en el colegio nacional, horresco referens. Andabas dando tumbos
musicales por mi zona, Bragado, General Villegas, Las Flores, Tres Arroyos,
pero no volviste a Chivilcoy, la batalla junto a la mesa de billar había sido
demasiado para vos. Todo eso asoma ahora en tus cartas como de un extraño
portulano perdido, y también que en Bolívar paraste en el hotel La Vizcaína,
donde yo había vivido dos años antes de mi pase a Chivilcoy, y no puedo dejar
de pensar que a lo mejor te dieron la misma pieza flaca y fría en el piso alto,
allí donde yo había leído a Rimbaud y a Keats para no morirme demasiado de
tristeza provinciana. Y el nuevo propietario, que se llamaba Musella, te
acompañó sin duda hasta tu pieza, frotándose las manos con un gesto entre monacal
y servil que bien le conocí, y en el comedor te atendió el mozo Cesteros, un
gallego maravilloso siempre dispuesto a escuchar los pedidos más complicados y
traer después cualquier cosa con una naturalidad desarmante. Ah, Felisberto,
qué cerca anduvimos en esos años, qué poco faltó para que un zaguán de hotel,
una esquina con palomas o un billar de club social nos vieran damos la mano y
emprender esa primera conversación de la que hubiera salido, te imaginas, una
amistad para la vida.
Porque fíjate en esto que
mucha gente no comprende o no quiere comprender ahora que se habla tanto de la
escritura como única fuente válida de la crítica literaria y de la literatura
misma. Es cierto que a mí no me hizo falta encontrarte en Chivilcoy para que
años más tarde me deslumbraras en Buenos Aires con El acomodador y Menos Julia
y tantos otros cuentos; es cierto que si hubieras sido un millonario
guatemalteco o un coronel birmano tus relatos me hubieran parecido igualmente
admirables. Pero me pregunto si muchos de los que en aquel entonces (y en éste,
todavía) te ignoraron o te perdonaron la vida, no eran gentes incapaces de
comprender por qué escribías lo que escribías y sobre todo por qué lo escribías
así, con el sordo y persistente pedal de la primera persona, de la rememoración
obstinada de tantas lúgubres andanzas por pueblos y caminos, de tantos hoteles
fríos y descascarados, de salas con públicos ausentes, de billares y clubs
sociales y deudas permanentes. Ya sé que para admirarte basta leer tus textos,
pero si además se los ha vivido paralelamente, si además se ha conocido la vida
de provincia, la miseria del fin de mes, el olor de las pensiones, el nivel de
los diálogos, la tristeza de las vueltas a la plaza al atardecer, entonces se
te conoce y se te admira de otra manera, se te vive y convive y de golpe es tan
natural que hayas estado en mi hotel, que el gallego Cesteros te haya traído
las papas fritas, que los socios del club te hayan discutido unas pocas monedas
entre dos golpes de billar. Ya casi no me asombra lo que tanto me asombró al
leer tus cartas de ese tiempo, ya me parece elemental que anduviéramos tan
cerca. No solamente en ese momento y esos lugares; cerca por dentro y por
paralelismos de vida, de los cuales el momentáneo acercamiento físico no fue
más que una sigilosa avanzada, una manera de que a tantos años de una mesa de
billar, a tantos años de tu muerte, yo recibiera fuera del tiempo el signo
final de la hermandad en esta helada medianoche de París.
Porque además también
viviste aquí, en el barrio latino, y como a mí te maravilló el metro y que las
parejas jóvenes se besaran en la calle y que el pan fuera tan rico. Tus cartas
me devuelven a mis primeros años de París, tan poco tiempo después que vos;
también yo escribí cartas afligidas por la falta de dinero, también yo esperé
la llegada de esos cajoncitos en los que la familia nos mandaba yerba y café y
latas de carne y de leche condensada, también yo despaché mis cartas por barco
porque el correo aéreo costaba demasiado. Otra vez las órbitas tangenciales, el
roce sigiloso sin que nos diéramos cuenta; pero qué querés, a mí me tocaría
encontrarte en tus libros y a vos no encontrarme en nada; en ese territorio en
que habitamos eso no tuvo ni tiene importancia, como no la tiene el que ahora
yo no lleve esta carta al correo. De cosas así vos sabías mucho, bien que lo
mostrás en Las manos equivocadas y en tantos otros momentos de tus relatos que
al fin y al cabo son cartas a un pasado o a un futuro en los que poco a poco
van apareciendo los destinatarios que tanto te faltaron en la vida.
Y hablando de faltas, si
por un lado me duele que no nos hayamos conocido, más me duele que no
encontraras nunca a Macedonio y a José Lezama Lima, porque los dos hubieran
respondido a ese signo paralelo que nos une por encima de cualquier cosa,
Macedonio capaz de aprehender tu búsqueda de un yo que nunca aceptaste asimilar
a tu pensamiento o a tu cuerpo, que buscaste desesperadamente y que el Diario
de un sinvergüenza acorrala y hostiga, y Lezama Lima entrando en la materia de
la realidad con esas jabalinas de poesía que decosifican las cosas para
hacerlas acceder a un terreno donde lo mental y lo sensual cesan de ser
siniestros mediadores. Siempre sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y
por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos)
estaban los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de
las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto,
nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Irene y de La casa inundada.
Bueno, se me acaba el papel
y ya sabemos que el franqueo es caro, por lo menos el que paga el lector con su
atención. Acaso hubiera sido preferible callar cosas que siempre supiste mejor
que los demás, pero confesa que la historia de la sinfonía inconclusa te hizo
reír, y que seguro te gustó saber que habíamos estado tan cerca allá en las
pampas criollas. Esta carta te la debía aunque no sea ni de lejos las que te
escriben otros más capaces. A mí me pasó lo que vos mismo dijiste tan bien:
"Yo he deseado no mover más los recuerdos y he preferido que ellos
durmieran, pero ellos han soñado". Ahora llega el otro sueño, el de las
dos de la mañana. Dejame que me despida con palabras que no son mías pero que
me hubiera gustado tanto escribirte. Te las escribió Paulina también de
madrugada, como un resumen de lo que había encontrado en vos: Las más sutiles
relaciones de las cosas, la dama sin ojos de los más antiguos elementos; el
fuego y el humo inaprensibles; la alta cúpula de la nube y el mensaje del azar
en una simple hierba; todo lo maravilloso y oscuro del mundo estaba en ti.
Te querrá siempre
Julio Cortázar
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