Alejandra Erbiti: “Lo mejor de este oficio es reírme a carcajadas de mí misma”

A fines del año pasado, y como despedida del ciclo que el Laboratorio de Análisis y Producción de Literatura infantil y juvenil le dedicó al humor, invitamos para el cierre del año a Alejandra Erbiti. En el patio de La nube, un día de calor, charlamos, nos reímos, intercambiamos y luego de comer y  brindar, nos despedimos con abrazos, porque se podía, ¡qué tiempos! De resultas de todo esto quedó esta charla muy jugosa, de la que hoy compartimos la primera parte.


Mario Méndez: Vamos a hacer el comienzo formal de la charla. La última del año. Cerramos el ciclo que le dedicamos al humor con la visita de Alejandra Erbiti. Muchas gracias por venir, Ale.
Alejandra Erbiti: No, gracias a ustedes. 

MM: Te elegí porque me parece que toda tu literatura, tus cuentos, tus novelas, tu poesía y tu teatro están atravesados por el humor. 

AE: Totalmente. El humor es mi héroe.

MM: Estuvimos viendo humor, los autores que se dedican al humor en la Argentina, hablamos un poco de la teoría, la gente hizo reseñas y cuentos de humor, y cerramos el año y el ciclo con tu presencia.

AE: Bueno, muchas gracias.

MM: Vamos a empezar por ahí. ¿Por qué esta opción por escribirlo todo atravesado de humor? 

AE: Fue una opción que no pude eludir, como no pude eludir la literatura infantil y juvenil, sobre todo la infantil. Porque como notarás, la mayor parte de lo que publico es para determinada franja. Desde los recién nacidos hasta los once, doce años, esa es mi franja favorita. Sólo La saga de La maga de Arannar es para adolescentes. Y si bien no es un texto netamente humorístico, el humor está presente. 

MM: No, pero es fantástico. 

AE: Es fantástico pero a mi modo, una suerte de infidelidad al género fantástico. Tengo libros que son un gag tras otro. La Maga no. Sin embargo, hay episodios graciosos y otros guiños en medio de la trama que, desde el comienzo, se presenta como trágica... situaciones que comienzan con dolor, miedo, angustia, misterio y se superan a través del humor. Cuando hablo de humor no hablo necesariamente de chistes o gags, sino de rebeldía, de no resignarse, de sobreponerse y salir fortalecido de situaciones difíciles, incluso, terribles.  Y el humor, al menos para mí, no es "un recurso" para escribir, está en mí, en mi vida cotidiana, en mi manera de ver el mundo y, por lo tanto, en la escritora que soy.  Suelo reírme y rebelarme (se lo he contado a Mario) cuando me preguntan si para escribir literatura infantil  invoco a mi niño interior. Como si fuera una especie de sesión de espiritismo y entonces, escribe la niña que una vez fui. Y no, de ninguna manera. Obviamente tengo las vivencias y los recuerdos muy frescos, muy vívidos, de mi infancia. Tengo mucha memoria de mi pasado. A veces, me enojo cuando me dicen que no puede ser que recuerde tales o cuales cosas, que seguramente me lo deben haber contado mis tías o mis abuelas. Y no. Porque yo hablaba con ellas y tenían un recuerdo muy borroso, o no recordaban nada y yo sí. Entonces, me dicen que lo debo haber soñado. No importa. Yo lo tengo como  recuerdo.  Y cuando escribo, me siento a escribir tal como soy ahora. Siempre tuve necesidad de escribir. No tuve claro desde el principio que esta podía ser mi profesión. Que iba a poder vivir de escribir y de los libros, que iba a convertirme en escritora, porque eso era muy raro en mi familia. Los escritores venían de un planeta que se llamaba Escritolita, o Escritolurno, o de no sé dónde (risas), pero de mi familia no podían salir escritores. Bueno, el humor, que como ya dije es mi héroe, me rescató también de ese prejuicio familiar, de ese falso imposible. Volviendo a la saga de La Maga de Arannar, les cuento el arranque sin spoilear nada, sólo para ilustrar por qué digo que es genero fantástico, pero a mi modo, con algunas infidelidades.  Esta es una maga prestigiosa que está como autoexiliada en una montaña indeterminada, toda la geografía de la novela es indeterminada, solo se sabe que en esa montaña hace mucho frío. Y ella lleva tanto tiempo ahí que ya está muy baqueana con ese lugar y se armó su casa, muy cómoda y acogedora, en una cueva. De buenas a primeras, llega una bruja a visitarla,  es una vieja amiga. Entre ellas existe una relación de mucho respeto y  cariño mutuo. Una relación como la que puede existir entre una médica y la machi de algún pueblo originario. La cueva de la maga está en lo más alto de la montaña. Y subir hasta allí es todo un desafío. No sube cualquiera, porque tiene una  serie de hechizos que ella le puso, justamente, para que la dejen tranquila. Bueno, esta bruja amiga consigue sortear esos hechizos y es muy bienvenida. Estas amigas tienen mucho en común, pero también profundas diferencias. La bruja es más bien impulsiva y la maga es reflexiva y más científica. En la primera escena, toman té junto al fuego y conversan. Se ponen  al día, no se ven desde hace mucho tiempo, pero además hay tensión en la charla, porque la bruja viene a pedirle ayuda a la maga, algo espantoso sucede abajo, en el pueblo. Esto implica que la maga abandone su exilio y no quiere hacerlo. De pronto, se escuchan ruidos y se asustan. ¿Acaso la bruja habrá traído sin querer algún espíritu malvado? Salen de la cueva a ver de qué se trata y aparece una extraña criatura de barro, de hojas y de ramas. No se sabe qué bicho es ese que se arrastra y se les acerca cada vez más. Están preparadas para defenderse de lo peor, pero, al final, "esa cosa" habla, se pone de pie y descubren que sólo se trata de un chico de once años. No imaginan cómo, pero este niño pudo subir la montaña solo, a pesar del clima hostil y de los complicados hechizos. Él también viene a buscar a la maga por los mismos motivos que plantea la bruja. Ha sorteado tantos obstáculos y le llevó tanto tiempo encontrar la cueva, que está sucio, completamente cubierto de barro y otras cosas de la cabeza a los pies, ni se le ve la cara. No es una escena para morirse de risa, pero una peligrosísima amenaza se convierte en un niño encantador, cuya presencia va a fastidiar y a provocar muchos celos en la bruja durante toda la trama.

