Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares
Continúa el ciclo de Literatura y Cine, dedicado a la obra de Leopoldo Torre Nilsson, a cargo de Mario Méndez, en la biblioteca Alberto Gerchunoff. Para mañana se leerá y analizará Diario de la guerra del cerdo, de Adolfo Bioy Casares. Compartimos el fragmento inicial de esta gran novela.
ISIDORO VIDAL conocido en el barrio como don Isidro, desde el último lunes prácticamente no salía de la pieza ni se dejaba ver. Sin duda más de un inquilino y sobre todo las chicas del taller de costura de la sala del frente, de vez en cuando lo sorprendían fuera de su refugio. Las distancias, dentro del populoso caserón, eran considerables y, para llegar al baño, había que atravesar dos patios. Confinado a su cuarto, y al contiguo de su hijo Isidorito, quedó por entonces desvinculado del mundo. El muchacho, alegando sueño atrasado porque trabajaba de celador en la escuela nocturna de la calle Las Heras, solía extraviar el diario que su padre esperaba con ansiedad y persistentemente olvidaba la promesa de llevar el aparato de radio a casa del electricista. Privado de ese vetusto artefacto, Vidal echaba de menos las cotidianas “charlas de fogón” de un tal Farrell, a quien la opinión señalaba como secreto jefe de los Jóvenes Turcos, movimiento que brilló como una estrella fugaz en nuestra larga noche política. Ante los amigos, que abominaban de Farrell, lo defendía, siquiera con tibieza; deploraba, es verdad, los argumentos del caudillo, más enconados que razonables; condenaba sus calumnias y sus embustes, pero no ocultaba la admiración por sus dotes de orador, por la cálida tonalidad de esa voz tan nuestra y, declarándose objetivo, reconocía en él y en todos los demagogos el mérito de conferir conciencia de la propia dignidad a millones de parias. Responsables de aquel retiro —demasiado prolongado para no ser peligroso— fueron un vago dolor de muelas y la costumbre de llevarse una mano a la boca. Una tarde, cuando volvía del fondo, sorpresivamente oyó la pregunta: —¿Qué le pasa? Apartó la mano y miró perplejo a su vecino Bogliolo. En efecto, éste lo había saludado. Vidal contestó solícitamente: —Nada, señor. —¿Cómo nada? —protestó Bogliolo que, bien observado, tenía algo extraño en la expresión—. ¿Por qué se lleva la mano a la boca? —Una muela. Me duele. No es nada —respondió sonriendo. Vidal era más bien pequeño, delgado, con pelo que empezaba a ralear y una mirada triste, que se volvía dulce cuando sonreía. El matón sacó del bolsillo una libretita, escribió un nombre y una dirección, arrancó la hoja y se la entregó, mientras comunicaba:
—Un dentista. Vaya hoy mismo. Lo va a dejar como nuevo. Vidal acudió al consultorio esa tarde. Restregándose las manos, el dentista le explicó que a cierta edad las encías, como si fueran de barro, se ablandan por dentro y que felizmente ahora la ciencia dispone de un remedio práctico: la extirpación de toda la dentadura y su reemplazo por otra más apropiada. Tras mencionar una suma global; procedió el hombre a la paciente carnicería; por fin, sobre carne tumefacta, asentó muelas y dientes y dijo: —Puede cerrar la boca. Se oponían a ello el dolor, los cuerpos extraños y aun la desazón moral que le infundía la confrontación con el espejo. Al otro día Vidal despertó con malestar y fiebre. Su hijo le aconsejó que visitara al dentista; pero él ya no quería saber nada con ese individuo. Quedó echado en la cama, enfermo y apesadumbrado, sin atreverse en las primeras veinte horas a tomar un mate. La debilidad ahondó la pesadumbre; la fiebre le daba pretextos para seguir en el cuarto y no dejarse ver. El miércoles 25 de junio resolvió concluir con tal situación. Iría al café, a jugar el habitual partidito de truco. Se dijo que la noche era el mejor momento para abordar a los amigos. Cuando entró en el café, Jimi (Jaime Newman, un