A 40 años de la muerte de Jean Paul Sartre
Más allá de modas y tendencias, la obra del intelectual francés sigue siendo objeto de análisis y relecturas. Brilló en la filosofía y escribió novelas, ensayos y piezas de teatro, pero fue, ante todo, un hombre que accionó sobre la época que le tocó vivir.
Por Silvina Friera
El adversario puede ser el “mejor” intérprete de un legado. Louis Althusser advertía que el mérito fundamental de Jean-Paul Sartre fue el no haberse doblegado jamás. El autor de El ser y la nada
-para Althusser- era el intelectual más profundamente honesto que
Francia haya tenido, un hombre de “una intransigencia muy honda” que
“por mucho que se haya equivocado jamás aceptó el más mínimo compromiso
con el poder”. A cuarenta años de su muerte –el 15 de abril de 1980-, no
hay exorcismo que pueda expulsar la controversia intelectual inherente
al impacto de su filosofía –del apogeo del existencialismo como santo y seña de la segunda posguerra
a su ocaso en la década del 70- más que su literatura. Aunque no haya
una frontera definitiva que imponga los límites en el reparto de
géneros, sino más bien una suerte de cruces elásticos o contaminaciones
al hacer de la literatura filosofía y de la filosofía literatura.
Inventar lo nuevo
Más allá de que fue la conciencia de una generación –quizá la
que más lo añora hoy, aun asumiendo lo anacrónico de su figura como
intelectual total-, ningún otro escritor y filósofo francés conmovió la
conciencia de sus contemporáneos. Ninguno arrancó tantas máscaras y
tumbó tantas estatuas. Pero esa intransigencia virtuosa también
representó un estorbo, una incomodidad difícil de digerir. Cinco días
después de su muerte, 20.000 personas acompañaron el féretro hasta el
cementerio parisino de Montparnasse; una multitud inimaginable para
cualquier filósofo o escritor de estos tiempos. Gilles Deleuze, en un artículo que publicó en la revista Art
en 1962, reconocía que para la generación que tenía veinte años en el
momento de la Liberación, Sartre supo “decir algo nuevo” y les enseñó
nuevas maneras de pensar. “En medio del desorden y las esperanzas de la
Liberación, lo descubríamos, lo redescubríamos todo: Kafka, la novela
norteamericana, Husserl y Heidegger, los interminables ajustes de
cuentas con el marxismo, el impulso hacia una nueva novela... Si todo
pasó por Sartre, no fue sólo porque como filósofo tenía un sentido
genial de la totalización sino porque sabía inventar lo nuevo. Las
primeras representaciones de Las moscas, la aparición de El ser y la nada, la conferencia El existencialismo es un humanismo fueron acontecimientos: en ellos aprendíamos, después de una larga noche, la identidad entre el pensamiento y la libertad”.
¿Qué es lo residualmente “actual” de aquello que ya no logra tal vez
entablar un diálogo con el presente y acaso por eso obtura la
posibilidad de interpelar? En lo inactual tal vez se puedan rastrear
desechos de sentidos deshilvanados. Su primera novela La náusea (1938)
es una suerte de minucioso diario (un género que cuando lo declaran
muerto vuelve a revivir, curioso “acto de justicia” de casi todo lo que
se quiere juzgar como perimido) de Antoine Roquentin, que trabaja en la
escritura de una obra sobre un aristócrata de fines del siglo XVIII. “Presente, nada más que presente.
Muebles ligeros y sólidos, incrustados en su presente, una mesa, una
cama, un ropero con un espejo, y yo mismo. Se revelaba la verdadera
naturaleza del presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese
presente no existía”. Las anotaciones y subrayados de lectura –las que
sobreviven a ese costado ingenuo o inocente- son como esquirlas del
pasado que producen chispazos en el campo de la experiencia cotidiana.
Sartre, el escritor que hace de la literatura filosofía, preserva una
potencia inusitada. “El escritor retomará el mundo tal cual es,
totalmente en crudo, sudoroso, maloliente, cotidiano, para presentarlo a
los libertados sobre el cimiento de una libertad. No basta con
concederle al escritor la libertad de decirlo todo. Es preciso que
escriba para un público que tenga la libertad de cambiarlo todo, lo que
significa, además de la supresión de las clases, la abolición de toda
dictadura, la renovación perpetua de los cuadros, la continua
perturbación del orden tan pronto como tienda a fijarse. En una palabra,
la literatura es, por esencia, la subjetividad de una sociedad en
revolución permanente”, planteaba en ¿Qué es la literatura? (1947).