MM: Y vos, esos yeites o “tips del humor, ¿dónde los aprendiste? ¿Cómo los aprendiste?

AE: Insisto con esto de que más que aprenderlos, casi que vinieron de fábrica, crecieron conmigo. Cuando no sabía escribir,  les inventaba historias a mis amigos, inventaba obras de teatro. Yo era la que inventaba la trama del juego, no porque la imponía, sino porque me lo pedían. Después, con Gianni Rodari me entero de que eso también es escribir. "Juegos en el parque" es el capítulo. En su Gramática de la fantasía hace varias referencias a esto de jugar/escribir, pero de este título me acuerdo especialmente. O “El abuelo de Lenin”, no se si lo recuerdan…

MM: No.

AE: Es un capítulo hermoso, porque dice que el abuelo de Lenin tuvo una gran idea. No es que baje línea leninista, sólo se refiere a la onda  de este señor. Al abuelo de Lenin le encantaba recibir a sus muchos nietos y observarlos jugar. Y veía que estos niños, en lugar de usar la puerta para entrar y salir de la casa, saltaban por las ventanas.  Entonces mandó a hacer unos bancos y los puso en todas las ventanas, para que los chicos no se lastimaran, para que tuvieran un escaloncito antes de saltar hacia el otro lado. O sea que ese abuelo comprendió que era mucho más interesante, divertido, misterioso entrar y salir por las ventanas, que esa elección de los niños era parte del juego. Y que en la vida no es lo mismo entrar por la puerta de adelante, por la puerta de atrás, que entrar por la ventana, por el techo o por la chimenea. Es un ingreso diferente, con expectativas y consecuencias diferentes.

Álvar Torales: No así el egreso.

AE: Claro. Como que el tipo, intuitivamente había encontrado lo que ahora se llama un “tip”, un yeite del humor: que el  personaje ingrese desde un lugar “insólito”. Lo de entrar y salir por la ventana, o la escena que les conté recién de La Maga, de tener que trepar a una montaña, que implica  jugarse la vida. Tomar ese riesgo, sortear todos los hechizos que impiden encontrar a la maga y conseguir llegar a su cueva secreta debe ser por algo especial.

