Fragmento de Una mirada atrás, de Edith Wharton

Hoy se conmemoran 121 años del nacimiento de Jorge Luis Borges. Además de ser un autor a partir de cuya escritura hay un antes y un después en la literatura universal, Borges solía decir que sentía orgullo de los libros que había leído. Más aún que el que podía sentir por los que había escrito.En homenaje a esa pasión borgiana, hoy es el Día del Lector. Para celebrar a las y los lectores compartimos un fragmento de Una mirada atrás, la autobiografía de Edith Wharton, en el que la novelista recuerda su compulsión infantil por los libros, cuando aún no había aprendido a leer.


El trasfondo


En mi primera infancia no me importaban mucho los cuentos de hadas ni ninguna otra apelación a mi fantasía a través de lo legendario y lo fabuloso.

Mi imaginación yacía allí, aovillada y dormida, una muda criatura en hibernación, y al menor toque de las cosas corrientes (flores, animales, palabras, especialmente el sonido de las palabras, aparte de su significado) ya se agitaba en su sueño, y luego volvía a sumergirse en sus propias fantasías personales, tan poco necesitadas de alimento exterior que instintivamente rechazaban cualquier cosa que otra imaginación hubiera previamente adornado y completado. Había, sin embargo, una leyenda que sí me emocionaba siempre: el cuento del niño que podía hablar con los pájaros y oír lo que decían las plantas. Muy pronto, antes de lo que alcanza mi memoria, debí de haberme considerado pariente de aquel niño tan feliz. No puedo recordar cuándo las plantas comenzaron a hablarme, aunque creo que sería cuando, pocos años después, uno de mis tíos me llevó, con otros primos pequeños, a pasar un largo día de primavera en unos bosques pantanosos próximos a Mamaroneck, donde la tierra estaba tachonada de madroños rastreros, donde en una ciénaga crecían flores rosadas y blancas con forma de bolsas y las ramas sin hojas se dibujaban contra el cielo salpicado de brotes de madreperla; pero el día que me regalaron a Foxy aprendí lo que los animales se dicen unos a otros, y lo que dicen  a las personas…”

(…)

La casa de mi tía, llamada Rhinecliff, se convirtió con el tiempo en una estampa vívida en la galería de mi infancia; pero entre aquellas primeras impresiones sólo una resurge conectada con ella: la de una noche en que, como yo estaba dispuesta a afirmar, había un Lobo debajo de mi cama. Este asunto de Lobo es la primera de una serie de experiencias terroríficas similares, y dado que muchos niños imaginativos conocen estas obsesiones por animales tribales, lo menciono meramente porque a partir del momento de aquella aventura se hizo necesario siempre que yo “leía” el cuento de  Caperucita Roja (es decir, miraba las ilustraciones), trasladar mi banquillo del cuarto de jugara a otra habitación, en persecución de Doyle o de mi madre, a fin de que nunca volviese a correr el riesgo de tropezarme con el tótem de la familia cuando me quedaba sola con el libro entre mis manos. 

(…)

Cuando el señor Bedlow cenaba con nosotros, a mí me dejaban entrar en el comedor a la hora de los postres, tras haberme peinado en rollos como salchichas mi cabello rojo y adornado con coral rosa las mangas de mi mejor vestido, y se me permitía columpiarme en su rodilla mientras él “me contaba mitología”. Desde entonces ¡cuántas bendiciones he pedido que cayeran sobre la cabeza del narrador!  Los cuentos infantiles, incluidos los de la Mamá Gansa, los de Andersen, hasta los de Perrault, me dejaban en general indiferente, no captaban apenas mi atención, pero los dramas domésticos de los moradores del Olimpo desataron toda mi energía creativa. Pudiera ser que yo olfatease una indefinible condescendencia (y muchas veces una gran falta de discernimiento)  en las historias que las personas mayores habían inventado sobre y para niños; y por otra parte, las actividades de los niños siempre eran intrínsecamente menos interesantes para mí que las de los adultos, y me sentía más como en casa entre los dioses y las diosas del Olimpo, quienes se comportaban de forma muy similar a como lo hacían las damas y caballeros que venían a cenar.” (…)
“”…no puedo recordar una época en que no quisiera “inventar” cuentos. Pero fue en París donde encontré la fórmula necesaria. Cosa rara, lo que deseaba no era escribir mis cuentos (incluso si hubiera sabido escribir, porque no sabía aún ni trazar una letra; en cambio, desde el principio necesitaba tener un libro en la mano para “inventar” con él, y desde el principio tuvo que ser una clase determinada de libro. La página debía estar impresa de manera muy densa, con tipos negros y bastante gruesos, sin excesivos márgenes. Algunas novelas densamente impresas de las primeras ediciones de Tauchnitz, las de Harrison Ainsworth, por ejemplo, habrían sido mis fuentes más ricas de inspiración de no haber dado un día con algo todavía mejor: la Alhambra, de Washington Inrving. Aquellos toscos volúmenes impresos con caracteres negros muy juntos sobre páginas amarillentas de bordes irregulares (probablemente una producción de la antigua imprenta Galignani de París) debían de ser una reliquia de nuestra aventura española. Washington Irving era un viejo amigo de mi familia, y la colección de sus obras, con bonita tipografía y encuadernación elegante, adornaba los estantes de la biblioteca en nuestra casa americana.
(…) 
Con la Alhambra en mano, inventar era un éxtasis. En cualquier momento podía acometerme el impulso; y entonces, si el libro estaba a mi alcance, sólo tenía que echar a andar por la casa volviendo las páginas paseaba, para zarpar a toda vela hacia el mar de los sueños. El hecho de que yo no supiera leer completaba la ilusión, porque a partir de aquellas páginas inexpresivas podía evocar todo cuanto mi fantasía elegía. Padre y ayas espiándome por las rendijas de las puertas (siempre tenía que estar sola para “inventar”) observaron que con frecuencia sostenía el libro al revés y que las volvía más o menos al ritmo que habría seguido una persona que leyese en voz alta, tan apasionada y precipitadamente como yo tenía por costumbre.”


Una mirada atrás 
Edith Wharton
Ediciones B, 1994.

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