A saltos de sapo se pobló el charco. Hitos y diversidad en la literatura uruguaya para niños y jóvenes (1940-2000)

Compartimos el capítulo uruguayo del libro HITOS de la literatura infantil y juvenil iberoamericana (SM; 2013) escrito por nuestra futura entrevistada, Magdalena Helguera que, como bien nos dijo en un mail, se las arregló para referirse a unos cuantos libros más que los que proponía la consigna del trabajo: cinco o seis obras que pudieran considerarse hitos de la LIJ uruguaya.




No basta con que haya obras literarias, buenas y exitosas, para que exista una literatura. Para alcanzar tal denominación, las distintas obras literarias y los movimientos estéticos deben responder a una estructura interior armónica, con continuidad creadora, con afán de futuro, con vida real que responda a una necesidad de la sociedad en que funcionan. 
Ángel Rama, diciembre de 1960 

Magdalena Helguera*



Sabido es que la literatura no crece solo a golpes de “inspiración” genial y momentánea, sino que se nutre también de muchas pequeñas genialidades —y también de pequeños o grandes fracasos— que forman el sedimento en el que un sistema literario se apoya y del que se alimenta. Un libro, entonces, no se transforma en hito por sí solo, ni dependiendo solamente de su calidad literaria o su potencial para atrapar el interés de los lectores. Un hito potencial brota y crece (o languidece) en un sistema literario que le es amigable u hostil.

    En el ámbito uruguayo, hasta la década de los años ochenta del siglo pasado, unos pocos lapsos favorables se alternaron con extensos períodos de indiferencia —o incluso de rechazo— hacia la creación y publicación de obras literarias destinadas a los lectores más jóvenes. Durante mucho tiempo, aun en los momentos de movimiento y avance, a las obras de LIJ se les exigió, como “prueba” de calidad literaria, el reconocimiento de sus autores en la escritura de literatura para adultos . La desconfianza que generaban la ñoñería, la cursilería y el afán moralizador de muchas obras que decían ser “para niños”, lamentablemente, impuso barreras también a algunos excelentes libros de autores —por lo general, autoras— que dedicaron a los más chicos lo mejor de su creación. 

Los dos primeros hitos seleccionados, Chico Carlo (1944) y Perico (1945), son, por lo tanto, obra de dos escritores de extensa y reconocida trayectoria en otras áreas literarias: Juana de Ibarbourou y Juan José Morosoli, y no es casualidad que ambas obras sean tan cercanas en el tiempo. Hacia mediados de la década de los años cuarenta la publicación de libros para niños tuvo en Uruguay un crecimiento considerable, facilitado por el período de bonanza económica por el que transitaba el país, que permitió, entre otras cosas, destinar abundantes recursos a la adquisición y publicación de libros para las escuelas públicas. En esos años se afirmó un canon de narrativa infantil que permanecería vigente hasta fines de los ochenta. Perico y Chico Carlo, sumados a algunas obras prestigiosas ya existentes —entre las que se destacan los cuentos de Horacio Quiroga y la novela Saltoncito (1930) de Francisco Espínola—, conformaron una literatura ambientada en escenarios naturales, rurales o suburbanos que otorgó un lugar de especial importancia a las memorias de infancia y a la descripción de flora, fauna y tipos humanos en un pasado remoto e idealizado.

Ambas obras —adoptadas en las aulas, durante años, como “libros de lectura”— están conformadas por un conjunto de capítulos independientes con unidad temática, estructura que se hizo bastante frecuente en obras posteriores. En Perico predominan las “estampas”, textos que describen en un bello lenguaje poético —por momentos demasiado melancólico para el gusto de la mayoría de los niños— paisajes, personajes y actividades del campo. Muchos de los protagonistas (en ocho de los quince relatos de la primera edición) son hombres adultos que ejercen oficios humildes: arenero, yuyero, carrero, etcétera, aman sus formas de vida —que no cambiarían por ninguna otra— y son felices con lo poco que tienen. Los relatos protagonizados por niños son más escasos, y más aun por niñas, que solo ocupan roles centrales en uno, titulado “Los hijos”. En estos capítulos se destaca la imaginación y la creatividad, ya sea para contar historias, inventar juegos o fabricar juguetes modestos que el narrador siempre hace parecer más divertidos e interesantes que los de los niños ricos. Solo en los relatos integrados en ediciones posteriores se vislumbra una pintura más realista de las privaciones que sufrían muchos de los habitantes del interior del país, más acorde con la dura crítica social que el autor realizó en muchos de sus textos para adultos. 