MM: ¿Además de contar y escribir eras la chistosa del grupo? 

AE: Y sí. No me lo propuse, fue una vía que descubrí (sin ninguna consciencia de tal descubrimiento)  para conectar con el mundo. En mi familia, había una abuela que no tenía ningún sentido del humor. Era muy trabajadora pero bastante aburrida. Es más, no entendía los chistes. Se reía con las películas de Niní Marshall, por ejemplo. Pienso que era porque Niní además de ser una genia, era una payasa extraordinaria y era un tipo humor que esa abuela podía comprender. Pero si le decías un chiste apenas sofisticado se quedaba pagando. Ni hablar de un sarcasmo, se tomaba todo de manera literal, se enojaba o se ofendía. Mi mamá, la hija, era una versión mejorada con respecto al humor, pero no mucho más. Mis dos abuelas aprendieron a leer, a escribir, a sumar, restar, dividir y multiplicar, y listo. Las sacaron de la escuela. A trabajar. A la mamá de mi papá no tanto. La sacaron, pero fue una vaga toda la vida. No hacía nada. (Risas). Era re machona. Mi abuelo se enamoró de ella a los trece, catorce, se llevaban pocos años de diferencia. Y él pasaba cerca de ella y le decía “¡Machona!”, porque mi abuela era chiquitita, petisita y flaquita y daba unos saltos increíbles. ¿Vieron esos buzones de correo, que miden como un metro y medio? No sé si queda alguno todavía… los altos, de hierro…

Asistentes: Sí.

AE: Era como una gimnasta rusa. Venía corriendo y los saltaba con las piernas en un ángulo de ciento ochenta grados. Sin tocarlos…

Asistente: Doble machona…

AE: Doble machona. Era como la Nadia Comanecci de esos años.  Y mi abuelo, de tanto cargarla y gritarle "machona", al final terminó enamorado de la flaca que saltaba los buzones. Esa abuela era tan ignorante como la otra pero tenía un sentido del humor… Era mala… No voy a contar toda la historia, pero era bastante venenosa. Y tenía un sentido del humor que era ácido sulfúrico. O sea que era tan poco instruida como mi otra abuela, pero inteligentísima. Cazaba todo al vuelo y enseguida se le ocurría algo. Ya sea cuando jugaba conmigo chiquitita, o en las mesas familiares, o chusmeando en la puerta de su casa. Después estaban las grandes fiestas familiares en casa de mi bisabuela, que vivió casi hasta los cien años. Debe haber estrenado uno de los primeros marcapasos que llegaron al país por aquellos años y fundió como cinco. Primero fue toda una tragedia griega, "¡La abuela Irene se muere! ¡La abuela Irene se muere!" pero cuando vieron que la vieja andaba fantástica con su marcapasos, la gastaban todo el tiempo. Cuando el televisor andaba mal y había interferencia en la imagen, le decían que se corriera, que por culpa de su marcapasos no podían ver bien "el fóbal". (Risas). Había tormentas eléctricas, y ella estaba pelando papas y le decían: “¡Guarda con ese cuchillo, guarda con los rayos, eh!”. (Risas). El primero que tuvo era enorme, como una radio Spica que llevaba en la cintura conectado por un cable a su corazón, era  impresionante, el cable entraba al pecho. Ya la daban por muerta, pobre, pero vivió mucho y bien, lúcida y  con mucha energía y  los marcapasos que le colocaban eran cada vez más chiquitos. Hasta que el último ya estaba todo dentro del cuerpo. Ahora debe ser un chip, me imagino. 

