Fragmento de La vida invisible, de Sylvia Iparraguirre.

En el mes en el que se conmemoran los cien años del nacimiento de Ray Bradbury en nuestra sección dedicada a experiencias de lectura y escritura , lo celebramos con este fragmento de La vida invisible, en el que Sylvia Iparraguirre cuenta lo que le produjo como lectora adolescente, su encuentro con un relato del gran escritor estadounidense. 



“El hecho es que, recién salidos de la infancia, nos cae un libro en las manos y se produce algo misterioso, algo que determinará que esa historia o ese cuento perdure como una marca en nuestro futuro como lectores.
Hay tanto de azar como de psicología profunda en la chispa que puede encender ese cruce; una química espontánea que determinará, quizá, nuestro gusto por un autor, un  género o un estilo determinados y que, sin demasiada consciencia de nuestra parte, va a ir señalando una dirección, una tendencia de nuestra sensibilidad. Una de esas direcciones empezaría para mí, de manera imprevista, de la mano de Ray Bradbury. Y ese comienzo con la ciencia ficción me llevaría después a Sturgeon, Ballard, Stanislaw Lem, Arthur Clarke,  Asimov, Philip Dick. Y todo porque en esos años leí un cuento de Bradbury: “Caleidoscopio”, de El hombre ilustrado. No sé si alguien me lo señaló o si lo descubrí por casualidad en alguna revista, tampoco sabía quién era Bradbury ni que el cuento pertenecía a ese libro, para mí desconocido.
A los quince o dieciséis años uno no piensa en la muerte, ni la considera, porque es inmortal: “Caleidoscopio” fue, que recuerde, la primera impresión intelectual que tuve de la muerte, de una muerte terrible. Los tripulantes de una nave que ha estallado son arrojados al espacio sideral en sus trajes espaciales. El texto son los diálogos que, por los comunicadores de los trajes, entablan los sobrevivientes mientras se separan en el espacio infinito, hacia una muerte en medio de la  nada. Es el capitán quien mantiene la comunicación entre los hombres, cuyas voces se van debilitando a medida que se alejan unos de otros, hasta desaparecer. El capitán sabe que se aproxima a la Tierra y que su cuerpo se incinerará en contacto con la atmósfera. En el patio de su  casa, un chico cree ver una estrella fugaz y pide un deseo. 
(…)
Caleidoscopio” me hizo buscar Crónicas marcianas y, más tarde, otros libros de Bradbury, a los que el rótulo de ciencia ficción impone un límite absurdo. Cómo me hubiera sorprendido en esos años si alguien me hubiera dicho que en 1997 tendría la suerte de conocerlo. Fue la primera vez que vino a la Argentina, traído por Editorial Emecé para la Feria del Libro. Sorprendido por la cantidad de gente que esperaba entrar en la Feria, Bradbury se admiró mucho más cuando supo que esa multitud solo estaba ahí para verlo a él, y que esperaba en fila desde hacía horas con alguno de sus libros bajo el brazo. Descubrió, admirado, que en la Argentina había una gran cantidad de lectores de ciencia ficción, muchos con visos de fanatismo. Pidió quedarse después del cierre, hizo pasar a todos los que no habían podido entrar y seguían afuera y, con una botella de vino sobre la mesa, firmó hasta el último libro, casi en la madrugada. Hablar con él era divertido, daba alegría escucharlo contar anécdotas de sus libros. Imitaba el acento etílico de John Huston, con quien, en los años cincuenta, había ido a Irlanda como guionista a filmar Moby Dick. El mayor trabajo que tuvo en Irlanda, contó esa noche, no fue la escritura del guion de la película: consistió en arrancar a Huston fuera de los pubs y tabernas irlandesas. 
Cuando ya había comenzado a escribir y a publicar tomé de Bradbury un método y un consejo. 

El método (vale no solo para la ficción):

“(…) adopté para el resto de mi vida el régimen de escribir un cuento por semana. Y sabía que sin cantidad no podía haber calidad. 
El sistema era el siguiente: escribía un borrador el lunes, lo corregía el martes, hacía otra versión el miércoles, volvía a corregir el jueves, daba los toques definitivos el viernes y el sábado lo mandaba a publicación por correo”.

Aunque lo intenté, incluso por juego, nunca pude lograrlo

El consejo:

“Antes de ponerse a escribir prosa, lea poesía”. 

A este lo seguí y lo sigo con bastante constancia. 

Nadie pudo despertar con mayor naturalidad un interés por la imaginación, la ciencia ficción y lo desconocido que Bradbury. Y, por un desvío que provocó su lectura, por las historias distópicas de inhumanos mundos futuros como 1984, de George Orwell, seguida de Rebelión en la granja. Y fue a partir de Orwell que llegué a las novelas de las utopías  negras, herederas de Swift, como Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y, sobre todo, Nosotros, del ruso Yeguevni Zamiatin, leída al final, pero precursora de las demás ya que fue concluida en 1923."



La vida invisible
Sylvia Iparraguirre
Ediciones Ampersand, 2017.

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