Manuel Puig, la fascinación popular


Este año se cumplen 50 años de la primera edición de Boquitas pintadas. Por eso, el tema del mes de septiembre va a enfocarse en la relación entre Literatura y cine, y por otra parte, en la figura y la obra de Manuel Puig. Abrimos el mes con esta hermosa nota de Javier Arroyuelo.

Fotos: Gentileza Editorial Planeta  / Archivo Javier Arroyuelo/ Inés Umaran

Por Javier Arroyuelo*

El tiempo no para y mientras la memoria por su lado va desintegrándolo, y lo disemina, por el otro, la tecnología logra multiplicarlo. Delante y dentro de las pantallas donde, incompletos y desdoblados, pasamos horas de vida, las eras se intercalan, se entreveran como una baraja de incontables naipes. Todas las épocas transcurren a la vez en el ahora de las redes, falso presente continuo donde, sin cuandos, el pasado retorna con la misma urgencia y resplandor que la ultimísima actualidad, la cual a su vez deja de serlo en el instante mismo en que se revela. El espacio virtual, ése agujero negro en la palma de la mano, abolió la duración.

Y así, en ese flujo, incesante y anárquico, de signos y mensajes, veo reaparecer, por intermitencia, a un click de distancia, a Manuel Puig, pero escindido él también en muchos Manuel Puig fragmentarios. Por momentos, creo ver la persona y el personaje que conocí. Más a menudo, caigo sobre un ícono pop, un camafeo académico, o, colmo de lo extraño, un símbolo improbable de esa categoría inventada que los manuales sin embargo llaman y describen como post-modernidad. Es un Manuel Puig restaurado, nublado, tatuado por las exégesis, los chismes, las reconfiguraciones, los negociados intelectuales, que veintiseis años de muerte han autorizado tácitamente. A ese archivo, fértil pero confuso, voy a agregar ahora, siguiendo un pedido, las notas que aquí van, de persona a persona.

A ese archivo, fértil pero confuso, voy a agregar ahora, siguiendo un pedido, las notas que aquí van, de persona a persona.

Nos habíamos conocido fugazmente, en 1968, tan fugazmente de hecho que pocos años después yo ya no lo recordaba. Volví a verlo en la librería de la calle Talcahuano de Jorge Alvarez, quien acababa de editar La traición de Rita Hayworth, la primera novela de Manuel, que el boca en boca muy justamente celebraba mientras que, con Alvarez y dos amigos y ex-compañeros del Colegio Nacional de Buenos Aires, yo me dedicaba a crear Mandioca, la madre de los chicos, el primer sello ‘indie’ de rock y pop nacional. Un año después Manuel publicaba Boquitas Pintadas y yo estaba en París donde una troupe argentina, el grupo Tsé, montaba, entre otros espectáculos, mi primer texto para la escena, Goddess. Con Manuel nos (re) encontramos y descubrimos unos años más tarde, en Nueva York.

Fue el inicio de un período de inmediatez, no extenso pero entusiasmado; una de esas amistades cómplices que hacen inevitables ciertas señales comunes determinantes – en nuestro caso, el origen argentino y clasemediero, la extranjería, los viajes, la tarea de escritura, y los gustos compartidos (y un tanto arrebatados) por ciertos tipos de cine (y otros no) y ciertos tipos de hombres (y otros también).

Pese a que, desde siempre, mi memoria se aplicó a esfumar hasta abolir episodios enteros, lo poco que recuerdo tiene colores nítidos, los gestos se dibujan precisos, las voces suenan claras, y vuelven in crescendo las emociones, en particular si se trata no de circunstancias expresamente mías, sino de espectáculos, de films, de libros, de paisajes y lugares. Mi memoria no retiene el curso de la vida en sí sino sus representaciones, los momentos de contemplación, en los que estuve exterior a la acción pero no a sus efectos.


Descubrí así que si de Manuel guardo un recuerdo vívido, continuado, persistente, se debe a que se movía, gesticulaba, hablaba, y encaraba al otro, con un sesgo escénico muy pronunciado. Todo el cine que a razón de varias películas por semana Manuel no había dejado de consumir desde su infancia se había ido depositando en él, no en masse sino en estratos prolijos y bien delimitados, y de esas capas de materias nutritivas, había extraído la esencia y la presencia de un personaje en el que parecía haber elegido domicilio. No se trataba, sin embargo, de una actuación mecánica, inconsciente. El personaje entraba en escena solamente cuando ya se había disparado el engranaje de la connivencia. Manuel pasaba entonces de la afabilidad tímida que era la marca más notoria de su presencia discreta a una efusión expresiva única en su género, un repertorio amplio y detallado de poses, expresiones, inflexiones, en procedencia directa de los melodramas, comedias y números musicales, hollywoodianos en su mayor parte, que nunca dejó de atesorar y que, en su niñez y juventud, le habían servido de provisoria vía de escape. De escudo y espejo utópicos.