Asistente: Más o menos…

AE: Entonces, el chiste malvado era saludarla con palmaditas en la espalda y decirle: “¡Qué tal, abuela!”, y ella tosía, porque esas palmadas provocaban algo en el marcapasos. Ella también se reía y te soltaba unas cuantas palabrotas.  (Risas). También esa bisabuela era una mujer poco instruida pero muy inteligente, con mucho humor. Era un ambiente familiar bien narrador, todo el mundo tenía algo para contar. Historias repetidísimas que todos sabíamos de memoria e historias que se iban incorporando. Mi bisabuela tenía como once hijos, entre ellos, dos mellizas. Yo era chiquita y me costaba un montón saber cuál era cual. Me parecían idénticas. Dos gordas divinas sacadas de una película de Fellini.  Escucharlas contar anécdotas era un show. Y como condimento bien picante, el marido de una era comunista y el de la otra era peronista. Los dos bastante borrachines, terminaban re mamados en todas las fiestas. Había un cumpleaños, no me acuerdo de quién, que era en pleno invierno. En esa casa siempre se hacían unas comilonas tremendas. Mi bisabuelo era una especie de don Inodoro Pereyra y trabajaba de asador profesional. Hacía asados para mil personas. Pero no sólo se servía asado en aquellas fiestas. Primero, venía una tremenda picada, luego el plato principal, luego el menos principal, el postre, el café con masas o torta... y a las doce de la noche, religiosamente, fuera julio o enero, se servía guiso de mondongo. Se mataban. Y los respectivos maridos de las mellizas gordas caían en coma alcohólico. (Risas). Se acomodaban en unas reposeras enfrentadas, sobre el pasto y empezaban a pelearse: “Porque a ustedes Perón nunca los quiso”, le decía el peronista al comunista. “La Plaza es del pueblo, demagogo de mierda" le contestaba el comunista. Y así, un buen rato, hasta que se quedaban dormidos y roncaban que se escuchaba en toda la manzana. Cuando se despertaban, no se acordaban de nada. Siempre se despertaban  justo para el mondongo. (Risas) ¿Cómo no tener humor? Es un don adquirido, es una secuela maravillosa que me quedó de una infancia donde se repetían estas y otras escenas que me sorprendían y me hacían reír. Y este humor no puede estar ausente en mi escritura. La necesidad de escribir la tuve siempre. Escribía para mis compañeras de la escuela. Si alguna tenía novio enseguida le armaba una historieta. A partir de algo que me había contado, yo fantaseaba el resto. Y entonces me pedían, que les escribiera otra y otra. Escribía las canciones para cuando nos íbamos de viaje, o si se iba una maestra, o si alguien cumplía años. Me hacían inventar monólogos en el micro cuando salíamos de excursión. Yo fui al que era el colegio concheto de mi pueblo en esos años, y yo era una ratonaza de barrio semi-rural; mi familia era ratona.  Y creo que también fue una cuestión de supervivencia. No sufrí bullying, pero sí me provocaba mucho fastidio una compañera. Era muy mala, burlona, agresiva y era racista, salvo ella los demás eran todos "unos negros de mierda". Y ella, con sus antepasados asirios, era bastante morocha, de piel bien aceitunada. En Historia Antigua leímos que los asirios eran un pueblo muy guerrero. ¡Con razón! Su familia estaba muy bien económicamente y ella, que en la primaria había sido casi invisible, en primer año de la secundaria se transformó en la matona del grupo. Y como buena matoncita, tenía una rémora alrededor, cuatro o cinco amigas que abrevaban de ese pequeño poder y le festejaban sus burlas. Un día me cansé, me harté de escucharla hablar de que los negros esto, o los negros lo otro, y le pregunté si ella se había mirado al espejo. Le dije era cierto, que yo vivía en calle de tierra (eso me convertía en un ser despreciable) pero que si nos poníamos una al lado de la otra, ella era bastante más morochita como para andar despreciando tanto al negraje. Se puso a llorar como loca, le dio como un ataque y no puedo acordarme del insulto que me dijo, pero ni lo pensé y la trompada me salió sola. Jamás le había pegado a nadie, no practicaba ningún arte marcial, no tenía otro contacto con las piñas que el programa de televisión “Entre las sogas”, que miraban mi papá y mis tíos los sábados a la noche. No tenía hermanos… La piña se me fue sola y la senté de culo. (Risas). Estábamos en un recreo. Ella se fue llorando, no sé adónde, y fue toda una telenovela. La monja que era la superiora y la directora de la escuela, estaba asistiendo a una persona internada en el hospital. Ella y una monja de un rango inferior. No sé cómo llegó la noticia al sanatorio casi al instante y se vino volando a la escuela. Porque no era posible, en un colegio religioso y de niñas, una alumna le había dado una trompada a otra. Yo pensé que me echaban. Me cayó la ficha después. Estábamos en clase y llaman a la que recibió la piña desde la dirección, estuvo horas, y volvió llorando a moco tendido, juntó sus útiles y se fue.  Pasaban las horas, ya era el mediodía y a mí nadie me llamaba. No me llamó nadie, nunca. Y esta chica, la que recibió la piña, no volvió a insultar nunca más a nadie, no hizo bullying nunca más. Por lo menos en mi presencia. Y viajamos sentadas juntas a Bariloche. Y compartimos la habitación. Algo pasó. Y no es que a mí todas las docentes me amaran, para nada, la de matemática me tenía acá. Y sin embargo, a partir de ese día y durante toda la semana, cuando entraban a dar clases hacían una pequeña nota editorial de cinco, diez minutos, sobre lo que había sucedido, sin mencionarnos. Pero donde la que hacía bullying quedaba muy mal parada…

