Vela de armas por una luchadora
Ayer se cumplieron 90 años del nacimiento de Carmen Balcells. Compartimos la nota que Mario Vargas Llosa escribió en el 2015 para recordar a su gran amiga y agente literaria. Balcells fue la editora que modernizó la edición en español y sin la cual el boom de la literatura latinoamericana no habría sido lo que fue.
MADRID.- Cuando la conocí, en los años sesenta, en un vuelo de Londres a
Barcelona, Carmen Balcells llevaba un extraño rodete en la cabeza y una
camisola que parecía de abadesa. Muchas veces le tomaría luego el pelo
recordando ese atuendo. Nunca sospeché en aquel viaje que ella sería en
el futuro, además de mi agente literaria, mi amiga más íntima y querida.
Con la franqueza que siempre la caracterizó me dijo en aquella ocasión
que había cometido un error aceptando la oferta de Carlos Barral de ser
la agente literaria de la editorial Seix Barral, porque la razón de ser
de este oficio era defender a los autores frente a los editores y no al
revés. La segunda vez que nos vimos, no mucho después, ya había
convencido a Carlos de que la dejara partir y comenzaba a operar de
manera independiente como agente literaria. Consiguió, por lo pronto,
que Seix Barral anulara el leonino contrato que yo había firmado (sin
leerlo, claro está) por mi primera novela, La ciudad y los perros,
cediendo aquellos derechos por toda la eternidad y concediendo a la
editorial una comisión del 50% sobre todas las traducciones. Había
comenzado ya ese largo combate que ella ganaría al cabo de los años en
toda la línea y cambiaría para siempre la relación entre escritores y
editores en todo el ámbito de nuestra lengua. E, incluso, más allá:
recuerdo muy bien el día que me llamó para contarme que, por primera vez
en su historia, la editorial Gallimard, de Francia, había aceptado
firmar el contrato de un libro por sólo 10 años de duración.
Los editores, al principio, la odiaban y querían acabar con esa intrusa
que se enfrentaba con ellos de igual a igual y los obligaba a competir
para poder hacerse de un inédito. Algunos ofrecían a los autores
pagarles mejores anticipos a condición de que prescindieran de esa
intermediaria temible. Llegaron a ponerle un juicio, que,
afortunadamente, perdieron. Ella, en las negociaciones, "derramaba vivas
lágrimas" (como la princesa Carmesina del Tirant lo Blanc), pero no
daba su brazo a torcer y, a menudo, como dicen en España, los ponía a
parir. Poco a poco, los editores fueron comprendiendo que lo que Carmen
hacía era algo más trascendente que defender los derechos de sus pobres
escribidores, es decir, sacar de las cavernas a la edición española,
modernizarla, incitándola a ser ambiciosa y proyectarse por todo el
vasto territorio de la lengua. Muchas veces, en ese surtidor permanente
de ideas que era Carmen, ellos encontraron iniciativas fecundas para
lanzar nuevas colecciones, hacer lanzamientos de libros, mejorar sus
formatos y conquistar nuevos públicos para la lectura. Sin "la muchacha
de Santa Fe", como se autodefinía a veces, el llamado boom de la
literatura latinoamericana simplemente no habría existido y sus autores
habrían pasado desapercibidos para el gran público.
Ser representado por Carmen Balcells algo que llegó a ser el sueño de
todos los jóvenes que comenzaban a escribir, en España y en América
latina constituía un verdadero privilegio, pero significaba, también,
aceptar su matriarcado y, en todas las decisiones importantes,
obedecerle sin chistar. Mil veces discutí con ella y siempre perdí la
discusión. Gritaba, lloraba, insultaba, volaban libros y otros objetos
por el aire, y siempre terminaba ganando ella, porque, además, casi
siempre tenía la razón. Dudo que alguien, en su tiempo, haya conocido
mejor, en sus detalles más secretos, la industria editorial y utilizado
mejor, siempre en beneficio de autores y lectores, el mercado del libro.
Nunca conocí una persona tan generosa como Carmen. Con su tiempo, con su
afecto, con su inteligencia y, claro está, con su dinero. Algunos de
los escribidores a los que literalmente mantuvo, porque creía en su
talento aunque sus libros tuvieran sólo un puñado de lectores, la
traicionaron, y esas decepciones las encajaba con enorme elegancia, pero
la hacían sufrir mucho. Se metía en la vida privada de sus autores sin
el menor escrúpulo, y siempre para bien. Consolaba a viudos y viudas y,
si hacía falta, les buscaba cónyuges de reemplazo; componía matrimonios y
parejas, o, si era necesario, los liquidaba. Una vez se pasó toda una
noche sí, toda una noche tratando de disuadir por teléfono a un editor
neoyorquino que la llamó desde Manhattan para decirle que iba a
suicidarse (fracasó en su empeño, porque ese mismo amanecer, después de
colgar, éste se ahorcó en un poste del alumbrado eléctrico).
La tragedia de su vida fue la gordura. Hizo dietas, frecuentó clínicas
ella me llevó por primera vez a la Clínica Buchinger, visitó a médicos
de medio mundo, y varias veces llegó a bajar de peso. Pero nunca le
duraba, porque, tarde o temprano, el apetito, esa tenia insaciable, la
vencía, y volvía a engordar. Una noche hizo que se me helara la columna
vertebral por la respuesta inesperada que me dio, cuando le conté que,
no sé con qué motivo, me llevaron a La Zarzuela y me presentaron al rey
Juan Carlos. Su Majestad lo primero que me preguntó fue: "¿Cómo es esa
famosa Carmen Balcells que, según dicen, recorre el mundo vendiendo a
los autores españoles?". "Ya ves, Carmen, te has vuelto famosísima".
Recuerdo su extraña mirada, la mueca de su cara y la increíble frase,
mascullada en voz muy baja: "¿Quieres que te confiese una cosa? Habría
dado todo lo que he hecho y alcanzado por ser bonita, aunque fuera un
solo día". "¿Estás hablando en serio o me tomas el pelo?". Entonces,
aparentó que se reía: "Sí, sí, te lo juro, mi sueño fue siempre ser una
mujer-objeto".
Hace ya un buen número de años que toda clase de males se abatían sobre
su cuerpo. Ella los combatía, con la pugnacidad y constancia con que
seguía negociando los contratos. Conservaba la mente lúcida y la misma
capacidad de trabajo de siempre; ya no podía caminar y tenía que meterse
a clínicas y pasarse horas y días entre médicos. Pero todas las otras
horas seguía manteniendo activa y pujante, con horarios enloquecidos que
duraban a veces hasta el alba, esa oficina de la Diagonal de Barcelona,
a la que tantos escribidores y editores y lectores debemos tanto.
El último día que la vi, la antevíspera de su muerte, estaba eufórica,
llena de proyectos y de bromas. Pero la visitaba luego de dos meses y
medio, acaso tres nunca la había visto tan acabada físicamente, con
tanta dificultad para acomodarse en la sillita de ruedas, con esos
súbitos ataques de tos, esa piel lívida, esas ojeras violáceas y el
fruncimiento constante de la boca. Tuve entonces la seguridad de que era
la última vez que la veía. Murió en su ley, resistiendo, combatiendo,
sola en aquel dormitorio repleto de manuscritos que se había propuesto
leer hasta el final. Nadie llenará nunca el vacío que deja en el oficio
que inventó y llevó a unas alturas desconocidas hasta entonces. Y nadie
podrá consolarnos nunca de la tristeza en que nos deja a los que la
conocimos y quisimos.
Fuente: La Nación
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