Las palabras (1964), una autobiografía de su infancia publicada el mismo año en que rechazó el Premio Nobel de Literatura,
destila belleza página tras página. “Los libros fueron mis pájaros y
mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo; la biblioteca
era el mundo preso en un espejo; tenía su espesor infinito, su
variedad, su imprevisibilidad. Yo me lancé a unas aventuras increíbles;
tenía que trepar por las sillas y las mesas a riesgo de provocar unos
aludes que me habrían sepultado –recuerda Sartre-. Tumbado en la
alfombra, emprendí áridos viajes a través de Fontenelle, Aristófanes,
Rabelais; las frases se me resistían como cosas; había que observarlas,
contornearlas, fingir que me alejaba y volver a ellas bruscamente para
sorprenderlas descuidadas: la mayor parte de las veces guardaban su
secreto”. En la segunda parte del libro, mete las manos en la masa de la
escritura con la ironía como aliada. “¿Yo, que tenía la misión de
escribir? Pues bien, me esperaban (…). ¡Yo era requerido! Se esperaba mi
obra, cuyo primer tomo, a pesar de mis esfuerzos, no aparecería antes
de 1935. Hacia 1930 la gente empezaría a impacientarse, comentaría:
‘¡Cuánto tarda éste!’ ‘¡Hace veinticinco años que le alimentamos para
que no haga nada!’”.
El autor de piezas teatrales como Las moscas, A puerta cerrada, Muertos sin sepultura, El diablo y el buen Dios, Las troyanas, Nekrasov, Las manos sucias y Los secuestrados de Altona,
entre otras, provocó una gran conmoción cuando no aceptó el Premio
Nobel de Literatura, una decisión en la que priorizaba la negativa a ser
embalsamado en vida y que lo transformaran en una suerte de estatua
viviente del progresismo de izquierda. “Si hubiera aceptado el Nobel
-incluso aunque hubiera hecho un discurso insolente en Estocolmo, que
habría sido absurdo-, me habrían recuperado. Si hubiera sido miembro de
un partido, del Partido Comunista, por ejemplo, la situación habría
siclo diferente. Indirectamente, el premio se habría otorgado a mi
partido: en todo caso, le hubiera podido servir. Pero cuando se trata de
un hombre aislado, incluso si tiene opiniones extremistas, se le
recupera necesariamente, en cierto modo, coronándole. Es una manera de
decir: finalmente, es de los nuestros. Yo no podía aceptar eso”,
argumentó Sartre.
Contra sí mismo
Como autor dramático no trató de renovar las formas, sino de
depurar el contenido mediante un retorno a lo trágico. La libertad
humana, que él encuentra en las tragedias griegas de Sófocles y de Esquilo,
es el motivo principal decantado por Sartre, que entiende que lo más
conmovedor que puede mostrar el teatro es una personalidad en formación,
el momento de la opción, la decisión libre que compromete una moral y
toda una vida. Las criaturas sartreanas son lanzadas o puestas en
situaciones extremas y universales. Si estas piezas “apestan”, si están
escritas en contra de sí mismo, es decir en contra de todos, no extraña
que la violencia, la crueldad y la acidez revelen, en parte, el
mecanismo que el autor utiliza para desmontar las certezas espirituales
de los personajes, pero al mismo tiempo de sus lectores. El héroe de El diablo y el buen Dios,
Goetz, después de perder en una partida de dados opta por hacer el Bien
con el mismo empecinamiento con el que antes hacía el Mal. El camino
que sigue Goetz es el camino de la libertad: pasa de la creencia en Dios
al ateísmo, de una moral abstracta, sin lugar ni tiempo, a una opción
concreta. Goetz le reprocha al cura Heinrich: “Dos partidos se enfrentan
y tú pretendes pertenecer a los dos a la vez... un traidor que
traiciona es un traidor que se acepta”. En A puerta cerrada
(1943), coloca a Inés, Estelle y Garcin en el infierno. Y Garcin dice:
“El infierno son los otros”, frase que ha sufrido el desgaste de la
repetición y de las interpretaciones equívocas.
En un formidable “balance” prematuro de su vida, a los cincuenta años, escribió en el final de Las palabras:
“Lo que me gusta de mi locura es que me ha protegido, desde el primer
día, contra las seducciones de la élite; nunca he creído ser el feliz
propietario de un ‘talento’; mi único objetivo era el de salvarme —nada
en las manos, nada en los bolsillos— por el trabajo y la fe. Como
consecuencia, mi pura opción no me elevaba por encima de nadie: sin
equipo, sin herramientas, me he metido entero en la tarea para salvarme
entero. Si coloco a la imposible Salvación en el almacén de los
accesorios, ¿qué queda? Todo un hombre, hecho de todos los hombres y que
vale lo que todos y lo que cualquiera de ellos”.
Fuente: Página/12
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