AT: Alejandra la justiciera…

AE: No me felicitaron, no podían felicitarme. Pero creo que todas tenían ganas de darle una piña y la di yo. Tampoco me castigaron. A lo mejor ella dijo algo. Porque en mi casa yo no conté nada, y a la semana mi mamá sabía todo, con lujo de detalles. Los motivos, toda la conversación que habíamos tenido, y yo no le había contado absolutamente nada. Se lo habían contado las docentes, la directora, la preceptora… Yo, ni enterada. 



MM: Me perdí. ¿Por qué llegamos acá? (Risas).

AE: Porque estas mismas cosas las fui contando para adultos. Empecé a escribirlas, no era un diario, eran hojas sueltas.  Empecé a escribir monólogos y textos breves para adultos, sobre todo cuando empecé la facultad (estudiaba Periodismo), y terminaba rápido lo que tenía que escribir. Me pedían, por ejemplo,  un guión para una publicidad para vender un encendedor y me salía bastante rápido armar la escena y los diálogos en mi cabeza, sólo restaba ponerlo por escrito. Y no era algo raro, porque yo había armado casi todos los sketchs y las obras que hacíamos durante el colegio. También había hecho teatro en mi pueblo.

MM: ¿Cómo dramaturga?

AE: Las dos cosas. Empecé a estudiar teatro y llegué justo en el momento en el que estaban ensayando algo para lo que necesitaba unir textos. Era como un homenaje al teatro argentino desde los comienzos, desde el circo de los Podestá hasta Dragún y Talesnik, pasando por Roberto Arlt y otros. Eran pequeñas escenas y había que enlazar unas con otras. Había dos juglares que jugaban entre las escenas congeladas, un chico y una chica, (yo era la chica), ellos tenían que enganchar las escenas. El director no quería hacerlo con apagones. Y bueno, le dije que quería escribir esos enlaces. Nadie se opuso. Y se me ocurrió hacerlo con estrofas del Martín Fierro. Me lo devoré en un fin, de semana. Y fue increíble, porque encontraba la estrofa perfecta para lo que venía, y lo que iba a venir. Fue como una especie de coro griego. Esa fue la época en la que me dieron ganas y empecé a escribir monólogos. En mi pueblo, hacía de todo: era la locutora de la única radio que había, la locutora de la tarde, hacía teatro, música, daba dos o tres materias en la Universidad, porque tenía la paranoia de que hasta que pudiera venir a Capital a estudiar, iba a perder el ritmo de estudio. Entonces me metí en la Universidad de Luján, a dar dos materias que tuvieran que ver con lo que yo iba a estudiar. Hice Sociología y Ecología, que en Luján es obligatoria para todas las carreras, tenés que hacerla aunque estudies Derecho, porque justo ahí,  donde está la Universidad, empieza la Pampa Húmeda, la pampa fértil. Y también cursaba la carrera de Bellas Artes. Tenía un profesor que me decía que tenía que vivir en la capital. Ni falta hacía, porque yo me moría por vivir acá desde los cuatro años.  Pero no tenía guita, no ganaba suficiente como locutora, pero en cuanto pudiera, volaba de Luján. Mientras esperaba que se cumpliera ese sueño, seguía escribiendo y leyendo mucho. Mi casa era muy humilde y chiquita, pero estaba forrada de libros. Todo lo que salía en fascículos semanales, las colecciones de “grandes obras de lo que sea”, mi mamá lo compraba. Y manoteé sin querer, desde muy chica, libros de humor, de César Bruto, de Wimpi y el humor judío de Sholem Aleijem. El humor judío es muy especial, si le cazás la onda, te enamora. No es solo el chiste, se te mete todo un pueblo dentro tuyo, en el corazón. Es algo entrañable. Cuando me quise acordar estaba publicando. ¿Y por qué el humor? Porque no puedo