80 años del nacimiento de Eduardo Galeano
Hoy se cumplen 80 años del nacimiento del escritor y periodista uruguayo
Eduardo Galeano. Fue director de Marcha, en Uruguay, y cuando tuvo que
exiliarse por el golpe del 73, se radicó en Buenos Aires, donde dirigió
la revista Crisis. Después del golpe del 76 se radicó en España y en
1985 volvió a Montevideo. Lo recordamos con esta nota de María Pía
Chiesino.
Por María Pía Chiesino
Para mi generación, Eduardo Galeano es una figura que está presente desde que leímos Las venas abiertas de América Latina, uno de los clásicos de la literatura política de los setenta.
Las venas… es un libro que hace un análisis político y económico del despojo de América Latina, desde la llegada de Colón hasta el momento en el que se publicó, 1971. Incluso, en los 80 hubo ediciones ampliadas, que acercaban el análisis a momentos posteriores. De todas maneras, desde el comienzo del texto, es evidente que más allá de lo minucioso que pueda ser el análisis, y de la sólida formación teórica de Galeano , estamos frente a una escritura que no tiene la aridez de otros analistas. Empieza afirmando: “La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta”.
Sin meternos en el terreno ni en el debate historiográfico, el oficio periodístico le daba a la escritura de Galeano, una gran claridad para explicar temas complejos.
Siempre me había quedado resonando ese final de oración, esa metáfora poética tan potente en la apertura de un libro político: los dientes del imperio hundidos en la garganta latinoamericana.
Era muy joven cuando leí ese libro. Se publicó cuando tenía diez años, y lo leí cerca de los veinte.
Ya se habían publicado Días y noches de amor y de guerra, Vagamundo y La canción de nosotros, entre otros títulos.
En ese cruce entre historia, literatura y política, el momento más alto en la escritura de Galeano se dio con la publicación esa enorme historia poética (que ya no transcurre solamente en América Latina), y que son los tres tomos de Memoria del fuego: Los nacimientos, Las caras y las máscaras. El siglo del viento.
Distintas ciudades, distintos continentes, distintos personajes.
Desde Moctezuma, pasando por Leonardo Da Vinci, Colón, Abraham Lincoln, Luther King, Túpac Amaru o Juan Carlos Onetti, en Memoria del fuego Galeano dejó un recorrido literario por la historia de la humanidad, que otros intentaron con resultados desparejos (pienso en el Canto General de Neruda, con grandes momentos y otros no tanto).
Memoria… no solo no decae en ninguno de los tres tomos, sino que tiene además, apéndices documentales extensos, que dan cuenta de la intensidad de Eduardo Galeano como lector en función de semejante proyecto.
Sus últimos libros de micro relatos (Espejos, El libro de los abrazos) me gustan, a pesar de que por momentos siento que se repite un poco. Y en Bocas de tiempo, hasta me sorprendí cuando leí que mencionaba a un gran amigo personal, en un texto en el que narra ciertos episodios nocturnos que suceden el Tilcara.
Ninguno de sus libros me provoca la admiración que siento cada vez que agarro alguno de los tres tomos de Memoria… al azar y me pierdo por sus páginas.
Me parece oportuno cerrar este recuerdo del gran Eduardo Galeano, que hoy cumpliría ochenta años, con algunos fragmentos de la primera parte de Los nacimientos, el primer tomo. Refieren situaciones anteriores a 1492, ese año en el que a América Latina se le hundieron los dientes de Europa en la garganta.
El fuego
Las noches eran de hielo y los dioses se habían llevado el fuego. El frío cortaba la carne y las palabras de los hombres. Ellos suplicaban, tiritando, con voz rota; y los dioses se hacían los sordos.
Una vez les devolvieron el fuego. Los hombres danzaron de alegría y alzaron cánticos de gratitud. Pero pronto los dioses enviaron lluvia y granizo y apagaron las hogueras.
Los dioses hablaron y exigieron: para merecer el fuego, los hombres debían abrirse el pecho con el puñal de obsidiana y entregar su corazón.
Los indios quichés ofrecieron la sangre de sus prisioneros y se salvaron del frío.
Los cakchiqueles no aceptaron el precio. Los cakchiqueles, primos de los quichés y también herederos de los mayas, se deslizaron con pies de pluma a través del humo y robaron el fuego y lo escondieron en las cuevas de sus montañas.
La selva
En medio de un sueño, el Padre de los indios uitotos vislumbró una neblina fulgurante. En aquellos vapores palpitaban musgos y líquenes y resonaban silbidos de vientos, pájaros y serpientes.
El Padre pudo atrapar la neblina y la retuvo con el hilo de su aliento. La sacó del sueño y la mezcló con tierra. Escupió varias veces sobre la tierra neblinosa. En el torbellino de espuma se alzó la selva, desplegaron los árboles sus copas enormes y brotaron las frutas y las flores. Cobraron cuerpo y voz, en la tierra empapada, el grillo, el mono, el tapir, el jabalí, el tatú, el ciervo, el jaguar y el oso hormiguero. Surgieron en el aire el águila real, el guacamayo, el buitre, el colibrí, la garza blanca, el pato, el murciélago...
La avispa llegó con mucho ímpetu. Dejó sin rabo a los sapos y a los hombres y después se cansó.
El amor
En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad. Era raro lo que tenían entre las piernas.
—¿Te han cortado? —preguntó el hombre.
—No —dijo ella—. Siempre he sido así.
Él la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Dijo:
—No comas yuca, ni guanábanas, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa.
Ella obedeció. Con paciencia tragó los menjunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:
—No te preocupes.
El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca.
Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:
—¡Lo encontré! ¡Lo encontré!
Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.
—Es así —dijo el hombre, aproximándose a la mujer.
Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.
La nieve
—¡Quiero que vueles! —dijo el amo de la casa, y la casa se echó a volar. Anduvo a oscuras por los aires, silbando a su paso, hasta que el amo ordenó:
—¡Quiero que te detengas aquí!
Y la casa se paró, suspendida en medio de la noche y la nieve que caía.
No había esperma de ballena para encender las lámparas, de modo que el amo de la casa recogió un puñado de nieve fresca y la nieve le dio luz.
La casa aterrizó en una aldea iglulik. Alguien vino a saludar, y al ver las lámparas encendidas con nieve, exclamó:
—¡La nieve arde!, y las lámparas se apagaron.
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