110 años del nacimiento de Gonzalo Torrente Ballester
A principios de los años ochenta, se emitió por la televisión
argentina, una producción de la TVE, que fue un éxito de audiencia. Se
llamaba Los gozos y las sombras, iba los domingos a la noche, y
los lunes era el tema casi obligado de conversación. La serie estaba
hecha a partir de la trilogía novelística del mismo nombre de la que
era autor Gonzalo Torrente Ballester. Se narra allí la historia de la
vuelta a Galicia de Carlos Deza, un médico radicado en Austria, y los
hechos que se producen en el pueblo después de este regreso. Hoy se
cumplen 110 años del nacimiento de Torrente Ballester. Lo recordamos con
el fragmento del Capítulo 2, en el que se cuenta la llegada de Don
Carlos. Está en el primer libro de la trilogía, subtitulado "El señor
llega".
Los gozos y las sombras 1. El señor llega.
Capítulo ll
“Era día feriado. La baca del coche comenzó a poblarse de aldeanas con cestas de hortalizas y sacos con crías de cerdos, y una hubo que intentó meter en el coche una ternera lechal. Dentro y fuera armaban una feroz algarabía en lengua vernácula, aumentada por los gruñidos de los animalejos. Peleaban entre sí, peleaban con el cobrador, pelearían con la luna si les llevase la contraria. Carlos, encaramado en el más alto y desamparado de los bancos, reía a cada incidente. A su derecha, una vieja, con cara de raíz de árbol, no había dejado de chillar desde su llegada; a la izquierda, una mujer joven, envuelta en un grueso mantón, no había abierto la boca en todo el camino, aunque la vieja se dirigía a ella exclusivamente. Pero, cuando comenzó a llover, la joven ofreció a Carlos un cobijo bajo el mantón. Y sólo entonces habló:
-El señor va a mojarse.
Y como Carlos declinase el ofrecimiento, la vieja de la derecha intervino: -Dale el mantón, mujer. ¡Pues no faltaba más!
Prefirió compartirlo a dejarla a la intemperie. El mantón, cubriéndoles las cabezas, les dejó aislados del exterior. El griterío quedaba fuera, como lejos, y con el rumor de la lluvia se alejaba cada vez más, hasta quedar todo en silencio. La moza era rubia; dos trenzas le caían apretadas sobre los pechos. -El señor es don Carlos Deza, ¿verdad? -preguntó la muchacha después de un rato.
-Sí. ¿Cómo lo sabe?
-El señor no tiene por qué tratarme de usted. Soy Rosario; la hija del Galán, un casero del señor. Soy como la criada del señor.
¿Quiere decir que vive usted en mi casa?
-No. Mi padre lleva arrendadas unas tierras del señor, y una casita. Las lleva desde hace muchos años. Ya en vida de mi abuelo. La que va a su lado es mi madre.
No había sido caridad el ofrecimiento del mantón, sino pleito homenaje. Estuvo tentado de desembarazarse de él y mojarse: no entendía bien aquellas cosas.
Rosario no le había mirado de frente. Hablaba sin volver la cabeza, en un castellano forzado, de acento muy abierto. Carlos se fijó en ella, estudió su perfil. Podía ser una aldeana francesa, ancha de pómulos, rubia, colorada. Las ropas eran de buena calidad y corte ciudadano: sólo el mantón y el pañuelo atado a la cabeza denunciaban a la campesina. Sobre el escote bailaba una medalla de oro, grande. Las manos, también grandes, no deformadas por la labranza, ni sucias del trabajo, sino limpias, con las uñas bien cortadas. Le preguntó indirectamente:
-Luego, ¿trabaja usted mis tierras?
-Yo, no, señor. Mi padre. Yo soy costurera. Y ya le dije al señor que no me trate de usted.
Sacó la cabeza del mantón, y habló con su madre. Le habló en gallego. Carlos no entendió bien lo que decía, aunque comprendió que se refería a él. La madre, entonces, metió baza, y le hizo mil ofrecimientos humildes. Desde que la madre habló, Rosario volvió a su mutismo. Llevaba las manos cruzadas sobre el regazo. Carlos vio entonces, en sus muñecas, pulseras de oro fino, pulseras gruesas, de traza moderna.
La vieja había iniciado una retahíla de quejas: la tierra daba poco y doña Mariana les había subido la renta a quince duros anuales. ¡Quince duros, señor, por unos ferrados de tierra y una casa! Era cosa de doña Mariana. Ni el padre del señor, ni su madre, que Dios tuviera en la gloria, habían tocado nunca la renta antigua, los siete duros que pagaban desde hacía cincuenta años.
El autobús subía una larga cuesta, jadeando. Se detuvo dos o tres veces. El conductor cogió agua en un regato y la echó al motor, que humeaba. Lograron alcanzar la cima. Entonces, Rosario dijo:
-Ya llegamos, señor.
Y señaló, con un gesto, el fondo del valle. Pueblanueva del Conde aparecía envuelta en lluvia menuda y gris, irguiéndose en una colina, entre dos ríos. El de la derecha venía limpio; el de la izquierda, sucio de escorias. Se juntaban y se prolongaban en la ría, cada vez más ancha, dando vueltas a los montes, hasta perderse, lejos, en la mar abierta.
Bajaban por una carretera pina, de curvas pronunciadas. Rosario, en una de ellas, tocó el codo de Carlos.
-Mire, señor. La casa del señor.
Carlos miró. A la derecha, sobre una roca enorme casi cortada a pico sobre la mar, estaba su casa. Un grupo de árboles altos medio la ocultaban. Vio una esquina de la torre, cubierta de hiedra.
-Va a pasar mucho frío en esa casa. ¡Tanto tiempo sin vivir nadie en ella!
-¿Estuvo usted allí alguna vez? -dijo Carlos, por decir algo.
-Cuando murió la señora. Asistí al velorio. Ya va para cuatro años.
Terminada la cuesta, el autobús entró en un puente largo, luego en una calle de casas pobres, apoyadas de una parte, en los restos de las murallas. El otro lado de la calle lo bordeaba un pretil de piedra que lamían las aguas. Había gente en las ventanas y junto al pretil: Le miraron al pasar el autobús y siguieron mirándole cuando ya había pasado; Carlos no lo advirtió: estaba distraído por un rumor lejano, como de muchos martillos o de máquinas taladradoras, que llenaban el espacio. Al volver una esquina, se hizo más próximo y agudo. Carlos preguntó qué era.
-Es el astillero, señor -respondió Rosario. Y al hacerlo, volvió por primera vez el rostro. En su mirada y en su voz había cierto orgullo, casi como si hubiera dicho: mis astilleros.
El autobús llegó a la plaza, y se detuvo. Los de arriba y los de abajo se hablaban a gritos. Carlos pudo bajar, amenazada su cabeza por el saco de los lechones. Rosario no había querido descender antes, pero, entre la cabeza de Carlos, y sus piernas, permitió que interpusieran el saco. No obstante, y sin quererlo, vio Carlos que las tenía lindas, y que sus medias y zapatos eran finos, muy finos, impropios de una costurera hija de labradores. Se encogió de hombros pensando que quizá Pueblanueva no fuese tan medieval como siempre había creído…”
Gonzalo Torrente Ballester
Alfaguara, 2019.
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