Falleció el escritor Luis Sepúlveda
Recibimos con tristeza la noticia de la muerte del escritor y cineasta chileno Luis Sepúlveda. Había nacido en Ovalle y estudiado en Santiago. Militante del Partido Comunista chileno desde muy joven, estuvo preso tres años durante la dictadura pinochetista.
En 1977 se exilió, y después de una recorrida que incluyó Buenos Aires, y la Nicaragua de la Revolución Sandinista, se radicó en Europa. Vivió en Alemania y luego en España desde 1997. Fue fundador del Salón Iberoamericano de Gijón, la ciudad en la que vivía.
En febrero pasado se le diagnosticó COVID 19. Falleció por complicaciones de la enfermedad en el Hospital Universitario Central de Asturias, en el que estaba internado. Compartimos un fragmento del Capítulo 4 de Un viejo que leía novelas de amor, su novela más editada y traducida, su bella declaración de amor a la literatura. Tenìa 70 años.
(…)
Sabía leer.
Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez. Sabía leer. Pero no tenía qué leer.
A regañadientes, el alcalde accedió a prestarle unos periódicos viejos que conservaba de manera visible, como pruebas de su innegable vinculación con el poder central, pero a Antonio José Bolívar no le parecieron interesantes.
La reproducción de párrafos de discursos pronunciados en el Congreso, en los que el honorable Bucaram aseguraba que a otro honorable se le aguaban los espermas, o un artículo detallando cómo Artemio Mateluna mató de veinte puñaladas, pero sin rencor, a su mejor amigo, o la crónica denunciando a la hinchada del Manta por haber capado a un arbitro de fútbol en el estadio, no le parecían alicientes tan grandes como para ejercitar la lectura. Todo eso ocurría en un mundo lejano, sin referencias que lo hicieran entendible y sin invitaciones que lo hicieran imaginable.
Cierto día, junto a las cajas de cerveza y a las bombonas de gas, el Sucre desembarcó a un aburrido clérigo, enviado por las autoridades eclesiásticas con la misión de bautizar niños y terminar con los concubinatos. Tres días se quedó el fraile en El Idilio, sin encontrar a nadie dispuesto a llevarlo a los caseríos de los colonos. Al fin, aburrido ante la indiferencia de la clientela, se sentó en el muelle esperando a que el barco lo sacara de allí. Para matar las horas de canícula sacó un viejo libro de su talego e intentó leer hasta que la voluntad del sopor fuese mayor que la suya..
El libro en las manos del cura tuvo un efecto de carnada para los ojos de Antonio José Bolívar. Pacientemente, esperó hasta que el cura, vencido por el sueño, lo dejó caer a un costado.
Era una biografía de san Francisco que revisó furtivamente, sintiendo que al hacerlo cometía un latrocinio deleznable.
Juntaba las sílabas, y a medida que lo hacía las ansias por comprender todo cuanto estaba en esas páginas lo llevaron a repetir a media voz las palabras atrapadas.
El cura despertó y miró divertido a Antonio José Bolívar con la nariz metida en el libro.
—¿Es interesante? —preguntó.
—Disculpe, eminencia. Pero lo vi dormido y no quise molestarlo.
—¿Te interesa? —repitió el cura.
—Parece que habla mucho sobre los animales —contestó tímidamente.
—San Francisco amaba a los animales. A todas las criaturas de Dios.
—Yo también los quiero. A mi manera. ¿Conoce usted a san Francisco?
—No. Dios me privó de tal placer. San Francisco murió hace muchísimos años. Es decir, dejó la vida terrenal y ahora vive eternamente junto al Creador.
_¿Cómo lo sabe?
—Porque he leído el libro. Es uno de mis preferidos.
El cura enfatizaba sus palabras acariciando el gastado empaste. Antonio José Bolívar lo miraba embelesado, sintiendo la comezón de la envidia.
¿Ha leído muchos libros?
—Unos cuantos. Antes, cuando todavía era joven y no se me cansaban los ojos, devoraba toda obra que llegara a mis manos.
—¿Todos los libros tratan de santos?
—No. En el mundo hay millones y millones de libros. En todos los idiomas y tocan todos los temas, incluso algunos que deberían estar vedados para los hombres.
Antonio José Bolívar no entendió aquella censura, y seguía con los ojos clavados en las manos del cura, manos regordetas, blancas sobre el empaste oscuro.
—¿De qué hablan los otros libros?
—Te lo he dicho. De todos los temas. Los hay de aventuras, de ciencia, historias de seres virtuosos, de técnica, de amor...
Lo último le interesó. Del amor sabía aquello referido en las canciones, especialmente en los pasillos cantados por Julito Jaramillo, cuya voz de guayaquileño pobre escapaba a veces de una radio a pilas tornando taciturnos a los hombres. Según los pasillos, el amor era como la picadura de un tábano invisible, pero buscado por todos.
—¿Cómo son los libros de amor?
_De eso me temo que no puedo hablarte. No he leído más de un par.
—No importa. ¿Cómo son?
—Bueno, cuentan la historia de dos personas que se conocen, se aman y luchan por vencer las dificultades que les impiden ser felices.
El llamado del Sucre anunció el momento de zarpar y no se atrevió a pedirle al cura que le dejase el libro. Lo que sí le dejó, a cambio, fueron mayores deseos de leer.
Pasó toda la estación de las lluvias rumiando su desgracia de lector inútil, y por primera vez se vio acosado por el animal de la soledad. Bicho astuto. Atento al menor descuido para apropiarse de su voz condenándolo a largas conferencias huérfanas de auditorio.
Tenía que hacerse de lectura y para ello precisaba salir de El Idilio. Tal vez no fuera necesario viajar muy lejos, tal vez en El Dorado habría alguien que poseyera libros, y se estrujaba la cabeza pensando en cómo hacer para conseguirlos.
Luis Sepúlveda
Tusquets, 1988.
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