evitarlo. Es mi conjuro, en los dos sentidos de la palabra. Lo cuento siempre porque es posta; es mi técnica, podría decir. “Conjurar” significa llamar. Puedo conjurar a las fuerzas de la justicia para que mañana sea un día esplendoroso para todos. Pero también puedo conjurar a mis fantasmas, mis demonios, mis miedos, mis más terribles pesadillas para enfrentarlos. Eso es lo que hago. Ahora, si lo escribo para adultos me queda la angustia, no puedo librarme de ellos, cagarme de risa de mí, que es lo mejor de este oficio: reírme a carcajadas de mí, de eso que fue una tragedia, o un gran temor, o una gran pérdida, o un miedo o una frustración actuales. ¿Cómo me río de esto? Lo escribo con humor para los chicos. De ese modo le bajo los decibeles a la crueldad; no me gusta escribir cosas sádicas para chicos. Lo sé desde que vi Bambi y Dumbo. No quiero matarle la mamá a Bambi después de ese nacimiento tan bucólico, en el bosque, con todos los animalitos que vienen a conocer a ese cervatillo precioso… Me lo hacés trotar un poco con los amiguitos y le pegás un tiro a la madre… ¡No! Aunque exista la muerte. Mis lectores saben que existe, que está al acecho, la gente pierde seres queridos, pero no lo contaría de esa manera. Y tampoco voy a escribir una historia en la que se lleven a la madre de un elfeantito bebé y la tengan encadenada en un circo. Y que después de estar buscándola, finalmente la encuentre encerrada y ella sólo pueda sacar la trompa para acunar a su hijito ¡Nooo!… Además, con todo lo que vivimos, con los desaparecidos… Hoy menos que nunca. Dumbo se me resignifica de mil maneras. Conversando con Márgara Averbach, ella rescataba ese momento en el que Dumbo no se atreve a volar y le dan esa plumita, que no es nada, pero a él le sirve como objeto mágico, le da la confianza que necesita y vuela. Admito que esa escena es muy tierna, pero todo el padecer de ese elefante y su mamá que es separada de su bebé, es terrible. Entonces yo voy transformando la tragedia en comedia. Voy contando la historia para chicos que tienen la misma edad que tenía yo cuando vi Dumbo o Bambi. Arranco desde los ocho, más o menos, a veces antes. Chicos muy chiquitos. Te juro que estos libros los leen bebés. Tengo fotos que lo atestiguan. Le saco lo sádico y lo cruel y de todas maneras puedo contar cosas terribles. O cosas como esta… lo digo acá, entre nosotros, que somos adultos. Este libro se llama Cuiqui se enamora que da miedo. Podría llamarse “Alejandra revolea la chancleta que da miedo”. (Risas). Porque fue así. Y los chicos lo intuyen. Este libro no habla de sexo para nada. La palabra no está ni siquiera sugerida ni disfrazada. Es un monstruito que está apurado por salir a dar sustos. Y la mamá le dice que no, que hay que estudiar. Que el papá, ella y toda la familia estudiaron para poder salir a asustar. Él está muerto de ansiedad, no ve la hora. Y la mamá no lo soporta más y al día siguiente lo anota en el Colegio de Sustos. Y los chicos me preguntan por qué se llama así. ¿Por qué se enamora que da miedo? Y les digo que lo escribí en un momento de mi vida en el que estaba muy enamoradiza, me enamoraba a cada rato. Y me preguntan ¿cada cuánto? (Risas). Y yo les digo que cada tres o cuatro días. (Risas). Me preguntan si de personas distintas y les digo que sí. Y dicen: “¡Eeeeeeeeeeeeeh!” y se ríen todos, los chicos y la maestra. Escándalo total. Cuando sean grandes, si es que se acuerdan, van a atar cabos. Pero por ahora creen que es enamoramiento y que este ogrito que adora meterse en líos, siempre consigue lo que se propone. 

