La culpa y el enredo

Cuando la literatura infantil y juvenil todavía no era un segmento institucionalizado del mercado editorial Cortázar ya era un clásico de las lecturas de los más jóvenes. Libro de arena publica una impresión de lectura sobre “No se culpe a nadie” (Final del juego, 1964) que evoca los tiempos de una infancia ya habitada por los mundos de los relatos fantásticos.
                                                      


Por Eugenia Galiñanes


Soy la menor de tres hermanos. Bastante menor. Así que buena parte de mi infancia transcurrió haciendo de conejillo de indias de sus experimentos para convertirse en adultos: padres, protectores, educadores. En este contexto, y con una hermana estudiante de Letras, me topé con lecturas impensadas para una niña de once años. Para cuando estaba terminando la primaria, escritores como Borges y Cortázar se habían convertido en mis autores favoritos. Corría el invierno del año ’96 cuando este relato cayó en mis manos. Recuerdo que era invierno porque al comenzar a leer el cuento me sentí identificada con el narrador que hablaba de la comodidad del verano. Y recuerdo que yo también tenía un pulóver azul de lana (grueso, picoso, molesto) que después de ese día no volvería a usar jamás. Supongo que a esa edad las  interpretaciones suelen ser más bien literales y, por eso, la idea de que una acción tan corriente como ponerse un pulóver cerca de una ventana abierta pudiera terminar con un hombre cayendo doce pisos de cara al viento y con el pavimento como punto de llegada, era bastante estremecedora. Sin embargo, con el tiempo, seguiría sorprendiéndome de la capacidad de Cortázar para convertir un hecho o una actividad ordinaria en una situación fascinante (fuera por observar un anfibio en una pecera o por subir una escalera). Pero volviendo al pulóver azul y los doce pisos, recuerdo vívidamente la sensación de ahogo, de calor, de incómoda humedad, de desesperación que me produjo la descripción que, en “No se culpe a nadie”, Cortázar hace del pobre tipo que trata de abrigarse para salir a encontrarse con su mujer en una tarde-noche de otoño. Era encontrarse en un callejón sin salida, con la fuerte impresión de que la resolución no podía ser feliz. Y en medio del agobio, de la fatiga, de la lucha, en eso el elemento fantástico: la metamorfosis de una parte del cuerpo (una parte tan confiable de nuestro cuerpo como nuestra mano derecha), una mutación entre monstruosa y animalesca que viene a inclinar la balanza.
Algunas lecturas de este cuento hacen hincapié en la disputa de un hombre entre sus deseos y las convenciones sociales, disputa que encuentra su correlato en el propio cuerpo, representada por la pelea entre la mano izquierda y la derecha. ¿Pero y si las convenciones sociales que asfixian a nuestro protagonista estuvieran representadas por el pulóver azul? La mano derecha, luego del contacto con la lana, se rebela y vuelve a lo más primitivo del ser, el deseo, lo animal, va y viene como loca y casi pareciera que se mueve por impulsos propios de otra conciencia. La mano izquierda permanece dócil y fiel al objetivo socialmente aceptable de ponerse un pulóver que vaya bien con un traje gris antes de salir a la calle. Y el hombre se debate y pelea, como partido en dos. Hemos alcanzado el punto de no retorno: las reglas del mundo oprimen nuestros deseos pero, en definitiva, sabemos que no podemos cambiar ese mundo y esas reglas. El destino trágico del hombre es dejar que la batalla se dé hasta el fin. Cuando terminar de ponerse el pulóver se convierte en la única opción posible (intentar quitárselo a mitad del recorrido había probado ser más difícil y doloroso), sabemos que el final está por llegar. Sacar la cabeza de dentro de la lana hacia el aire frío y reconfortante del afuera significaba enfrentarse al animal que esperaba agazapado: las cinco uñas negras como garras de la mano derecha atacan a nuestro protagonista que sólo puede defenderse volviendo al azul para, finalmente, caer por la ventana, liberado de manos y pulóveres.
Y a nadie puede culparse. Ni a una mano enajenada ni a una prenda de vestir. ¿Fue entonces un accidente producto de un estado mental delirante? Esa sería la explicación más racional y que nos dejaría tranquilos con el orden de las cosas. ¿Pero y si no? Deberíamos aceptar que los objetos inanimados pueden cobrar vida y que nuestro cuerpo puede tener voluntad propia, y que ambos pueden confabularse en nuestra contra. ¿O…? O quizás haya sucedido que un hombre atrapado en una vida a la que no encuentra una salida decide terminar con ella. ¿Pero cómo culparlo por ello? ¿Cómo estar seguros? En definitiva, de lo único que fue culpable nuestro amigo fue de la torpeza de enredarse con un pulóver cerca de una ventana abierta.

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