Todos éramos hijos
¿A qué huele la infelicidad? se pregunta a través de la protagonista de Todos éramos hijos, Frik, la escritora María Rosa Lojo. Esta novela, de sesgo autobiográfico, de la que hoy escribe una reseña Silvina Rodriguez para Libro de arena está atravesada por los acontecimientos y personajes de los años '70, en Argentina. Desde la mirada de un grupo de adolescentes que buscan forjar su identidad en una exploración amenazada por el ejercicio de la violencia se aborda un universo social y político complejo con el que la autora busca resolver una deuda.
Por Silvina Rodríguez*
Hay que
tener un deseo que se sostenga, espíritu y alguna deuda pendiente con el pasado
cercano. Y hay que tener coraje. También, en lo posible, tal vez el requisito
más difícil, hay que escribir del modo en que ella lo hace. Entonces nos
encontraremos con una novela teatral (de hecho, los capítulos finales son tres
escenas del género dramático, y hasta de tragedia griega, porque el coro glosa
los diálogos de los personajes), con un pleno homenaje a Arthur Miller y su Todos eran mis hijos, el correspondiente juego de palabras con el título y
por detrás, o casi por delante de todo esto, la historia de Frik, el alter ego
de la autora, una adolescente a punto de terminar su secundaria en un colegio
católico en Castelar. Por momentos enteramente testimonial, en otros tan lírica
como siempre (por suerte, los momentos en que la prosa poética de María Rosa
aflora pueden ser un remanso en la lectura que duele, se pone áspera, sangra).
Me distancian diez años con Lojo, y pude reconocer, hija asimismo de inmigrantes españoles, muchos de los discursos que circulaban entre 1972, la vuelta de Perón, Ezeiza, las elecciones, Cámpora, las intervenciones de la facultad, en especial la de la Filosofía y Letras (una amiga de la familia pasó lo propio y lo recuerdo perfectamente), el momento en que Perón le baja el pulgar a Montoneros (“esos imberbes”, los llamó), la muerte del General, el advenimiento de Isabel como presidenta, la presencia oscura, negra, de López Rega y todo lo demás. En el medio, adolescentes que representan la obra de Miller, compartiendo escena por primera vez los chicos de la escuela de curas con la de monjas, mezclas que no se producían por esos años. Una obra que bucea en la responsabilidad de los padres hacia los hijos y cómo puede volverse un arma de doble filo, una especie de trampa mortal. A Frik, que se ve siempre pasando inadvertida, le toca (¿le toca? Creo que estuvo muy bien elegida) el papel de la madre, Kate Keller.
Se cuela la Teología de la Liberación, el padre
Mujica, los palotinos y hasta la Iglesia de Santa Cruz, allá donde desde el ’76
y hasta el ’78, yo iba, cual penitente, a misa de los domingos, la llamada
“misa de la juventud”, con guitarras, canciones como “Libros sapienciales” o
“Presente” y sermones que hablaban de un mundo más parejo, más equitativo. Así
que me abismo en la lectura, parte también de un lugar donde quizás estuve con
Gustavo Niño (el alias de Astiz infiltrado) o las monjas francesas, sin
saber…Tantas cosas, sin saber, por esos años.
La justicia poética, un criterio literario o más bien
dramático donde en el Siglo de Oro Español, en el teatro, al final a cada quien
le tocaba lo que merecía, se ejerce en plenitud en las escenas últimas de la
novela, donde un padre y un hijo se reencuentran, y las deudas de la autora se
saldan con Ana, su madre.
Lo demás corre por cuenta de la lectura que hagan
ustedes.
Buenos Aires, Sudamericana, 2014
*Silvina Rodríguez:
librera y feriante de Tierra de libros.
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