La música de Daniel Moyano

En esta nota Diana Tarnofky trabaja la relación entre música y literatura, en la obra narrativa de Daniel Moyano.



Por Diana Tarnofky

Hablar de literatura y música permite, sin duda alguna, citar a Daniel Moyano, músico y escritor argentino que nació en Buenos Aires en 1930 y murió en Madrid, en un exilio ya por entonces voluntario, en 1992.

Leer a Moyano es re-aprender a escuchar. Las palabras son música en sus obras. Toda su literatura es un entramado de sonoridades, ritmos, canciones, melodías, voces. Texturas, contrapuntos, paisajes sonoros. 

Comparto el cuento “Golondrinas” y un fragmento de la novela El trino del diablo, para abrir la puerta hacia la lectura de este artista único, extraordinario.
El libro que reúne todos sus cuentos se llama Mi música es para esta gente, y fue publicado por Caballo Negro.  
En la contratapa leemos:

"De Daniel se ha dicho que es un escritor regionalista, y es verdad, sólo que su región es el mundo, un mundo visual, táctil y auditivo de riqueza interminable. Se ha dicho que practica el realismo mágico, y es verdad, sólo que su magia nace de que narra, más que los actos, las consecuencias de los actos y su invención compone territorios de sueño, delirio y deseo que crean una realidad más completa y absoluta que la que respira a nuestro alcance." (Juan Gelman)

"Su prosa está sostenida por relámpagos poéticos, esos dones que muchos narradores consideran inalcanzables y que en este autor es el ánima misma de su lenguaje. Daniel cuenta como contaba oralmente: con economía precisa y el vuelo inalcanzable. El conjunto de su obra es de la más alta narrativa del siglo XX de nuestro país y de América Latina." (Leopoldo Castilla)

El trino del diablo, ha sido editado nuevamente por Editorial Comunicarte. Es una gran alegría que esta novela editada inicialmente en 1974 y reeditada en 1988 vuelva a las librerías y bibliotecas para estar cerca de la gente

"...Lo novedoso de esta novela en la escritura de Moyano, fue el tono de parodia. el foco narrativo a partir del segundo capítulo, cae sobre su protagonista: Triclinio, violinista riojano que debe abandonar su ciudad por imposición de las autoridades, y "exiliarse" en Buenos Aires, más precisamente en un reducto destinado a violinistas artríticos denominado "Villa Violín"..." (fragmento de la nota preliminar de Marcelo Casarín)

Comparto también una joyita: el fragmento inicial de la novela Tres golpes de Timbal "Las palabras sacan a las cosas del olvido y las ponen en el tiempo; sin ellas, desaparecerían..."

¡Que siga sonando la música de estas palabras en cada lectura!



Para leer “Golondrinas” completo aquí.


“Villa Violín y sus vecinos”, en El trino del diablo

Voces de vecinos y vecinas violinistas viajaron por la Villa. Contaban que lo más duro de todo había sido el quedar convertidos en violinistas sin público. Pero como estaban dispuestos a no dejarse morir, crearon un espacio donde aparentemente no había.

El barrio era una orquesta, con sectores tímbricos bien definidos. Los días de concierto tocaban todos, hasta el último habitante de la villa. En la calle principal, la avenida Tastiera o desde su casa. De esta manera ellos eran al mismo tiempo sus propios músicos y su propio público.

Cualquier objeto se convertía en instrumento cuando había música en el ambiente: latas y botellas, trozos de manguera, repuestos viejos de automóviles, textos de revistas (utilizados en cantatas y madrigales), herraduras de caballos, calabazas y caracoles.

También habían incorporado a los timbres de la orquesta, con verdadero arte, instrumentos vivientes: una veintena de gatos, auditivamente amaestrados, que hacían maravillas melódicas. Sólo había que apretarles la cola para que sonasen, lo cual parecía un poco cruel, pero los resultados lo merecían. Había también un par de chanchitos, uno diatónico y otro cromático, atados con una cuerda conectada a un pedal. Extremadamente sensibles y alarmistas, bastaba apretar el pedal, para que soltasen verdaderas andanadas acústicas, que mezcladas a otros sonidos producían unos sonidos terriblemente alegres. ¡Funcionaba como un gran fuego artificial, auditivo!