MM: Yo no me había dado cuenta, la verdad… (Risas). Lo voy a releer en otro momento. (Risas). 

AE: Este libro y Edgar Allan Pollo, son mis best seller. No al nivel J. K. Rowling, pero me han llevado a visitar un montón de escuelas. Y a algunas, muchas veces. Les gusta mucho a los chicos, lo quieren y me reciben como si fuera una rockstar. Me preguntan por qué no me hago youtuber. Les digo que estoy media vieja para ser youtuber, y me dicen que no. Así que me vuelvo a casa feliz de la vida.

MM: Acá hay una cuestión literaria interesante. Más que literaria, editorial. Libros que nos contás que se venden mucho, son de dos editoriales muy pequeñas. Abran Cancha y Letra Impresa.

AE: Y que a los chicos les gustan mucho. 

MM: ¿Cómo llegás a las editoriales? ¿Cómo llegás a las  escuelas? ¿Por qué elegís o por qué te han elegido éstas? Es un tema de mercado, si querés…

AE: Por el humor. Publico desde el ’93, empecé en un grupo editorial donde escribí a destajo, siempre para chicos o para docentes, o para padres y siepre con humor. Incluso, escribí manuales, material para docentes, pero no desde un saber pedagógico, sino siempre en relación con lo que yo podía sugerirles, ideas que se me ocurrían que podían ser piolas para trabajar tal cosa o tal otra. Algunos de esos libros los escribí sóla, con supervisión de docentes, por supuesto, pero yo elegía el tema, los personajes, cómo llevarlo, cómo plantearlo y el registro en el que están escritos. 

MM: Por la docencia no pasaste nunca…

AE: No, salvo los dos años que estudié en la escuela Nacional de Bellas Artes, en Luján, porque el título con el que salías era de profesor. Al tercer año ya eras Maestro de Artes Visuales, ya podías ejercer como docente. Pero yo no llegué a tercer año, porque al fin me mudé a Capital. Y confieso que Didáctica era la materia que menos me gustaba. La profesora no me gustaba para nada. No sé si era por ella o por la materia en sí, pero realmente la sufrí los dos años que la cursé. Y no creo recordar mucho. Me aburría mucho eso de llenar planillas, hacer las planificaciones… Cuando veo un formulario de lo que sea, huyo despavorida. Eso me resultaba muy tedioso. Y no es lo mismo estar frente a un grado como docente (lo compruebo cuando visito escuelas), que estar de visita como escritora. Es otra historia. Cuando llego a una escueal y me dicen: “Mirá que silenciosos que están tus lectores” les digo que eso pasa porque soy la visita.  Esto que me pregunta Mario de cómo llego… Básicamente, la mayoría de las editoriales tienen promotores. Algunos mejores que otros. Por suerte, con estos dos libros, me encontré con un muy buen promotor,  es Daniel Lopes; Mario lo conoce. Daniel es una persona que ama los libros, ama leer, es un gran lector. Entonces, si él tiene que promocionar estos dos libros se los sabe mejor que yo. Va a las escuelas, habla con las bibliotecarias, con la docente de esto, con la docente de lo otro, con el director, con la directora, con toda la comunidad escolar adulta. Después está el enganche de los chicos, que es una cosa de locos. El enganche con los personajes de estos dos libros y la historia que cuento  provoca que se enganchen conmigo y recibo un afecto increíble. Éste (señala un libro) tuvo una historia más triste, porque la verdad es que la editorial no lo movió para nada. Pero le podría haber ido muy bien…

MM: Los tíos del quinto infierno

AE: Sí. Tenemos una historia muy emocionante con Mario, que después les voy a contar.

Asistente: ¿Cuiqui… para qué edad es?

AE: Mirá… no sé. Debe decir por acá a partir de qué edad…

MM: No, porque Abran Cancha nunca pone. Adela no lo pone.

AE: Yo siempre los divido en “Muy Lectores”,”Más o menos Lectores”…

MM: Yo lo leí, y más allá del subtexto que dice Alejandra, me parece que es para chicos de tercero, cuarto, quinto grado. 

AE: Totalmente. 