Es decir que en esta performance suya, el pequeño teatro de cada día, manejaba los mismos estereotipos que en su ficción escrita, claro que con toda la gama de gestos calibrados y tonos enfáticos, mohines, muecas, guiños, reojos, gritos y susurros que en sus novelas prescindía de señalar. Pero en esa puesta que hacía de sí mismo, no era menos autor que en su textos. El material, al fin y al cabo, era exactamente igual, y también el enfoque. En ambos márgenes de su realidad, penetrada en permanencia por fantasías, Manuel Puig, personaje y autor de personajes, ejercía de maestro /a del camp.

El camp, la opción estética asociada con una cierta sensibilidad homosexual, se expresa con un afeminamiento titilante y militante, un culto intransigente del artificio y el simulacro: lo falso es avalado como genuino, el cliché como hallazgo y lo cursi como poesía; la desmesura marca el estándar, la imitación, siempre en parte irónica, es una forma de homenaje y, la teatralidad, la más alta expresión de la franqueza: la máscara es la primera piel.

El camp, que tanto lugar ocupa y tanto brillo desparrama en las marchas del orgullo gay de hoy, extrae su enérgico sentido de la fantasía de la cultura popular y en particular del mundo del espectáculo, del que aprecia tanto sus productos como la parafernalia que los envuelve. Films y shows, consumidos y reinterpretados de inmediato, con invariables aspiraciones de glamour máximo.

Era el territorio, la patria loca, que Manuel Puig recorría desde su más tierna infancia (“¿ nacemos locas o vamos haciéndonos ?” fue el tema de una charla reflexiva y jocosa que tuvimos una tarde, disparada por respectivas narraciones de precoces sesiones de pose frente al espejo) y que encontró elevado a una alta potencia durante su primera estadía en Nueva York, en los años Sesenta, cuando los gays comenzaban a tomar estado público como colectivo social.

Los detractores de Manuel Puig, vehementes desde el inicio mismo de su exitoso itinerario editorial, desdeñaron y combatieron la irrupción de un representante del camp tan convencido de sí mismo, en el cerrado campo literario. Porque ignoraban el concepto, acusaban by default al autor debutante de cursilería, como si dijeran brujería; de frivolidad, de artificiosidad inútil. Veían irrumpir en el área reservada de la cultura culta un admirador confeso de la cultura de masas y procedían a mostrarle bolilla negra. Manuel quedó en la primera fila de un conflicto cultural, que se daba también en el campo del diseño (masivo vs. artístico) y en la pintura, con el Pop Art que triunfaba. A la cultura que prolonga las tradiciones clásicas de formación, conocimiento, y erudición, y que establece el canon ilustrado, se enfrentaban los movimientos pop que avanzaban innovando, y amalgamando las categorías culturales sin reconocer jerarquías, pero aspiraban a ocupar un lugar en un canon común, ampliado a su medida. 

En un ensayo de 1955, Reyner Banham, el crítico inglés, resumía el dilema y lo resolvía con una paradoja brillante. El modo culto, explicaba, seguía el viejo lema aristocrático del siglo 19, retomado por los operadores culturales del siglo 20, como síntesis del ideal de belleza: “Few but roses”, pocas pero rosas, que enfatiza la calidad, el discernimiento, el gusto, y cuyo corolario implícito sería que las multitudes son yuyos. Benham propone, en cambio, un nuevo slogan, que atraviesa todas las categorías académicas: “Many because orchids”, muchos porque orquídeas, donde lo que resalta y se impone es la exuberancia de la creación popular.

Lo que hizo de la obra de Manuel Puig una anomalía dentro del paisaje cultural, y la perpetúa como tal, aunque ahora con status de legimitidad garantizado, fue el mix inesperado que resultaba de su formación y sus recursos decididamente extra-literarios con elementos de la literatura moderna. Su referente absoluto era la industria del entretenimiento, en todas su facetas. Aspiraba a obtener con sus novelas los mismos efectos y resultados – intensidad emocional, tensión y suspenso, espesor piscológico, brillo y lisura en la forma, accesibilidad general- que los productos populares que admiraba. No pensaba la escritura como arte in se, ni tenía los medios para ejercerla así, sino como vehículo narrativo – suplente, digamos, ya que el cine y los guiones habían su vocación y su objetivo primero.