hijo de irlandeses que no sabía una palabra de inglés; alto, rubio, rosado, de sesenta y tres años) lo saludó con el comentario —Te envidio el comedor. Vidal fraternizó un rato con el pobre Néstor Labarthe, que había pasado, según se aclaró entonces, por la misma cruz. Néstor, subiendo y bajando un arco dental apenas grisáceo, articuló estas misteriosas palabras: —Te prevengo sobre alguna consecuencia que más vale no hablar. Los muchachos armaron, como todas las noches, la mesa de truco, en ese café de Canning, frente a la plaza Las Heras. El término muchachos, empleado por ellos, no supone un complicado y subconsciente, propósito de pasar por jóvenes, como asegura Isidorito, el hijo de Vidal, sino que obedece a la casualidad de que alguna vez lo fueron y que entonces justificadamente se designaban de ese modo. Isidorito, que no opina sin consultar a una doctora, sacude la cabeza, prefiere no discutir, como si su padre se debatiera en su propia argumentación especiosa. En cuanto a no discutir, Vidal le da la razón. Hablando nadie se entiende. Nos entendemos a favor o en contra, como manadas de perros que atacan o repelen un circunstancial enemigo. Por ejemplo, todos ellos —Vidal se cuidaba de decir los muchachos, cuando se acordaba— en la mesa de truco mataban el tiempo, lo pasaban bien, no porque se entendieran o congeniaran particularmente, sino por obra y gracia de la costumbre. Estaban acostumbrados a la hora, al lugar, al fernet, a los naipes, a las caras, al paño y al color de la ropa, de manera que todo sobresalto quedaba eliminado para el grupo. ¿Una prueba? Si Néstor —en chanza los amigos pronunciaban Nestór, con erre a la francesa— empezaba a decir que había olvidado algo, Jimi, a quien por lo animado y ocurrente llamaban el Bastonero, concluía la frase con las palabras: —Por un completo. Y Dante Révora machacaba:
—¿Así que te olvidaste por un completo? Era inútil que Néstor, con esa cara que mantenía la rubicundez de la juventud, con los ojitos redondos de pollo y con la permanente expresión de hablar en serio, asegurara que se trataba de un error cometido en su increíble infancia, que se le quedó, ¿cómo decir?, fijado... No lo escuchaban. Menos lo escuchaban cuando sacaba el ejemplo de Dante, que insistía en pronunciar ermelado por enmelado, sin que nadie le negara el respeto que merece una persona culta. Como la noche del 25 asumirá en el recuerdo aspectos de sueño y aun de pesadilla, conviene señalar pormenores concretos. El primero que me viene a la mente es que Vidal perdió todos los partidos. La circunstancia no debe asombrar, ya que en el bando contrario jugaban Jimi, que ignoraba el escrúpulo y era la astucia personificada (a veces Vidal le preguntaba, en broma, si no había vendido el alma, como Fausto) y Lucio Arévalo, que había ganado más de un campeonato de truco en La Paloma de la calle Santa Fe, y Leandro Rey, apodado el Ponderoso. A este último, un panadero, hay que distinguirlo entre los muchachos por no ser jubilado y por ser español. Aunque sus tres hijas —la ambición las perdía— lo mortificaban para que se retirara y fuera por las tardes a tomar sol con los amigos a la plaza Las Heras, el viejo se mantenía al pie de la caja registradora. Hombre frío, egoísta, apegado a su dinero, peligroso en los negocios y en la mesa de truco, Rey irritaba a los otros por un defecto venial: en trance de comer, aunque fuera el queso y el maní traídos con el fernet, sin disimulo se entregaba a la impaciencia de la gula. Vidal decía: “Entonces la aversión me ofusca y le deseo la muerte”. Arévalo, un experiodista que durante algún tiempo redactó crónicas de teatro para una agencia que trabajaba con diarios del interior, era el más leído. Si no descollaba por hablador ni por brillante, manejaba ocasionalmente un tipo de ironía criolla, modesta y oportuna, que hacía olvidar su fealdad. Empeoraba