Luna Caliente, de Mempo Giardinelli
Comienza el último ciclo del año en el que se va a
trabajar la relación entre la literatura y el cine. En esta
oportunidad el autor elegido por Mario Méndez es Mempo Giardinelli.
En el primer encuentro se va a analizar su novela Luna caliente de la que compartimos el primer capítulo.
I
Sabía
que iba a pasar; lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al
Chaco y en medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un
deslumbramiento. Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequillo altivo que
enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban
sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de
piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que
empezaban a explotarle bajo la blusa blanca. Ramiro la miró y supo que habría
problemas: Araceli no podía tener más de trece años.
Durante
la cena, sus miradas se cruzaron muchas veces, mientras él hablaba de los años
pasados, de sus estudios en Francia, de su casamiento, de su divorcio, de todo lo
que habla una persona que los demás suponen trashumante porque ha recorrido
mundo y ha vivido lejos, cuando regresa a su tierra después de ocho años y
tiene apenas treinta y dos. Ramiro se sintió observado toda la noche por la
insolencia de esa niña, hija del ahora veterano médico de campaña que fuera
amigo de su padre, y que lo había invitado con tanta insistencia a su casa de
Fontana, a unos veinte kilómetros de Resistencia.
La
noche cayó con grillos tras los últimos cantos de las cigarras, y el calor se
hizo húmedo y pesado y se prolongó después de la cena, rociada de vino
cordobés, dulzón como el aroma de las orquídeas silvestres que se abrazaban al
viejo lapacho del fondo de la finca. Ramiro nunca sabría precisar en qué
momento sintió miedo, pero probablemente sucedió cuando descruzó las piernas
para levantarse, al cabo del segundo café, y bajo la mesa los pies fríos,
desnudos, de Araceli le tocaron el tobillo, casi casualmente, aunque acaso no.
Cuando
se pusieron de pie para ir al jardín, porque el calor era sofocante, Ramiro la
miró. Ella tenía sus ojos clavados en él; no parecía turbada. Él sí. Caminaron,
con las copas en las manos, detrás del médico, que ya estaba bastante
achispado, y de su esposa, Carmen, quien no dejaba de hablar. Los más chicos se
habían acostado y Araceli, decía su madre, era raro que estuviera despierta a
esa hora. "Los chicos crecen', dijo el médico. Y Araceli hizo como que
miraba algo, al costado, en un gesto que Ramiro interpretó cargado de la
intención de que él viera su media sonrisa.
Charlaron
y bebieron en el jardín trasero, hasta las doce de la noche. Fue una velada que
a Ramiro le resultó inquietante porque no podía dejar de mirar a Araceli, ni a
su falda corta que parecía remontarse sobre las piernas morenas, suavemente
velludas, impregnadas de sol, que en ese momento brillaban a la luz de la luna.
Era incapaz de apartar de su cabeza algunas excitantes fantasías que parecían
querer metérsele en la conversación, y que no sabía reprimir. Araceli no dejó 7
de mirarlo ni un minuto, con una insistencia que lo turbaba y que él imaginó
insinuante.
Al
despedirse, cometió la torpeza de volcar un vaso sobre la muchacha. Ella se
secó la pollera, alzándola un poco y mostrando las piernas, que él miró
mientras el médico y su esposa, bastante bebidos los dos, hacían comentarios
que pretendían ser graciosos.
Cuando
se adelantaron para abrir la puerta que daba al patio, a fin de atravesar la
casa hasta la calle, Ramiro tomó a Araceli de un brazo y se sintió estúpido,
desesperado, porque lo único que se le ocurrió preguntar fue:
-¿Te
manchaste mucho?
Se
miraron. Él frunció el ceño, dándose cuenta de que temblaba a causa de su
excitación. Araceli cruzó los brazos por debajo de sus pechos, que parecieron
saltar hacia adelante, y se encogió con un ligero estremecimiento.
-Está
bien -dijo, sin bajar la mirada, que a Ramiro ya no le pareció lánguida.
Minutos
después, cuando cruzó la carretera y entró al viejo Ford del 47 que le habían
prestado, Ramiro se dio cuenta de que tenía las manos transpiradas, y que no
era por el agobiante calor de la noche. Entonces fue que se le ocurrió la idea,
que no quiso pensar ni por un segundo: apretó varias veces, violentamente, el
acelerador, hasta que no dudó que había ahogado el motor. Con rabia, y ahora
sin apretar el pedal, hizo girar en vano el arranque. El motor se ahogó más.
Repitió la operación varias veces, empecinado, furioso, haciendo un ruido que
se fue apagando junto con la batería.
-¿No
arranca, Ramiro? -preguntó el médico desde la casa. Ramiro pensó que ese
hombre, ya borracho, era un estúpido por preguntar algo tan obvio. Con un gesto
exagerado, y secándose el sudor de la frente, salió del coche y dio un portazo.
-No
sé qué le pasa, doctor. Y me quedé sin batería. ¿No me daría un empujón?
-No, hombre, quedate a dormir y listo; mañana
lo arreglamos. Además es tarde y hace demasiado calor. Y en el viaje a
Resistencia se te puede descomponer de nuevo.
Y sin esperar respuesta caminó hacia la casa y
empezó a ordenar a su mujer que le prepararan a Ramiro el dormitorio de
Braulito, el mayor de sus hijos, que estudiaba en Corrientes.
Ramiro
se dijo que acaso se iba a arrepentir de su propia locura. Se preguntó qué
estaba haciendo. Dudó un instante, petrificado sobre el camino de tierra. Pero
capituló cuando vio a Araceli, en la ventana del primer piso, mirándolo.
Luna caliente
Mempo Giardinelli
Alianza Editorial, 2001.
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