El público de los Sesenta y Setenta se hallaba mucho más suelto que las instituciones literarias mismas para acoger y absorber a un autor que en La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas, las dos primeras novelas que fijaron su estilo, su área propia y su fama, combinaba con destreza hallazgos formales modernos – como el discurso interior o el ready-made literario- y módulos de relato comunes – como el novelón, el chisme o la banalidad dialogada- para armar el Bildungsroman de una loca en devenir o la crónica de unas mujeres de provincia, variaciones pampeanas de Madame Bovary.

Encuentro que Manuel tuvo en la literatura en español un rol similar al de Andy Warhol en la escena cultural global: fueron de los que con más desparpajo abrieron el pasaje del “few but roses” al “many because orchids”, en perfecta sincronía con la implantación del sistema consumista. Compartían también, Puig y Warhol, la fascinación por las formas populares y en paralelo el desdén y la desconfianza hacia lo culto. Manuel detestaba, lo que llamaba “las intelectuales del arte”, sin otros argumentos que su condición colectiva de “pretenciosas” y “pesadas”. Era un grupo nutrido, que incluía a gran parte de sus colegas contemporáneos, que por cierto evitaba leer, a todos los cineastas que contradecían o ignoraban los modelos y reglas establecidos por Hollywood, a cuyos “desastres” sin embargo sí se exponía, y a las experiencias del teatro de vanguardia. Era tan indiferente al rock con su potencia joven como a las exquisiteces del Lincoln Center. No comprendía que yo me deleitara con shows como uno, histórico, de The Clash en el Palladium (solo quiso saber si me había hecho algún levante) y tampoco que siguiera una serie de tres programas Stravinsky/ Balanchine del New York City Ballet (que le interesó solo porque sí me había hecho un levante). Pero, en cambio, me llamaba para ordenarme que pusiera el despertador a las 3 de la madrugada porque en The Late Late Show había “una de Hedy que no viste y que no podés dejar pasarrr. ¡Tortilla Flat! Está divina.” Y agregaba, como tentación suplementaria: “Además es con un novio tuyo, John Garfield”.

Pero aunque sus opciones me parecieran restringidas, y no vacilara en decírselo, nos unía el manejo desenvuelto y placentero del deuxième dégré, es decir el velo, o la lente, con que la mirada camp observa e interpreta el mundo. Y me divertía, de risa hasta las lágrimas, el famoso personaje suyo, la versión más sincera de sí mismo que Manuel podía ofrecer. Había algo irresistible y muy touchant en el contraste agudo entre su apariencia, impersonal de tan discreta, sin brillo, y el chisporroteo de la máscara de comedia que él componía.


Le debo el haber enriquecido mi educación cinematográfica durante esas estaciones newyorkinas. El tema excluyente de nuestro simposium en tête-à-tête eran sus estrellas femeninas predilectas, un vasto abanico, de las legendarias en vida a las injustamente olvidadas. Había funciones comentadas al teléfono, cada cual en su casa, delante de la Tv, (en los dos canales latinos: melodramas, comedias, mariachi, rumberas; en inglés, Greta, Marlene, Bette, Lanita (nunca Lana), Hedy, Ava, Rita y cien otras) y a veces algunas funciones especiales, cuando, a través de una red internacional de locas con las que intercambiaba cassettes, le llegaba alguna perla rara, digna de estudio. A falta de Cinémathèque de Paris, íbamos al Waverly en el Village, a pasos de su departamento, o a las sesiones del MoMA o, un cierto invierno, con asiduidad, al Goethe Institute para un ciclo de films musicales con Lilian Harvey, encantadora estrella anti-nazi.

En la realidad paralela de Manuel, las estrellas conformaban un panteón divino que presidía los destinos humanos – o al menos los de las locas. Nos poseían, sus personas cinematográficas determinaban las nuestras. Él, es decir ella ya que el femenino era el género de bandera de Manuel, estaba poseída, claro está, por Rita Hayworth. Yo, según diagnosticó certeramente, por la imperiosa Bette Davis, una de mis favoritas, aunque me llamaba Merle, por afinidad con la Oberon de Cumbres Borrascosas, juvenil, rebelde y atormentada. O Bebita, en las cartas o en las dedicatorias, siempre graciosas, de sus libros. Con poca gente he compartido tantas risas como con él.