Perico, por lo tanto, transmitió durante muchos años un mensaje ideológico ambiguo: si bien es clara su intención de valorizar la vida sencilla en contacto con la naturaleza, y los afectos por encima de los bienes materiales, pudo también ser empleado para inculcar en los niños pobres la resignación y el conformismo. No resulta entonces tan raro que la censura aplicada durante la dictadura cívico-militar (1973-1985) prohibiera en las escuelas el final del capítulo “La chacra” —en el que descubrió “ideas subversivas”—, pero recomendara en cambio la lectura del resto del libro. Para bien o para mal, esta obra marcó una huella profunda en la literatura uruguaya para niños. Su estilo y temática tuvieron muchos seguidores en las décadas siguientes, que solo en algunos casos —como Julio da Rosa en Buscabichos (1971)—, produjeron obras de calidad.

En Chico Carlo la mayoría de los capítulos son narrativos y tienen un personaje protagónico común. Además de las características que comparte con Perico, esta obra hace varios aportes valiosos que marcan notorias diferencias con la mayoría de las de su época (y con muchas de las posteriores). Está protagonizado por una niña, situación excepcional en la narrativa infantil y juvenil uruguaya hasta los albores del siglo XXI: pasó más de medio siglo antes de que la presencia estelar de niñas y varones comenzara a equilibrarse. Su nombre es Susana —diferente del de la autora, lo cual parece remarcar el fuerte componente ficcional de estos relatos que se presentan como autobiográficos— y es muy distinta a tantos personajes angelicales y ajenos a las vicisitudes de la vida que inundaban por entonces la LIJ. “Esa nena entusiasta y aguerrida, tan capaz de mimosear y jugar y de saltar ingenuamente en un pie por la vereda, como de sentir odio, celos, miedo, rabia frente a la injusticia […] y acusada de exceso de imaginación” vive verdaderas aventuras, graciosas o trágicas, cargadas de emoción y suspenso, que los párrafos de melancólicas lamentaciones adultas, en las que la narradora compara la alegría de sus años infantiles con la tristeza de su presente, no logran deslucir. Si bien en ocasiones manifiesta rasgos de algunas “cualidades” promovidas por entonces en la educación femenina —obediencia, sumisión, capacidad de sufrir en silencio—, casi siempre ocurre todo lo contrario. Varias de las anécdotas tienen incluso un cariz —diríamos hoy— “políticamente incorrecto”: Susana se enfurece y destroza un libro; se pelea a golpes con otro niño y arranca los botones del tapadito que su madre acaba de coserle; grita que odia a sus padres, actitudes poco “ejemplares” que tal vez, en un libro cuya autora no fuera “Juana de América”, hubiesen ocasionado su proscripción del ámbito educativo.

Los personajes adultos también distan mucho de responder a ese molde de perfección que, aun hoy, se encuentra en muchas obras literarias para niños y adolescentes en las que la armonía generacional es absoluta gracias a la inagotable capacidad de comprensión y sabiduría de los progenitores. La mamá de Susana es tan capaz de brindar inmensa ternura como de exclamar “¡Ay, Dios mío, esta criatura parece tonta!” cuando ella le habla de sus juegos y fantasías. En un capítulo su papá la consuela tras la pelea con el chiquillo que se ha burlado de ella, y en otro la lleva “a servir […] de payaso” ante sus amigos y la obliga a cantar sin darse cuenta de su angustia. Ambos, en uno de los episodios más dramáticos de la obra, mandan tapar con cal la mancha de humedad en la que a los ojos de la niña se dibujaban y cobraban vida infinidad de mundos y personajes fantásticos. 

Con notable fuerza narrativa, y sin abandonar el lenguaje poético que la caracteriza, la autora logró construir en esta obra situaciones de intriga y desenlaces sorpresivos en episodios que podrían no haber sobrepasado el carácter de mera anécdota o de tierno cuadro familiar, demostrando que a veces lo que se narra importa menos que cómo se lo narra.

En las décadas siguientes encontramos varias obras narrativas disfrutables y bien escritas —entre ellas Piquín y Chispita (1968), de Serafín J. García, finalista del Premio Andersen, o Veinte mentiras de verdad (1971) de José M. Obaldía—, que se enmarcan en estilos, temáticas y estructuras narrativas ya instaladas. A partir de la década de los años sesenta surgen algunos libros con potencial para iniciar una nueva etapa en nuestra LIJ, pero lamentablemente no tuvieron en su momento la difusión necesaria como para llegar a ejercer esta saludable influencia. 