La única autoridad existente en la Villa coincidía con el único castigo: el que desafinaba, ya fuese durante un ensayo o en un concierto, era automáticamente designado alcalde de la ciudad por una semana, debiendo ocuparse del barrido y la limpieza, hablar con los asistentes sociales (que preguntaban siempre las mismas cosas aburridas), interesarse por la salud y la buena marcha de todo (interrumpiendo a la gente que ensayaba o soñaba, con lo que se convertía en un individuo molesto y poco grato). A todos les había tocado alguna vez ser alcalde, porque los músicos también se equivocan. Y si alguien, por despiste o aburrimiento, se le ocurría ser voluntariamente autoridad, no tenía más que desafinar.

Villa violín, un barrio de emergencia donde vivían los violinistas que ya no tenían ninguna posibilidad, entre otras cosas, por ser artríticos. Tenían los dedos retorcidos por efecto de las aguas heladas que diariamente les arrojaban desde los camiones antidisturbios.

Vista desde el aire, la pequeña ciudad de los artríticos tenía la forma perfecta de un violín, separado de la capital por una laguna de aguas turbias y una vía férrea curva. Los grupos de población más numerosos se concentraban en la Avenida Tastiera y en los populosos barrios de la Mentonera, el Puente, y las Clavijas.

Villa Violín era como un gran circo, pero natural. Allí cualquiera podía actuar, por el solo hecho de existir. La orquesta podía llegar a ser tan amplia, que prácticamente no reconocía límites. Había espacio allí para guardar la música, preservarla para que perdurase hasta que aparecieran días mejores.
-        Algún día, dijo uno de los violinistas sin violín, nuestra música volverá a tener sentido, habrá libertad y entonces podremos reintegrarnos al mundo. Mientras tanto no hay que abandonarse ni desesperarse, y seguir practicando todos los días, como si todo funcionase bien.
Y se pusieron a improvisar sobre Verano, de Vivaldi, como hacían cada noche antes de acostarse en Villa violín. (“Villa Violín y sus vecinos”, en El trino del diablo)


“… El cielo es permanentemente azul, más arriba de este refugio cordillerano llamado Mirador de los Vientos donde escribo esta historia. Aprendo a querer las palabras, aquí suenan como latidos. Las escribo viéndolas florecer, tocadas por la intensidad o desnudez de la altura; las oigo sonar en el silencio virgen de la expansión. Y son música. Cada vez que escribo una, siento el latido del objeto encerrado por los signos. La oigo vivir. Las palabras sacan a las cosas del olvido y las ponen en el tiempo; sin ellas, desaparecerían. Los cóndores, por ejemplo, caerían en mitad de su vuelo. Por eso cada vez que escucho el aleteo con que estas grandes aves se lanzan al espacio, digo cuidadosamente “cóndor”, de modo que suenen bien todas sus letras, para que la palabra, además de las alas, ayude a sostenerlo (…) A mis espaldas está el mar, el formidable mar océano. Oculto por la cordillera, no lo veo. Pero puedo sentirlo. Tengo en mi cuerpo terminales nerviosas sensibles a sus pulsiones, que me conectan con él a pesar de las moles de piedra que nos separan. Los nervios de mi espalda son como ojos. En las noches sin viento, concentrándome, alcanzo a percibir su crispación y siento que mi piel se saliniza. Nombrarlo es un placer total. Su palabra es perfecta. Tal como digo cóndor mientras éste vuela, digo mar sintiendo que él sucede a mis espaldas. Esta presencia también forma parte de la intensidad que aquí tiene la altura, la misma que hace temblar a las palabras…” (Fragmento de Tres golpes de timbal)

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