Habiendo puesto en marcha mi personaje, nos otorgó los roles respectivos de madre e hija. No se trataba, supe de inmediato, de su primera maternidad. Ni de su última, ya que la puesta en escena de sus vínculos de amistad nunca cesaría. Al transponer los compromisos afectivos a un relato, al representarlos, se los podía aligerar, se neutralizaba la angustia, se ponía el acento en la comedia. Ciertos amigos, es decir amigas en su traslación, de su generación, eran sus hermanas. Pero los más jovenes le ofrecíamos la oportunidad de interpretar un rol que sin duda le producía un gran placer. Sus primeras hijas, adquiridas hacía poco en Méjico, dos discípulos, también amantes del cine, a quienes nunca conocí, habían sido bautizadas Rebecca y Yasmin, tal como las hijas de Hayworth. En la nota necrológica del New York Times, que me sacudió en un vuelo que me traía a Buenos Aires, ellos aparecían, con sus nombres y apellidos propios e insólitamente, como sus hijos. El lazo había sido intenso y, a juzgar por este toque final, genuinamente puigiano.

Para mí, en cambio, la amistad se fue desdibujando cuando dejó Nueva York por Río, donde nunca lo visité, ni él tampoco a mí en París, aunque nos carteábamos y en ocasiones le telefoneaba. Lo llamé, cuando regresé por primera vez a Buenos Aires, después de dieciséis años de ausencia, en la segunda mitad de los Ochenta. Que loca, me dijo, que audaz. La Argentina no figuraba ya más en su mapa. Ni tampoco en sus ficciones, lo cual, a mi parecer, las había empobrecido. Creo aún hoy que lo que daba sustancia y fuerza a sus primeras tres novelas, para mí el corazón del caso literario Manuel Puig, era su necesidad de poner orden, limpiar y extraer sentido de la banalidad, las simulaciones, los desengaños que arrastraban las voces argentinas, discordantes y pequeño-burguesas que, desde la infancia, él había escuchado y que discrepaban con crudeza con los diálogos chispeantes o exaltados de Hollywood, y las formas estilizadas y los sentimientos subrayados de los boleros y los tangos, su corpus de referencia.

En Río, con su madre, instalada en un departamento de Leblon cercano al suyo, todos los días, a la hora de los drinks, veían uno o dos de los films ya compartidos treinta años atrás en General Villegas. Otra puesta perfecta.

No dudo que Manuel, espectador supremo, hoy pasaría horas larguísimas hurgando en el tesoro inagotable de internet, en feliz y ligera consonancia con el amasijo de brillantes, falsos y genuinos, a su disposición. Imagino toda una ida y vuelta de mails entre nosotros y de clips y charlas por Skype.

Volvé, Manuel, han desaparecido las distancias y en esta misma pantalla desde donde te escribo acabo de ver un Lubitsch del 45, del que es urgente que hablemos. A Royal Scandal. Por supuesto lo viste. Con Anne Baxter, regia, como siempre. ¡Y con Tallulah! Demasiado fabulosa, Tallulah.

¿Hola? ¿Manuel? ¿Hola…hola?



*Javier Arroyuelo, es de Avellaneda, vivió en París desde 1969, y en Buenos Aires desde 2006. Dice que no tiene una carrera, pero su CV pareciera indicar lo contrario: Es autor teatral (Goddess, L’Histoire du Théấtre, Comédie Policière, L’Interprétation, Succès) y de crónicas de tendencias sociales, moda, diseño, arte; co-creador de Mandioca, la madre de los chicos, proyecto discográfico (1968) que marca los inicios del rock argentino. Columnista en los Años 70 y 80 en Vogue Paris, ha publicado en Vogue U.S.A, Vanity Fair, Andy Warhol’s Interview Magazine, Vogue Italia. Desde 2014 es columnista en La Nación Revista. Dictó numerosos cursos y talleres en Buenos Aires: en la Alianza Francesa; el Centro cultural Rojas, entre otros.

Generoso, si se le pregunta qué fue lo mejor que le pasó profesionalmente contesta que no vive en el pasado, por lo cual, publicar esta nota en Anfibia es lo mejor que le está pasando ahora. En su vida, lo mejor es la dicha, el asombro de conocer ciertas personas, gente del arte, de la escritura, del espectáculo, y las conversaciones que tuvimos, que tenemos.

La expresión “tener mascotas” no le corresponde: Arroyuelo Vive con animales. No podría vivir sin. En su casa son tres con las gatas Dudú y Cocó. No viaja si no puede llevarlas con él.


Publicado en Revista Anfibia


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