Los caminos, no obstante, no siempre se abren de un día para otro, ni con coloridas y ruidosas maquinarias que imponen de inmediato su presencia en el paisaje. También hay caminos silenciosos, que surgen poco a poco a fuerza de transitar por donde nadie lo ha hecho antes. Del mismo modo, creo que un hito literario no necesariamente debe ser un best-seller, como han sido en Uruguay los dos nombrados hasta ahora y la mayoría de los que nombraré después. Más lentamente, y sin abandonar su “perfil bajo”, algunas obras poco leídas y menos vendidas, con la fuerza de su calidad, han marcado presencia en nuestra LIJ y contribuido a su diversificación y enriquecimiento, a veces mucho tiempo después de su primera edición. 

Por su valor en sí mismo, y también en representación de otras excelentes obras silenciosas (o silenciadas), ubico, por lo tanto, entre los hitos uruguayos a El cachorrito emplumado (1964) de Elena Pesce. Esta breve novela, acerca de un indiecito que desea ser hechicero, hace gala de un inusual despliegue imaginativo y de un originalísimo lenguaje muy lúdico y musical, con toques de humor y picardía, y resulta transgresora en muchos aspectos. La autora construye un héroe pequeño, pero decidido, que no se conforma con que ciertas cosas sigan siendo como siempre han sido, y una madre que en vez de exigirle obediencia ciega —como promovían tantos libros infantiles de entonces— alienta la independencia de su hijo, confía en él y apoya sus proyectos. Los ancianos de la tribu son también muy diferentes a esos venerables seres cargados de años y de sabiduría que —tal vez por influencia del Ariel de Rodó— abundaron en nuestra LIJ, al menos hasta la década de los ochenta. En 1960 la obra recibió el Premio Consejo Departamental de Montevideo y fue finalista del Premio Lazarillo, en Madrid, pese a lo cual pasaron cuatro años antes de que se publicara en una modesta y reducida edición de la autora con una única reimpresión. Si bien se volvió a publicar en Argentina en 1977, donde se continuó reeditando por varios años, en Uruguay solo vio una nueva edición en 2003, y continúa siendo un libro poco conocido. La excelencia de la escritura de Pesce, no obstante, ha impresionado e iluminado el camino creativo de varios escritores y mediadores entre el libro y el niño que jerarquizan la calidad y originalidad de las obras literarias más allá del éxito de ventas.
   
Durante la dictadura militar varios autores vieron abortar sus obras recién iniciadas, otros emigraron o publicaron en el exterior, y fueron pocos los que lograron iniciar trayectorias duraderas, entre ellos Sylvia Puentes de Oyenard, autora de obras de diversos géneros, dos de ellas premiadas por el Ministerio de Educación y Cultura en 1976 y 1979. Al finalizar este duro período la narrativa uruguaya para niños inició un nuevo empuje que ha continuado, con leves altibajos, hasta el día de hoy. 

Son de este género, y publicados a partir de esos años, los tres hitos que analizaremos a continuación. Pese a que en este período también se dieron a conocer unos cuantos libros de poemas, es difícil reconocer alguno de ellos como hito de la LIJ uruguaya. En primer lugar, porque en general la poesía para niños de estas décadas sigue líneas estéticas inauguradas con anterioridad, de fuerte arraigo en la tradición española, y temáticas marcadas por la demanda escolar: naturaleza —flora, fauna, astros, paisajes—, vínculos familiares, hechos y personajes históricos, aventuras de animales humanizados, juegos y juguetes, de lo cual da prueba la antología de Florita Méndez, Poemas para nosotros (1978), que reúne versos y prosas de poetas uruguayos —Julio Fernández, Ernesto Pinto, Otilia Fontanals, etcétera— y de otros países iberoamericanos.

El poeta que marcó más presencia fue Fernán Silva Valdés, fundador en la década de los años veinte de la corriente denominada “nativismo”, con su particular estilo en el que destacan el ritmo y la musicalidad. En este período, este autor dio a conocer dos nuevos libros para niños, pero la mayoría de sus poemas más conocidos y recordados —“La cometa”, “El balero”, “El indio”, etcétera—, pertenecen a obras anteriores, y en muchos casos a libros no destinados al público infantil. Lo que no es casualidad: los poemas que en Uruguay se ofrecen a los niños provienen, en gran medida, no de libros de LIJ (hayan sido o no escritos con este propósito), sino de obras para todo público, cuyos versos solo en algunos casos son considerados adecuados para los más pequeños por los adultos que los seleccionan. 

