Recuerdos de Capote
Sin lugar a dudas, las grandes escrituras se caracterizan por su habilidad para hacernos vivir una escena aunque no estemos en ella, aunque sea imaginaria. Vivimos la crueldad, la miseria, la desgracia y desesperación, lo mismo que la añoranza, la dicha o la sensación de libertad. A 90 años del nacimiento de Truman Capote, el escritor estadounidense "creador" de la novela non fiction, Libro de arena publica una nota que recuerda el costado enternecedor del narrador, en la relación entre un niño y una mujer mayor, su tía, que le enseña la felicidad de sentirse libre. Se trata del relato "Un recuerdo navideño".
Por María Pía Chiesino
Lo
más habitual, lo esperable cuando se piensa en una fecha relacionada
con Truman Capote, es la referencia casi inmediata a la obra por la
que en su momento se lo consideró uno de los grandes narradores
norteamericanos, A sangre fría, publicada en 1966. Ese texto
con el que el mismo Capote creyó estar inventando la “non
fiction”. Con todo derecho por otra parte. No tenía por qué saber
que existía José León Suárez, o quién era Rodolfo Walsh. A
sangre fría es uno de los grandes textos de la literatura
norteamericana del siglo XX. Es tan incuestionable el talento de su
autor, como por lo menos opinable, esa actitud de hacer hablar a dos
presos hasta por los codos, en un país en el que existía (y existe)
la pena de muerte. Con cada palabra que dicen, los protagonistas van
agregando escalones que los acercan cada vez más a la ejecución. El
mismo título de la obra, no hace sino exhibir cierto cinismo de
parte de Capote, que ha charlado horas con los asesinos, y que sabe
desde el principio, que la intención inicial era el robo, y que en
ningún momento habían planificado con frialdad el brutal asesinato
de la familia Clutter. Esa misma improvisación es la que los conduce
tan rápido a la cárcel, y, finalmente, a la muerte.
Hay
otra zona de la narrativa de Capote, que es mucho más entrañable
para el lector: novelas como El arpa de hierba, los cuentos de
Música para camaleones (cómo olvidarse de la anciana de los
gatos…), Desayuno en Tiffany’s, y particularmente el
hermoso relato “Un recuerdo navideño”. Narrado por Buddy, un
chico de siete años, nos cuenta momentos de su historia junto a una
mujer que según él es una prima lejana, de más de sesenta años,
que lo hace participar del ritual navideño de preparar tartas de
fruta, y de armar el árbol de Navidad. Se nos relatan los distintos
pasos que Buddy y su tía van cumpliendo y disfrutando juntos: las
compras (frutas de todo tipo, harina, miel), la “negociación”
con Mr. Jones, el vendedor clandestino de whisky, y la preparación
final de más de treinta tartas de fruta que enviarán por correo a
los más variados e increíbles destinatarios (una es la mujer del
presidente Roosevelt). Este ritual se corona con un brindis, con el
poquito de whisky que no se usó para cocinar. Y están todo el
tiempo acompañados por Queenie, una perrita que parece disfrutar
tanto como ellos de todos los preparativos. Cuando ya no quedan
tartas de fruta en la casa, es el momento de ir a buscar el árbol de
Navidad en un bosque cercano. Elegir el mejor, y arrastrarlo hasta la
casa, donde se adornan todas las ventanas con ramas de muérdago, y
se preparan para el árbol adornos caseros, de papel, ya que los
comprados son muy caros. Finalmente, Buddy y la mujer se ocupan de
los regalos que van a hacerse entre sí: dos barriletes. Difícilmente
pueda pensarse en un juguete que se asocie tanto con la idea de
libertad, como un barrilete. Y es que Buddy y su prima lejana,
disfrutan justamente, de hermosos momentos de libertad, a pesar de
vivir rodeados de parientes en un pequeño pueblito rural, a pesar de
los años de diferencia (ella es como una abuela para él). Esos
rituales de diciembre que no comparten con nadie más, son momentos
de plenitud. Desde la cocción de las tartas de fruta hasta cuando
salen a remontar los barriletes porque el viento ayuda: están solos
y están libres. No hay otros familiares que compartan estas
actividades con ellos. Cuando aparecen en el relato es para “hacernos
llorar”, en palabras del narrador. Para gritarle a la mujer por
haber brindado con el niño con un poquito de whisky, o, en el mejor
de los casos, para regalarle a Buddy en Navidad, un previsible par de
medias. Va a pasar el tiempo. El chico va a viajar lejos del
pueblo, para estudiar en instituciones militares. El narrador y la
mujer van a seguir sabiendo el uno de la otra, por las cartas (a
veces felices, a veces amargas como la que le cuenta la muerte de
Queenie), que a medida que la mujer envejezca, van a ser menos
frecuentes, o de contenido más confuso. Previsiblemente, un día el
muchacho va a enterarse por un mensaje de otro pariente, de la muerte
de la anciana. Y en ese momento, como siempre sucede con aquello que
nos liga a la infancia, a la dulzura de los recuerdos navideños, se
va a agregar la inevitable sensación, que entraña todo crecimiento,
de haber perdido para siempre una porción de sí mismo. A pesar de
la tristeza, sin embargo, Buddy va a mirar el cielo. Si él siente
(como dice) que con la noticia, se ha cortado definitivamente el
hilo de su barrilete, no es improbable, quizá, que vea pasar al
otro. Al que ha hecho para una Navidad, hace años, con sus propias
manos. Quiere verlo pasar, aunque sea por última vez.
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