Éramos unos niños, de Patti Smith

Patti Smith acaba de cumplir setenta y dos años el 30 de diciembre. Si bien es una figura central del rock y el punk estadounidenses, su producción estética no se agota en lo musical. Publicamos una breve reseña de su producción literaria, y un fragmento de Éramos unos niños, uno de sus libros autobiográficos más importantes.


Por María Pía Chiesino

Patti Smith acaba de cumplir setenta y dos años el 30 de diciembre. Si bien es una figura central del rock y el punk estadounidenses, su producción estética no se agota en lo musical.
Su han publicado no solo libros que recopilan sus poemas y canciones (Babel, Auguries of inocence), sino otros en los que la lírica se enlaza con lo autobiográfico (El mar de coral, Tejiendo sueños), y otros en los que la materia narrativa es, directamente su autobiografía (Éramos unos niños, M Train).
Devoción es el último libro de Patti Smith que se publicó en español en 2018. A una introducción referida nuevamente a un momento de su vida, le siguen un relato de ficción, y una reflexión sobre la escritura que surge después de visitar la casa de Albert Camus y ver sus manuscritos.
En todos sus libros menciona las voces literarias que marcaron su vida: Louise May Alcott, Burroughs, Lewis Carroll, Joyce, Rimbaud, y sigue la lista.
Cuando en marzo del año pasado estuvo en el Centro Cultural Kirchner de Buenos Aires, la primera presentación estuvo dedicada casi exclusivamente a su producción escrita, y dejó lo musical para la segunda noche.
Éramos unos niños cuenta la historia de la relación entre Patti Smith y Robert Mapplethorpe, que fue su pareja unos años y su amigo hasta su muerte, el 9 de marzo de 1989.
El libro es una pintura generacional, una mirada sobre el panorama cultural de Nueva York a fines de la década del ’60 y comienzos de los ’70.
Uno de los capítulos se enfoca sobre los años que Smith y Mapplethorpe vivieron en el Chelsea Hotel, una catedral profana de la contracultura de la época.
Compartimos un fragmento en el que la autora se refiere a la importancia que tuvo para ella el encuentro que tuvo en ese lugar con Gregory Corso, una de las voces fundamentales de la poesía beatnik.

Gregory Corso podía entrar en una habitación y crear un caos instantáneo, pero era fácil perdonarlo porque tenía el mismo potencial para crear una gran belleza.
Es posible que me lo presentara Peggy, porque estaban muy unidos. Le tomé mucha simpatía, por no mencionar que lo consideraba uno de nuestros grandes poetas. Mi desgastado ejemplar de su libro El feliz cumpleaños de la muerte estaba sobre la mesilla de noche. Gregory era el poeta más joven de la generación beat. Era guapo pese a estar algo castigado y andaba con la arrogancia de John Garfield. A menudo se tomaba a sí mismo a broma, pero su poesía se la tomaba siempre muy en serio.
Gregory adoraba a Keats y a Shelley y entraba tambaleándose en el vestíbulo con los pantalones caídos, declamando sus versos con elocuencia. Cuando me quejé de mi incapacidad para terminar ninguno de mis poemas, él me citó a Mallarmé: «Los poetas no terminan poemas, los abandonan —y luego añadió—: No te preocupes, te irá bien, chiquilla». Yo le pregunté: «¿Cómo lo sabes?». Y él me respondió: «Porque lo sé».
Gregory me llevó a The Poetry Project de San Marcos, un colectivo de poetas que se reunían en la histórica iglesia de la calle Diez Este. Cuando íbamos a escucharlos recitar, Gregory los interrumpía y gritaba:
«¡Mierda! ¡Mierda! ¡Sin sangre! ¡Hazte una transfusión!», cuando le parecían prosaicos.
Al observar su reacción, tomé nota para asegurarme de no resultar nunca aburrida si algún día recitaba mis poemas.
Gregory me hizo listas de libros que leer, me dijo qué diccionario debía comprarme, me animó y me puso aprueba. Gregory Corso, Allen Ginsberg y William Burroughs fueron los maestros que tuve, y no hubo ninguno que no pisara el vestíbulo del hotel Chelsea, mi nueva universidad.”


Éramos unos niños
Patti Smith
Editorial Lumen, 2010.

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