Otra peculiaridad de la difusión de la poesía infantil en Uruguay dificulta también el surgimiento de “hitos” en este género: los poemas de la mayoría de los autores, individualmente, han dejado marcas más fuertes que sus libros. Y en algunos casos, ni siquiera existen los libros. Las fuentes y recursos más frecuentes para que nuestros niños y niñas accedan a la poesía han sido revistas, libros de texto y cuadernos escolares, y también los poemas musicalizados e integrados al cancionero infantil. Tres maestros-poetas, una revista y varios músicos aportan más ejemplos: “Grillita y Grillín”, poema de Adela Marziali musicalizado en 1940 por Eduardo Fabini, es cantado hasta el día de hoy en las escuelas sin que a la mayoría de los docentes le preocupe saber a qué libro pertenece. Los versos y prosas poéticas de Álvaro Figueredo, publicados en la revista El grillo —entregada gratuitamente en las escuelas públicas entre 1949 y 1966—, recién en 1977 dieron lugar a la publicación de un libro póstumo escasamente conocido. Poemas de Elsa Lira Gaiero como “El viaje de la tortuga” o “El espantapájaros” marcaron desde la década del sesenta más presencia en las aulas preescolares que sus libros, y otros, como “Cinco velas” o “Mi gato tirolés”, incluidos en Los versos de la tía Paca (1986), son más conocidos como temas del grupo musical Canciones para no dormir la siesta. Este grupo, que desde su nacimiento en 1975 dio una fuerza nueva a la música para niños, que no cesó tras su lamentada disolución en 1990 y cuyos integrantes compusieron muchas de sus letras, podría ser considerado por sí mismo un hito de la lírica uruguaya para niños, pero no generó un libro propio. Desde entonces, han surgido nuevas propuestas de música para la infancia de excelente nivel, entre las cuales destaca Con los pájaros pintados. Sus canciones sobre nuestra fauna, en su mayoría de la autoría de Julio Brum, dieron origen en 2000 a un bello libro que lleva el nombre del grupo. Su inclusión entre los hitos uruguayos, no obstante, resultaría forzada, ya que el verdadero hito es el espectáculo, sin el cual tal vez el libro no hubiese tenido la oportunidad de existir.

En la década de los noventa surgieron algunos libros escritos en verso, pero conocidos como cuentos —El hacedor de pájaros de Fernando González, ¡Huákala a los miedos! de Sergio López Suárez, entre otros—, pero solamente a partir de 2000 aparecieron algunos libros de poesía claramente reconocibles como tales, con propuestas originales y rasgos unificadores que los hacen inconfundibles —como Instantáneas con voces y risas (2000) de Elena Pesce, el libro doble Mirá vos/21 poemas raritos (2006) de Fabio Guerra y Fernando González, Los espejos de Anaclara (2009) de Mercedes Calvo o Ver llover (2010) de Germán Machado—, entre los cuales, tal vez, podamos señalar algún hito en el futuro. 
   
En cuanto al género dramático, en todas las épocas las publicaciones (en especial en forma de libro) han sido escasas y poco conocidas. En Uruguay las obras suelen ser entregadas directamente por los autores a los directores de las compañías de teatro o de títeres que las ponen en escena, sin pasar por la letra impresa. Justo es destacar, no obstante, al menos un libro en representación de estas esforzadas ediciones: elijo para ello el disfrutable Titererías (1961) de Elsa Lira Gaiero, que aún con su única edición de reducido tiraje supo representarnos muy bien en obras teóricas sobre LIJ o de selección de obras para títeres publicadas en el exterior. 

En el último año de la década de los ochenta surgieron, casi simultáneamente, dos libros protagonizados por un personaje que merece ser incluido, sin duda, en los primeros lugares de la lista de “hitos” de la LIJ uruguaya: el sapo Ruperto, de Roy Berocay. Los dos libros de 1989 —que fueron seguidos por muchos otros, en una serie que continúa sumando títulos, a riesgo de desgastar o agotar al protagonista— pueden ser considerados por varios motivos como una “bisagra” entre dos épocas de nuestra literatura infantil, idea que ha sido destacada en la mayoría de las (escasas) obras teóricas que se han ocupado de nuestra LIJ en las últimas dos décadas.

Justamente por ser tan obvia su inclusión, porque ya existen otros trabajos que destacan la importancia de Ruperto, y porque su autor, en la década siguiente, produjo al menos otras dos obras que merecen integrar la lista de hitos de la LIJ uruguaya, sin las cuales tal vez Ruperto no hubiera tenido la incidencia que tuvo, es que he decidido que, por esta vez, el famoso batracio se haga a un lado y ceda el lugar a uno de sus hermanos literarios o, mejor dicho, a una hermana: Mayte, la niña protagonista de la novela Pateando lunas (1991).

