El navío que remontaba el tiempo
Agosto fue el mes dedicado a la ciencia ficción. Aportamos una reseña más rescatando del olvido un texto fantástico de Philippe Ébly.
Por Laura ávila
Hay un juego de elegir tres libros para llevarse a una isla desierta. Si yo tuviera que optar, uno de esos tres sería sin dudar de la saga de “Los conquistadores de lo imposible”, de Philippe Ébly.
No lo haría por la calidad esencial de su escritura, ni por su aporte insuperable al mundo de las letras. Lo llevaría porque me despierta la imaginación. Porque me da pie a creer que es posible escribir una historia entretenida, porque me da pila, energía y juventud.
En esta pandemia, que es un poco como un mar picado, y cuya isla desierta vendría a ser mi casa, me puse a releer “El navío que remontaba el tiempo”, uno de los primeros volúmenes de la saga.
Este libro relata las aventuras de Sergio, Xolotl y Teobaldo, tres amigos de diecisiete años que se van de mochileros por el sur de la Alsacia francesa. Corre la década del 70, y uno de ellos se tuerce un tobillo en las escarpadas sendas naturales. Los asiste un vecino de su edad, Eric, y los lleva a la casa de su tío, el doctor Danielle.
Este doctor le pone un yeso a Xolotl, el accidentado, y los invita a quedarse en su mansión hasta que se reponga. Vive con su esposa y su sobrino y parece un señor común y corriente, aunque pronto los muchachos descubren que una de las habitaciones de su casa está acondicionada como una sala de la Edad Media, con muebles de esa época, libros incunables y sin luz eléctrica.
El buen hombre tiene además un laboratorio en el sótano y experimenta con su sobrino Eric, de15 años, una especie de viaje en el tiempo interior. Un salto al pasado a través de la herencia, la memoria de los genes.
Para eso ha desarrollado un compuesto químico llamado cronorregresor, que se inyecta en las personas y provoca que su antepasado más fuerte, aquel que se haya distinguido entre todos sus ascendientes, reviva en el cuerpo del inoculado.
Como Eric es chozno comprobado de Paracelso, un alquimista del Siglo XVI, el profesor lo evoca inyectándole el cronorregresor a su sobrino.
Pero no cuenta con que los tres huéspedes tampoco son jóvenes comunes y corrientes. Xolotl es un indígena náhuatl y Teobaldo es un conde nacido en 1183. Sergio y su padre los han adoptado, y los tres corrieron distintas peripecias antes de llegar a Alsacia de vacaciones, sucesos fantásticos basados en la ciencia que incluyeron un viaje a la antigua Roma, a la Revolución Francesa o al futuro.
Sergio termina inyectándose el cronorregresor y allí comienzan unos acontecimientos increíbles, con robos de yates, navegación sin brújula, historia de los vikingos y encuentro de mundos.
Philippe Ébly fue ingeniero metalúrgico en un centro de investigación. Escribía para niños, con orgullo declarado. Era un maestro. Nunca hería a sus lectores subestimando su inteligencia. Les despertaba la curiosidad. Contaba lo justo y lo preciso para dejarle campo a la fantasía y a la indagación.
Sus temas eran los viajes en el tiempo y el espacio, sí, pero los encuadraba en un marco científico y los relacionaba con las vivencias de los adolescentes de su época y sus conflictos personales. Además ofrecía una crítica y una reflexión sobre este mundo aquejado por las catástrofes climáticas debidas a la contaminación y la explotación de los recursos naturales, o acerca de las crueldades de los hombres y sus devenires históricos.
Sergio, Xolotl y Teobaldo eran nuestros héroes, así nos los pintó. Para mí estaban a la altura de Indiana Jones, de Nippur de Lagash y de Spirou.
La serie de “Los conquistadores de lo imposible” tiene más de veinte títulos. Acá circulan muy pocos, publicados hace más de cuarenta años por Kapelusz, para la colección Iridium, con unos dibujos rarísimos pero recordados con nostalgia. Recomiendo cualquiera que encuentren, para leerlo y compartirlo con sus infantes.
Ébly fue capaz de crear una máquina para viajar en el tiempo. Cada vez que quiero volver a mi niñez, no tengo más que abrir uno de sus libros.
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