Las máquinas prodigiosas de Bioy
Inventor ingenioso de artificios, Adolfo Bioy Casares es homenajeado hoy por el escritor Franco Vaccarini en un artículo para Libro de arena. En el texto, el autor de "Los ojos de la iguana", revisa algunas de las
máquinas imaginarias que su literatura nos ha dejado y con las que se ha permitido entrar en los temas universales como el amor, la felicidad, la identidad, el recuerdo, el olvido: sus libros.
Adolfo Bioy Casares nació hace un siglo
y no tiene fecha de muerte literaria a la vista. Sus grandes temas fueron el
amor, la aventura, las máquinas prodigiosas, el alma y las efímeras formas de
la inmortalidad inventadas por nuestra especie cuya costumbre más inveterada es
morir. Otro tema, a qué negarlo, fue el menos mortal de los escritores
argentinos, Borges.
A los veintiséis años publicó, según
propio parecer, su primer libro bueno, La
invención de Morel. “Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro: el verano
se adelantó”. Con esas palabras empieza una novela inolvidable, prologada por Borges,
que la ensalza sin medias tintas: “He discutido con su autor los pormenores de
la trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole
calificarla de perfecta”. Algunos detractores de Bioy, que los hubo –y todavía
sobreviven dos o tres –, llegaron a “leer” en este elogio de Borges a la trama,
una crítica, por omisión, al estilo de su autor. Acaso envalentonados por
declaraciones del propio Bioy, que estaba preocupado por la retórica de sus
primeros libros, inhallables y jamás reeditados, y por eso eligió en este caso
oraciones cortas para no cometer “chambonadas” y achicar el margen de error. A
Bioy le gustaba contarnos estas cosas con la naturalidad dada por su genio
perfeccionista, mientras escribía sus diarios para “ablandar la mano”. Dormir al sol, El sueño de los héroes, los relatos de Una muñeca rusa o hasta libros menores como Un campeón desparejo representan una obra extraordinaria. Su libro
póstumo Borges, un diario escrito a
lo largo de cuarenta años, es la culminación perfecta de una amistad que es,
además, un fresco del ambiente literario de Buenos Aires en una época
determinada. Bioy mantuvo la sabia actitud de dejar que los libros hicieran su
trabajo, no los defendió particularmente y publicó más de lo que cierta intelligentsia local estaba dispuesta a tolerar.
Siguió adelante, inmune a estos críticos pro-Rulfo que acaso por pereza lectora prefieren autores desganados a la
hora de publicar. Hay una escuela Bioy que sin alharacas persiste en dejar su huella en más de
una generación de autores jóvenes y no tanto. Sus páginas tienen la democracia
de lo universal, aquello que nos compete a todos, expresado de un modo
deliberadamente clásico y sencillo. Sus personajes se enamoran de mujeres algo
fantasmales, que hoy están y mañana no. Todo el tiempo hacen diagnósticos
errados sobre ellas, nunca logran ponerse a salvo, les cuesta distinguir si son
de carne y hueso, holografías o fantasmas. Hay en ese desencuentro, sin
embargo, un tibio encanto que nos consuela, algo impreciso, y vaya uno a saber
qué será. Vuelvo a Guirnalda con amores,
vuelvo a La trama celeste, a la imposibilidad
del amor y a la contundencia del olvido, pero siempre anclado en la dicha más
grande de todas, el simple hecho de estar vivos bajo el sol. Y si es posible,
sin padecer las lumbalgias que maltrataron a Bioy por años y con la Faustine de
carne y hueso, paseando en alguna isla tropical.
* Franco Vaccarini es escritor de poesía, cuento y novela. Se ha especializado en la producción de literatura infantil y juvenil. Es autor, entre tantas otras, de las novelas Los ojos de la iguana y La noche del meteorito. Recibió numerosos premios como, por ejemplo, "El Barco de Vapor" en 2006. Nació en Lincoln en 1963 pero desde 1983 vive en Buenos Aires.
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