Las aventuras de Ruperto se alejan del campo, pero se desarrollan en otro tipo de zona suburbana en la que aún el paisaje natural mantiene sus rasgos a pesar de la intervención humana: el balneario. Pateando lunas va más allá, y se ubica en un escenario poco frecuentado hasta el momento, que sería el más habitual en la LIJ de esa década y la siguiente: la ciudad. Más concretamente, un barrio de una ciudad reconocible como “típicamente uruguaya”, con sus niños jugando a la pelota en la plaza y sus adultos de mediana o avanzada edad sentados en sus bancos. 

Si bien en Ruperto pueden identificarse algunos rasgos transgresores en el uso de un lenguaje coloquial y en la crítica a algunas actitudes, costumbres o inventos humanos como la televisión, el hecho de que los protagonistas sean animales, que observan a los humanos de lejos y con extrañeza, suaviza en cierto modo la sátira, que solo será captada por quien quiera hacerlo (recurso tan antiguo, al menos, como Esopo). Pateando lunas, en cambio, está protagonizada por humanos, niños y adultos, y plantea temas de género y conflictos relacionados con la autoridad paterna y la comunicación familiar, no abordados o poco frecuentes hasta el momento en nuestra LIJ, y ciertas críticas a los adultos más comprometidas que en el universo animal de Ruperto. Aún a aquellos que podrían no prestar mucha atención a las “gracias” de un sapo, les será difícil hacer lo mismo ante un padre con el que su hija no puede hablar porque “trabajaba todo el día y de noche, cuando llegaba cansado, se sentaba a mirar la tele”, o frente a unas maestras “que ocupaban el tiempo del recreo en conversar entre ellas y criticar a la directora”. Sus personajes son personas “normales”, con conductas previsibles y al comienzo, incluso, estereotipadas: mamá que cocina y sirve la sopa; papá que lee el diario; vecina agria y chismosa. Solo Mayte se sale del marco establecido con su deseo de jugar al fútbol, deporte cuya práctica, en el Uruguay de hace veinte años, era patrimonio exclusivo de los varones. La determinación con que la niña busca cumplir su sueño hará cambiar muchas conductas y tambalear algunas certezas en las que se mueven los personajes, y con ellos los lectores. 

En esta novela ya no caben ciertos recursos humorísticos de corte payasesco o típicos de los dibujos animados que funcionan muy bien con Ruperto y sus amigos. El humor, también presente, es algo más elaborado, al igual que la construcción de los personajes y los ambientes, y en especial de la interioridad y la percepción del mundo de esa niña de nueve años inquieta e imaginativa, cuyos descubrimientos y reflexiones se iluminan con la luz de la luna llena que acompaña sus peripecias desde “el espacio azul, oscuro y mágico”. 

Es muy difícil elegir solo un par de obras más en la amplia producción de la década de los años noventa, y en especial de su primer lustro, cuando nuestra LIJ se encontraba en lo alto de uno de sus “saltos de sapo” más notables. Por ese entonces surgieron autores que configuraron obras muy sólidas en los años siguientes, y colecciones enteras que por sí mismas pueden considerarse hitos de la LIJ uruguaya. La Colección para disfrutar y pensar, editada por Mosca Hnos. bajo la dirección de Ana M. Bavosi, quien desafió el “no se puede” produciendo obras a todo color, con excelente calidad de impresión y en formatos y diseños renovadores gestados por Sergio López Suárez, creador de los libros de páginas “escalonadas” y de otros originales “efectos especiales aplicados a los libros”. La Colección Para esos locos bajitos, de la editorial Tae, que premió y publicó varias obras que se caracterizaron por el rechazo al acartonamiento y a la represión moralizadora, el manejo del humor y el uso de un lenguaje más coloquial y libre que el que había imperado hasta los años ochenta. Otras editoriales, organizaciones como la Federación Uruguaya del Magisterio o la Asociación Uruguaya de Literatura Infantil, y algunos valientes autores e “ilustrautores” que se embarcaban en meritorias autoediciones, también sumaban lo suyo. Los esfuerzos por crear libros-objeto atractivos y originales, aún contando con muy bajos recursos, fueron reconocidos por la Cámara Uruguaya del Libro con menciones al Mérito gráfico, otorgadas a Sergio López por Haciendo monadas (1990) y La ventana indiscreta (1996), y a Fernando González por El hacedor de pájaros (1995). 

