Salud, compañero maestro Leopoldo Marechal

Hoy se cumplen 50 años de la muerte de Leopoldo Marechal. En el mismo mes en el que se conmemoraron 120 de su nacimiento, completamos nuestro homenaje con una nota de Mario Méndez acerca de la que fue su gran novela: Adán Buenosayres.

Por Mario Méndez


En 1987, después de dejar Letras por segunda vez (en esta ocasión en la UBA, tres años atrás lo había hecho en Mar del Plata) decidí empezar el Magisterio, más coquetamente llamado Profesorado de Enseñanza Primaria (vulgo “el PEP”) en ese magnífico colegio (por historia, por presente y por presencia) que era el Mariano Acosta, cuna de maestros por donde habían pasado, entre otros grandes, Julio Cortázar.
A mediados del primer año de una carrera que por entonces duraba apenas dos y medio, es decir, en el 88, año que presagiaba la crisis y la caída anticipada del primer gobierno democrático post dictadura, sin ninguna experiencia, pero sobre todo sin plata y sin trabajo, conseguí, junto a otros estudiantes osados, algunos todavía hoy muy amigos, una suplencia en el distrito Moreno, allá donde el Sarmiento termina su recorrido, por no decir donde el diablo perdió el poncho. Hacia barrios perdidos como el Cruce Derqui iba, sin plata y con bastante miedo de enfrentar este trabajo para el que todavía no estaba preparado (que finalmente ejercí creo que con decoro, sin duda con amor, durante un par de décadas o más), con un viejo ejemplar de Adán Buenosayres en el morral, o bajo el brazo. Era mi escudo, mi espada, hasta mi almohada contra el vidrio frío del tren.
Adán Buenosayres, el personaje más icónico de Marechal, era maestro. Y la novela, donde sobresalía la estrambótica figura de Samuel Tesler, era un deslumbramiento. Yo, que en el último año de la secundaria me había enamorado de Rayuela, ahora caía rendido ante esta novela incomparable que, precisamente, Julio Cortázar había sido el primero (casi el único) en saludar cuando recién se publicaba, en años en que, por peronista, el compañero Leopoldo era ninguneado en los círculos intelectuales.
Varios  años después, ya recibido de maestro, se me ocurrió estudiar en la Escuela de Cine de Avellaneda, el mítico Instituto (el IDAC) donde se había resistido mucho, súper 8 mediante, y a fuerza de coraje documental, a los años de la dictadura.
Di el examen escrito, lo aprobé. Y luego tuve que enfrentar un coloquio con un profesor de guión, cuyo nombre lamentablemente no recuerdo. Este buen docente me preguntó, vaya a saber qué relación encontraba con el estudio del cine, qué personaje literario sería yo, si pudiera elegir. Dije el primero que me vino a la cabeza, que me subió desde el corazón; dije, por supuesto, Adán Buenosayres. Y empezamos a charlar de Marechal, de la novela, del trabajo de maestro que yo hacía, por esos tiempos en la Villa 20 y en un colegio de Palermo. Aprobé también la charla, y empecé a estudiar Cine. 
Hoy, veinticinco años después de haber terminado la carrera, trabajo en el Programa Bibliotecas para armar, donde doy un ciclo de Cine y Literatura, dos de mis pasiones más grandes. Cada tanto, me toca escribir una nota como esta para nuestro Libro de arena. Por eso, cuando a principio de este mes de cuarentena la compañera Pía Chiesino, que ¿será casualidad? también es de Avellaneda, preguntó quién quería escribir sobre Marechal a cincuenta años de su muerte, levanté la mano virtual, muy entusiasta.
Adán Buenosayres me sigue acompañando, está en mi corazón desde aquellos días de 1988, cuando era un pibe de apenas veintidós años lleno de sueños. Cómo no levantar la copa hoy, 26 de junio, a la salud de uno de los más grandes escritores que dio nuestra tierra, cómo no rendir homenaje a Tesler, al petizo Bernini, a Schultze, a Severo Arcángelo, a Megafón, a Antígona Vélez y a tantas, tantas criaturas que nos dio para siempre el enorme compañero Leopoldo Marechal, maestro de maestros.


Adán Buenosayres
Leopoldo Marechal
Sudamericana, 1948.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El crimen casi perfecto, de Roberto Arlt, Ilustrado por Decur

La lectura del tiempo

“Esa mujer”, de Rodolfo Walsh, por Ricardo Piglia