Henry Miller: Literatura en llamas

Ayer se cumplieron 40 años de la muerte de Henry Miller, uno de los novelistas norteamericanos más importantes del siglo XX. Fue un cuestionador feroz de la hipocresía moral estadounidense, y su voz influyó de manera fundamental en los poetas beatniks. Recodamos a Miller con esta  hermosa nota de Mario Gelvez.

Por Mario Gelvez*
Estoy tentado de decir que Henry Miller nació póstumo como le gustaba decir de sí mismo a Nietzsche. Pero no, Miller no podría haber nacido póstumo, lo único que si lo haría es su literatura, todo ese manantial de tinta que salía de su boca y de sus dedos, porque el tipo sostenía que la buena literatura es la que se expresa como se habla, y que un escritor no es aquel que pública, sino el que todos los días, como un parturiento compulsivo, no deja de parir menos de veinte hojas diarias, dándole como un poseso a la máquina de escribir.
Nació en 1890, como el viejo Borges, pero si bien a ambos la diosa fortuna les daría el don de las letras, la vida formativa los haría interpretarlas de manera diferente. El adolescente que fui, en los momentos de mayor hambre de filosofía, arte, literatura, cultura, y todo aquello que me desterrara de las calles llenas de dictadura y pobreza, devoraba todo lo que caía a su alcance, creyendo el pobre inocente haber descubierto cual era el secreto de la calamidad humana: la soledad, hasta que leí a Hesse, y supe que alguien había llegado antes que yo, y que lo había dicho de manera sublime, casi imposible de superar. Era fantástico llenarse los ojos de esta gente, y emborracharse con ellos en el insomnio de las noches sepulcrales. Y Borges te inhibía, maniataba tu lengua y tus dedos de aprendiz de escritor. Pero Miller no, Miller te daba ganas de treparte por las paredes, escribir boca abajo, debajo del agua, caminando bajo la lluvia, bajo las balaceras de los vampirizadores nocturnos, te daba ganas de vivir, de coger, de saborear todas las comidas, de emborracharte junto a tu Anais Nin y embelesarte con la voz seductora de aquella flaca con el rostro más intrigante que hubieras visto en tu vida.
Pero el verdadero Miller, el Miller de carne y huesos se había evaporado, solo tenías en tus manos al Miller que se había convertido en literatura, en el alter ego que nosotros no teníamos, ese que se iba de Estado Unidos a París sin más que el pasaje; que mendigaba comida y bebida todos los santos putos días de la semana, que se cruzaba con personajes que vos veías disperso alrededor tuyo, y que se la pasaba cogiendo, porque en las páginas de Miller se coge todo el tiempo, como si el horror de las guerras europeas, las crisis económicas, la muerte y putrefacción del mundo, los impeliera a todos a coger, como cuando la humanidad salía indemne de alguna peste, de alguna pandemia, de alguna epidemia. Y entre tanta muerte y tanto sexo, entre tantas bacanales y borracheras, el tipo escribía y se sentía feliz, y el mundo para él era maravilloso, inaudito, como diría su amado Rimbaud, y entonces  alcanzo a ver esa mueca de amargura en su rostro cuando Anais le dice, en la cara o por carta, “No somos felices, Henry, somos alegres”, y por un instante se petrifica, quisiera largarse a llorar, pero no, el tipo se acaricia la calva, y mientras EE.UU, su patria, entra en la guerra, el se va, se va a la mierda, se va a Grecia, que es lo menos que puede hacer un hedonista.
Y es Mona, esa mujer velada, fatal, que lo enamora y lo hiere, la que lo empuja a escribir, escribir hasta que le sangren los dedos para no perderla, para inmortalizarla en sus páginas y que no se evapore a cada instante. Como si no existiera hasta una próxima aparición, sin tiempo, espacio, ni dimensión. Mona, su luz, su guía, su noche, su perdición, la empoderada que lo bautiza “mi pequeño Dostoiewski” y lo atiza a escribir con la pasión de aquellos que se trascienden a sí mismos. Y a la vez es un par, un charlatán más del grupo, el bebedor que elucubra ideas y se alimenta de todo lo que los otros le ofrecen porque sabe que esa es su materia prima, su magma, los artilugios de su laboratorio que convertirá en letras, en palabras, en personajes, en inmortales. Porque  como un maldito más, él tiene “el método” para amasar todo ese lodo y transformarlo en Opus Nigrum, el más preciado tesoro de los alquimistas.
Leer a Miller es renacer todo el tiempo, convertirse en un vitalista nietzschiano, llenarse  de palabras que se desvían todo el tiempo, y que como dice él del libro “La evolución creadora” de Herny Bergson: “No sé si lo entendería, no sé si me quedará algo después de leerlo, pero ya el titulo me dan ganas de leerlo”. Eso nos pasa con Miller, cuando alguien dice Henry Miller, y se recuerdan sus títulos, o todas esas frases que uno señala, marca y remarca como si se rascara hasta sangrar. 
Por eso Miller no nació póstumo. Su literatura nació póstuma, porque él no hubiese soportado  este presente quizás haciéndose eco de esa terrible frase de Rimbaud “¿Qué es mi nada al lado del futuro que les espera?”. Lapidario. Más cuando uno tiene ojos de vidente.
Antes de escribir estas líneas posé mis ojos en los dos estantes de la biblioteca llenos de Miller. Difícil compilar noventa años de vida intensa. Las páginas de todos estos libros están resaltadas, así que dejé que el azar tome uno, y lo abra en cualquier sitio. Para mi asombro leo en la página 271 de “Trópico de Capricornio” este párrafo: “El mundo que conocí ya no existe, está muerto y acabado, eliminado. Y todo lo que yo era ha quedado eliminado con él. Soy un cadáver que recibe una inyección de nueva vida. Estoy radiante y resplandeciente, entusiasmado con nuevos descubrimientos, pero el centro todavía es de plomo, es escoria. Me echo a llorar…”. Muchos millerianos deben sentirse así  en estos tiempos que corren. Leer a Miller hoy es una inyección de vitalidad. Una inyección a tiempo.
Estoy seguro  de que si el viejo viviera andaría echando putas por todos los soportes técnicos, o se subiría a una mesa con una copa de vino y gritaría: “¡¡¡Embriagaos!!!  ¡¡¡Embriagaos!!!, de lo que sea, de vida, de arte, de literatura…” como decía su otro poeta- guía Charles Baudelaire.

*Mario Gelvez es poeta, periodista y librero. Es parte del Consejo de Redacción de la publicación digital Avellaneda Cultural. En 2010 se publicó “Las hierbas de Dionisio, que por el momento es su único libro de poemas
   

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