No todo lo que se publicó por entonces fue original, renovador, arriesgado o sorprendente, pero sí una buena parte, y muchos son los títulos que cuentan con méritos para ser considerados hitos de nuestra LIJ. Fiesta de disfraces (1990), del jovencísimo Horacio Cassinelli, con sus irreverentes monstruos disfrazados de personas y sus excelentes ilustraciones de colores fuertes sobre un fondo totalmente negro que horrorizó a más de un adulto. ¿Cómo se llama este libro? de Malí Guzmán y Misterio en el museo de Mónica Dendi (que compartieron el Primer Premio de la Editorial Amauta en 1992): el primero inauguró formas no lineales de narrar y otros recursos literarios no usados hasta el momento en obras uruguayas para niños; el segundo, instaló por primera vez en un escenario uruguayo —el barrio montevideano Buceo— una historia de niños investigadores de las que tanto gustan los preadolescentes, subgénero que pocos años después retomaron, entre otros, Helen Velando y Gabriela Armand Ugon. Milpa y Tizoc (1992), novela juvenil en la que Ignacio Martínez experimenta con un subgénero y un recurso literario también muy recurridos en los años siguientes: el relato histórico y los viajes a otras dimensiones espacio-temporales; Juan y la bicicleta encantada (1994) de Ana Barrios, que desafía eficazmente la arraigada idea de que los personajes de los libros para niños deben tener la misma edad que sus lectores; ¡Huákala! a los miedos (1997), de Sergio López, publicado en Uruguay, España, Chile y México; Pequeña ala (1998), de Roy Berocay, puntal de la naciente narrativa para adolescentes; el inquietante y posmoderno Circo (2000) de Fernando González, que desdibuja los límites entre narrativa y poesía y entre escritura e ilustración, referente importante para los creadores actuales de libros-álbum… Los dos títulos que completan la lista uruguaya de hitos, por lo tanto, suman a su propio valor el de representar a otros igualmente valiosos.

Olegario: un bicho de luz apagado (Mosca Hnos., 1992), es un cuento escrito e ilustrado por Susana Olaondo, la autora uruguaya más reconocida por los lectores más pequeños —escasamente atendidos hasta los ochenta, a quienes ha dedicado casi toda su extensa obra—, y por sus familiares y maestras. Su estructura es la típica “organización de búsqueda” —constituida por sucesivos encuentros y diálogos del protagonista con varios personajes secundarios—, a la que Olaondo ha recurrido posteriormente en muchos de sus libros. Olegario es un personaje regordete, delineado con la economía de trazos que caracteriza a la autora, que despierta la simpatía y la ternura de grandes y chicos. Con sus zapatones azules y su bombilla eléctrica en la espalda (apagada, hasta el final) transita el cuento buscando su propia luz, como también la buscaba, por entonces, la literatura uruguaya para niños; como intentaba recuperar la suya la sociedad uruguaya luego de once años de oscurantismo y poco más de un lustro de difícil “transición” democrática. En su camino entabla amistad con otros insectos típicos de nuestros campos y jardines y hace un gol con un “bicho bolita”. El uso de algunas variantes del lenguaje rioplatense —“una hormiga […] con pinta de botona— aporta también rasgos identitarios, componente especialmente valorado en la LIJ de entonces, cuya importancia se reafirma explícitamente en el cuento —“un bicho de luz apagado, no sabe cuál es su lugar; no se siente bien ni en la tierra ni en el aire—, y que probablemente contribuyeron a que el cuento fuera uno de los más reeditados de la autora, quien publica actualmente en una colección propia de la editorial Alfaguara, y adaptado con gran éxito al teatro. 

El último libro elegido, la novela El tesoro de Cañada Seca (1994), de Julián Murguía, representa la literatura desarrollada solamente con palabras, sin intervención de la imagen. Es una obra de más largo aliento que las que solían publicarse en esos años en los que los editores uruguayos estaban convencidos de que los niños no leían “libros largos”. Como la novela de Dendi, contribuyó a que la LIJ uruguaya comenzara a dialogar con la rica tradición de la LIJ anglosajona, experiencia al parecer necesaria para que pudiera seguir avanzando. En este caso, ubica en ambientes uruguayos una atrapante historia de aventuras en la que no falta ningún ingrediente del género: un tesoro escondido, pistas para descubrirlo, malvados que tratan de apropiárselo, incursiones nocturnas al cementerio y también —lamentablemente— el típico universo masculino en el que madres, hermanas y amigas, más que personajes secundarios, son apenas “extras”. No fue la única ni la primera obra de este género —José M. Obaldía había publicado La bandera del jabalí el año anterior— pero sí la que logró más reconocimiento y permanencia. 