MM: Mitad de la primaria, puede andar. Aparte, tiene esta cosa de novela para chicos chiquitos, que no hay mucho…

AE: Exacto. Y a ellos les gusta. Como está dividida en capítulos, me cuentan que sienten que leen “UNA NOVELA”. Se re agrandan. Les pregunto si la leyeron de un tirón, si se las leyó la seño… Ellos, por lo general, me esperan con un cuestionario que les hizo hacer la maestra. Yo no quiero enojarme con la maestra, que tiene que trabajar y hacer un montón de cosas. Pero cuando puedo, le pido que no haga esos cuestionarios, que no convierta mi visita en “Tarea para el hogar”, porque le quita parte de la magia que puede tener conocer al autor de un libro y para mí conocer a mis lectores. En lugar de un encuentro distendido, termina siendo parte de los deberes y me convierto en un embole. Tienen que escucharme, sí o sí, porque soy  “la tarea viviente”. Pero los chicos están con el papelito, porque hay como un temor de que me pregunten cualquier barbaridad. Y yo quiero que me pregunten una barbaridad o que tengan ganas de saber de mí, cualquier cosa. De todas maneras, siempre desbarranco con el cuestionario que les hacen hacer y en un momento cambio de tema, digo algo como para que ellos empiecen a contarme cosas, y soy  yo la que pregunta. Ahí salen cosas fuera del cuestionario. Cuál es mi comida favorita, de qué cuadro soy, cosas así. A veces, algunos docentes los retan, les dicen que esos no son temas literarios. ¿Cómo que no? Acá (toma un  libo) tengo un nene cuyos abuelos tienen un restaurante. Y esta novela, "¡Vuela, pensamiento!"  arranca con una escena de la vida real, presencié la escena con la que arranca la novela, la viví. Eso es real. Todo lo demás lo inventé. Inventé cómo vivía esa mujer en su casa, con esas dos hijas, cómo se habían enamorado con su marido, si había alguien más en la casa, que ayudara… entonces inventé una abuela muy piola, su madre; y si ella tenía su oficio, un trabajo y cuáles eran sus gustos musicales, y que es fanática de la opera y etcétera, etcétera. 

MM: Salió de la chica que no quiere que la saquen de la hamaca…

AE: Exactamente. Hay dos nenas que están diciendo que es tarde, que ya es hora de almorzar, y hay una persona que no quiere bajarse de la hamaca. Esa escena es verdadera, yo la vi. Edgar Allan Pollo es una novela que nació a partir de este nombre que juega con el nombre de Poe, un día se me ocurrió leyendo a Edgar Alan Poe, que me encanta. Durante un tiempo bastante prolongado, sólo tuve eso: el nombre de un personaje, el título de un libro que ni sabía de qué iba a tratar. Mi primer libro de Poe me lo regaló mi profe de cerámica cuando cumplí ocho años. Yo la adoraba, para mí era un hada que me libraba de mi abuela que era una bruja. Entonces el tiempo que yo pasaba en su taller era mágico. Parecía que la transferencia era mutua, porque se enteró de que era mi cumpleaños y me regaló un libro que mi abuela, cuando lo vio, casi se muere. “¿Cómo le va a regalar esto a una criatura”? dijo. 

MM: ¿Las Historias Extraordinarias?

AE: Claro, pero esas ediciones de lujo, esos libros divinos con tapa dura que parecen de madera, con ilustraciones de Soldi. Yo quedé bizca mirando ese libro, que no era “para mi edad”, ni para mi nivel de lectura en ese momento, yo no era una lectora voraz. Sí leía mucho a Maflada, en la cama, antes de dormir. Me sabía de memoria las tiras de Mafalda. Cuando vi ese libro de Poe fue un flash. Los dibujos eran terribles, no eran ilustraciones infantiles. Y los cuentos no eran las versiones originales de Edgar Allan Poe, pero eran re truculentas… “El pozo y el péndulo”…La verdad es que estuve en ese pozo, con ese pobre prisionero, y fue un alivio cuando finalmente salió. Yo veía el péndulo, y la cornisa, que él presentía, porque estaba todo oscuro. Sentir terror al leer fue una experiencia muy reveladora. 

MM: Y no sale, así que por ahí te contaron una versión edulcorada.

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