esta fealdad una desidia en auge con los años. Barba mal rasurada, anteojos empañados, pucho adherido al labio inferior, saliva nicotínica en las comisuras, caspa en el poncho, completaban la catadura de este sujeto asmático y sufrido. Compañeros de Vidal en aquel partido fueron Néstor, cuyas travesuras propendían a la inocencia, y Dante, un anciano que nunca se distinguió por la rapidez y que ahora, con la sordera y la miopía, vivía retirado en su caparazón de carne y hueso. Para que su imagen reviva en la memoria, señalo otro aspecto de esa noche: el frío. Hacía tanto frío que a toda la concurrencia del café se le ocurría la misma idea de soplarse las palmas de las manos. Como Vidal no se convencía de que no hubiera allí algo abierto, de vez en cuando miraba en derredor. Dante, que si perdía se enojaba (su devoción por el equipo de fútbol de Excursionistas, inexplicablemente no le había servido para encarar con filosofía las derrotas), lo reprendió por desatender el juego. Apuntando a Vidal con el índice, Jimi exclamó: —El viejito trabaja para nosotros. Vidal consideraba el húmedo hocico en punta, el bigote que tal vez en razón de la temperatura invernal se le antojaba nevado, y no podía menos que admirar el desparpajo de su amigo.
—Un dentista. Vaya hoy mismo. Lo va a dejar como nuevo. Vidal acudió al consultorio esa tarde. Restregándose las manos, el dentista le explicó que a cierta edad las encías, como si fueran de barro, se ablandan por dentro y que felizmente ahora la ciencia dispone de un remedio práctico: la extirpación de toda la dentadura y su reemplazo por otra más apropiada. Tras mencionar una suma global; procedió el hombre a la paciente carnicería; por fin, sobre carne tumefacta, asentó muelas y dientes y dijo: —Puede cerrar la boca. Se oponían a ello el dolor, los cuerpos extraños y aun la desazón moral que le infundía la confrontación con el espejo. Al otro día Vidal despertó con malestar y fiebre. Su hijo le aconsejó que visitara al dentista; pero él ya no quería saber nada con ese individuo. Quedó echado en la cama, enfermo y apesadumbrado, sin atreverse en las primeras veinte horas a tomar un mate. La debilidad ahondó la pesadumbre; la fiebre le daba pretextos para seguir en el cuarto y no dejarse ver. El miércoles 25 de junio resolvió concluir con tal situación. Iría al café, a jugar el habitual partidito de truco. Se dijo que la noche era el mejor momento para abordar a los amigos. Cuando entró en el café, Jimi (Jaime Newman, un hijo de irlandeses que no sabía una palabra de inglés; alto, rubio, rosado, de sesenta y tres años) lo saludó con el comentario —Te envidio el comedor. Vidal fraternizó un rato con el pobre Néstor Labarthe, que había pasado, según se aclaró entonces, por la misma cruz. Néstor, subiendo y bajando un arco dental apenas grisáceo, articuló estas misteriosas palabras: —Te prevengo sobre alguna consecuencia que más vale no hablar. Los muchachos armaron, como todas las noches, la mesa de truco, en ese café de Canning, frente a la plaza Las Heras. El término muchachos, empleado por ellos, no supone un complicado y subconsciente, propósito de pasar por jóvenes, como asegura Isidorito, el hijo de Vidal, sino que obedece a la casualidad de que alguna vez lo fueron y que entonces justificadamente se designaban de ese modo. Isidorito, que no opina sin consultar a una doctora, sacude la cabeza, prefiere no discutir, como si su padre se debatiera en su propia argumentación especiosa. En cuanto a no discutir, Vidal le da la razón. Hablando nadie se entiende. Nos entendemos a favor o en contra, como manadas de perros que atacan o repelen un circunstancial enemigo. Por ejemplo, todos ellos —Vidal se cuidaba de decir los muchachos, cuando se acordaba— en la mesa de truco mataban el tiempo, lo pasaban bien, no porque se entendieran o congeniaran particularmente, sino por obra y gracia de la costumbre. Estaban acostumbrados a la hora, al lugar, al fernet, a los naipes, a las caras, al paño y al color de la ropa, de manera que todo sobresalto quedaba eliminado para el grupo. ¿Una prueba? Si Néstor —en chanza los amigos pronunciaban Nestór, con erre a la francesa— empezaba a decir que había olvidado algo, Jimi, a quien por lo animado y ocurrente llamaban el Bastonero, concluía la frase con las palabras: —Por un completo. Y Dante Révora machacaba:
—¿Así que te olvidaste por un completo? Era inútil que Néstor, con esa cara que mantenía la rubicundez de la juventud, con los ojitos redondos de pollo y con la permanente expresión de hablar en serio, asegurara que se trataba de un error cometido en su increíble infancia, que se le quedó, ¿cómo decir?, fijado... No lo escuchaban. Menos lo escuchaban cuando sacaba el ejemplo de Dante, que insistía en pronunciar ermelado por enmelado, sin que nadie le negara el respeto que merece una persona culta. Como la noche del 25 asumirá en el recuerdo aspectos de sueño y aun de pesadilla, conviene señalar pormenores concretos. El primero que me viene a la mente es que Vidal perdió todos los partidos. La circunstancia no debe asombrar, ya que en el bando contrario jugaban Jimi, que ignoraba el escrúpulo y era la astucia personificada (a veces Vidal le preguntaba, en broma, si no había vendido el alma, como Fausto) y Lucio Arévalo, que había ganado más de un campeonato de truco en La Paloma de la calle Santa Fe, y Leandro Rey, apodado el Ponderoso. A este último, un panadero, hay que distinguirlo entre los muchachos por no ser jubilado y por ser español. Aunque sus tres hijas —la ambición las perdía— lo mortificaban para que se retirara y fuera por las tardes a tomar sol con los amigos a la plaza Las Heras, el viejo se mantenía al pie de la caja registradora. Hombre frío, egoísta, apegado a su dinero, peligroso en los negocios y en la mesa de truco, Rey irritaba a los otros por un defecto venial: en trance de comer, aunque fuera el queso y el maní traídos con el fernet, sin disimulo se entregaba a la impaciencia de la gula. Vidal decía: “Entonces la aversión me ofusca y le deseo la muerte”. Arévalo, un experiodista que durante algún tiempo redactó crónicas de teatro para una agencia que trabajaba con diarios del interior, era el más leído. Si no descollaba por hablador ni por brillante, manejaba ocasionalmente un tipo de ironía criolla, modesta y oportuna, que hacía olvidar su fealdad. Empeoraba esta fealdad una desidia en auge con los años. Barba mal rasurada, anteojos empañados, pucho adherido al labio inferior, saliva nicotínica en las comisuras, caspa en el poncho, completaban la catadura de este sujeto asmático y sufrido. Compañeros de Vidal en aquel partido fueron Néstor, cuyas travesuras propendían a la inocencia, y Dante, un anciano que nunca se distinguió por la rapidez y que ahora, con la sordera y la miopía, vivía retirado en su caparazón de carne y hueso. Para que su imagen reviva en la memoria, señalo otro aspecto de esa noche: el frío. Hacía tanto frío que a toda la concurrencia del café se le ocurría la misma idea de soplarse las palmas de las manos. Como Vidal no se convencía de que no hubiera allí algo abierto, de vez en cuando miraba en derredor. Dante, que si perdía se enojaba (su devoción por el equipo de fútbol de Excursionistas, inexplicablemente no le había servido para encarar con filosofía las derrotas), lo reprendió por desatender el juego. Apuntando a Vidal con el índice, Jimi exclamó: —El viejito trabaja para nosotros. Vidal consideraba el húmedo hocico en punta, el bigote que tal vez en razón de la temperatura invernal se le antojaba nevado, y no podía menos que admirar el desparpajo de su amigo.
Diario de la guerra del cerdo
Adolfo Bioy Casares
Emecé, 1997.
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