Como otros autores, Murguía recurre a las historias y leyendas sobre naufragios, barcos encallados y famosos piratas que habrían desembarcado en nuestras costas para ocultar sus fabulosas arcas repletas de oro. En su relato se las ingenia para trasladar parte de uno de esos legendarios tesoros a una estancia y hace protagonizar la historia a dos héroes adolescentes, uno proveniente de la capital —donde su amigo viaja a estudiar— y el otro del campo, donde comparten vacaciones y aventuras y “se comunican” con un personaje muerto un siglo atrás a través de sus cartas. El autor logra así integrar el tiempo “actual” y el escenario ciudadano que parecía exigir la LIJ de los noventa, con el pasado remoto y el ámbito rural típicos de las décadas anteriores, en los que transita más a gusto.

Este libro es un ejemplo de la incidencia de los factores extraliterarios sobre el destino de las obras, y también de lo contrario: una obra buena puede sostenerse por sí misma sin apoyos externos. Su autor, un político de mediana edad que ya había publicado obras para adultos, la dio a conocer cuando dirigía el Instituto Nacional del Libro, dependencia del Ministerio de Educación y Cultura dedicada a la edición y divulgación de libros uruguayos, lo que le permitía viajar y generar contactos dentro y fuera del país. Fue una edición de buena calidad —formato y tipografía grandes, tapas plastificadas, cubierta llamativa— que pudo venderse a un precio accesible por haber sido impresa en Brasil. La obra —luego publicada también en portugués— obtuvo tres premios en Uruguay y una mención en España, que Murguía supo aprovechar presentándola como “la novela juvenil más premiada del Uruguay”, sin que nadie —al menos públicamente— pusiera en cuestión que dos de los premios hubieran sido otorgados por el Ministerio en el que el autor desempeñaba un cargo de importancia. Podría decirse entonces que la novela nació “en cuna de oro”, con ventajas sobre otros libros que no gozaron de condiciones tan favorables. Sin embargo, casi dos décadas después, sin haberse integrado al circuito de las grandes editoriales, que actúan con criterios comerciales y de marketing cada vez más agresivos, ni a ninguna de las pequeñas, que cuidan celosamente sus libros, sin que su autor —fallecido en 1995— pueda ir en persona a leerla en las escuelas y a presentarla en eventos, la obra sigue siendo recomendada por docentes y libreros y disfrutada por nuevas generaciones de preadolescentes uruguayos y brasileños. 

En el último lustro del siglo XX se afirmó la obra de varios de los autores que se iniciaron (o nos iniciamos) a fines de los años ochenta y comienzos de los noventa, y comenzó a cambiar el panorama de la producción de libros para niños. A partir de 2000 la LIJ uruguaya ha continuado creciendo, dando cabida a nuevos escritores, ilustradores y editores; diversificándose por momentos y concentrándose, en otros, en unos pocos temas y estilos. La primera década del presente siglo se caracterizó por el desarrollo de la narrativa para preadolescentes y adolescentes —con un lugar muy destacado de las novelas de aventuras— y por la incursión de algunos autores —como Federico Ivanier— en la literatura fantástica; los últimos años, y los ya transcurridos de la segunda década, se destacan por el surgimiento de obras que se inscriben en otros géneros clásicos —como la ciencia ficción o el terror, en el que sobresale Sebastián Pedrozo— y el posicionamiento del libro ilustrado y el álbum en un lugar de jerarquía gracias al trabajo de un grupo de jóvenes y talentosos ilustradores que contribuyen eficazmente a la visibilización de su arte en el ámbito cultural uruguayo. 

Afortunadamente, en Uruguay ya no podemos quejarnos de la escasez de literatura nacional destinada a los más jóvenes. Por el contrario, nos toca hoy asumir el desafío de contrarrestar los riesgos que conlleva el hecho de que la LIJ, en nuestro país, se haya transformado no solo en un hecho cultural reconocido y palpable, sino también en un negocio redituable para unos cuantos editores y para algunos autores. Hoy se afirman voces originales como las de Virginia Brown o Lía Schenck, en cuyas obras se vislumbra una mayor independencia de ese “deber ser” uruguayo que exige la presencia en nuestra LIJ de marcas explícitas de identidad nacional; nuevos autores encuentran oportunidad de dar a conocer sus obras en un circuito bien aceitado de producción y divulgación del libro infantil-juvenil; y otros de cierta trayectoria exploran nuevos caminos narrativos y poéticos o se arriesgan internándose en temáticas difíciles, como la violencia doméstica (No huiré de mi vida de Gabriela Armand Ugon) o con móviles políticos (Crimen en el puente Mauá de Adriana Cabrera Esteve). Diversas propuestas que integran la literatura a la música, al teatro y a otras manifestaciones del arte y la cultura del siglo XXI —entre las que se destacan las del colectivo Gato Peludo— contribuyen también a renovar, vitalizar y complejizar la realidad de nuestra LIJ. Al mismo tiempo, paradójicamente, las librerías se ven invadidas de secuelas de libros que han logrado buenas ventas, y ciertos temas como los deportes (en especial el fútbol), la historia uruguaya o la vida cotidiana de adolescentes “comunes” (descrita especularmente en sus menores detalles) comienzan a reiterarse hasta el cansancio. 

Si en esta oportunidad ha sido difícil destacar solo seis “hitos”, cualquier elección similar se tornará aún más complicada en el futuro. Es de desear que en los próximos años podamos contar con la ayuda de nuevos aportes de la investigación y la crítica, que no han asumido aún el lugar que les corresponde en este universo literario.

Hitos
Berocay, Roy, Pateando lunas, Montevideo, Mosca Hnos., 1991, ilustraciones de Rosina Revello; México, Secretaría de Cultura, 1996; Montevideo, Alfaguara, 1997.
Ibarbourou, Juana de, Chico Carlo, Buenos Aires, Kapelusz, 1965. (1.ª edición, Montevideo, Barreiro y Ramos S. A., 1944, ilustraciones de Amalia Nieto).
Morosoli, Juan J., Perico: 18 relatos para niños, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1967, portada e ilustraciones de Ayax Barnes/Carlos Pieri. (1.ª edición, Perico: 15 relatos para niños, Montevideo, Liceo, 1945, ilustraciones de Adolfo Pastor). 
Murguía, Julián, El tesoro de Cañada Seca, Montevideo, Sucesores de Julián Murguía,1997. (1.ª edición, Porto Alegre, Mercado Aberto, 1994; O tesouro de canhada seca, Porto Alegre, Mercado Aberto, 1995, traducción de Tabajara Ruas).
Olaondo, Susana, Olegario. Un bicho de luz apagado, Montevideo, Mosca Hnos., 1992, ilustraciones de la autora; Montevideo, Alfaguara, 2004, ilustraciones de la autora.
Pesce, Elena, El cachorrito emplumado, Montevideo, Ed. de la autora, 1964, ilustraciones de la autora; Buenos Aires, Plus Ultra, 1977; Montevideo, Alfaguara, 2003, ilustraciones de Sebastián Santana.

Otras obras literarias mencionadas
Armand Ugon, Gabriela, No huiré de mi vida, Montevideo, Criatura Editora, 2011.
Barrios, Ana, Juan y la bicicleta encantada, Montevideo, Tae, 1994, ilustraciones de la autora.
Berocay, Roy, Las aventuras del sapo Ruperto, Montevideo, Proyección, 1989, ilustraciones de Cristina Cristar.
_________, Ruperto detective en una cuestión de tamaño, Montevideo, Tae, 1989, ilustraciones de Sergio López Suárez.
_________, Pequeña ala, Montevideo, Trilce, 1998.
Brum, Julio, Con los pájaros pintados: canciones para niños sobre nuestra fauna, Montevideo, Alfaguara, 2000, ilustraciones de Elbio Arismendi.
Cabrera Esteve, Adriana, Crimen en el Puente Mauá, Montevideo, Trilce, 2009, ilustraciones de Sebastián Santana. 
Cassinelli, Horacio, Fiesta de disfraces, Montevideo, Mosca Hnos., 1990, ilustraciones del autor.
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*Magdalena Helguera nació en Montevideo y vive en Lagomar, es casada y tiene dos hijas. Es maestra y licenciada en Letras, investigadora y profesora de Lengua en Formación Docente y está finalizando una Maestría en Lenguaje.
Es autora de más de cuarenta libros: cuentos para niños, como Azul es el color del cieloLa cartera de mi abuelaUn resfrío como hay pocos y Cuentos asquerosos; novelas para adolescentes y jóvenes, como Planeta MonstruoHoy llegan los primosLos primos en la Tapera del Muerto, Los primos y la monja fantasma, Himalaya me avisó y Con sombrero y sin bigote; cuatro obras de teatro y A salto de sapo, un ensayo sobre narrativa para niños.
Sus obras están publicadas en Argentina, Brasil, Chile, Cuba, Ecuador, México, Paraguay, Perú y Uruguay. Ha participado como ponente en congresos y otros eventos culturales en diversos países. 
Entre otras distinciones recibió once Primeros Premios y dos Segundos Premios en Literatura Infantil y un Premio Único de Ensayo del MEC, el Bartolomé Hidalgo, el Primer Premio Los Niños del Mercosur (Argentina) y fue postulada para el Premio Internacional en Memoria de Astrid Lindgren (Suecia).


HITOS de la literatura infantil y juvenil iberoamericana
Coordinación: Beatriz Helena Robledo
SM, 2013.

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