Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway
CAPÍTULO PRIMERO
Estaba tumbado boca abajo, sobre una capa de agujas de pino de color
castaño, con la barbilla apoyada en los brazos cruzados, mientras el
viento, en lo alto, zumbaba entre las copas. El flanco de la montaña
hacía un suave declive por aquella parte; pero, más abajo, se convertía
en una pendiente escarpada, de modo que desde donde se hallaba tumbado
podía ver la cinta oscura, bien embreada, de la carretera, zigzagueando
en torno al puerto. Había un torrente que corría junto a la carretera y,
más abajo, a orillas del torrente, se veía un aserradero y la blanca
cabellera de la cascada que se derramaba de la represa, cabrilleando a la
luz del sol.
—¿Es ése el aserradero? –preguntó.
—Ese es.
—No lo recuerdo.
—Se hizo después de marcharse usted. El aserradero viejo está abajo,
mucho más abajo del puerto.
Sobre las agujas de pino desplegó la copia fotográfica de un mapa militar
y lo estudió cuidadosamente. El viejo observaba por encima de su hombro.
Era un tipo pequeño y recio que llevaba una blusa negra al estilo de los
aldeanos, pantalones grises de pana y alpargatas con suela de cáñamo.
Resollaba con fuerza a causa de la escalada y tenía la mano apoyada en
uno de los pesados bultos que habían subido hasta allí.
—Desde aquí no puede verse el puente.
—No –dijo el viejo–, Esta es la parte más abierta del puerto, donde el
río corre más despacio. Más abajo, por donde la carretera se pierde entre
los árboles, se hace más pendiente y forma una estrecha garganta...
—Ya me acuerdo.
—El puente atraviesa esa garganta.
—¿Y dónde están los puestos de guardia?
—Hay un puesto en el aserradero que ve usted ahí.
El joven sacó unos gemelos del bolsillo de su camisa, una camisa de
lanilla de color indeciso, limpió los cristales con el pañuelo y ajustó
las roscas hasta que las paredes del aserradero aparecieron netamente
dibujadas, hasta el punto que pudo distinguir el banco de madera que
había junto a la puerta, la pila de serrín junto al cobertizo, en donde
estaba la sierra circular, y la pista por donde los troncos bajaban
deslizándose por la pendiente de la montaña, al otro lado del río. El río
aparecía claro y límpido en los gemelos y, bajo la cabellera de agua de
la presa, el viento hacía volar la espuma.
—No hay centinela.
—Se ve humo que sale del aserradero –dijo el viejo–. Hay ropa tendida en
una cuerda.
—Lo veo, pero no veo ningún centinela.
—Quizá quede en la sombra –observó el viejo–. Hace calor a estas horas.
Debe de estar a la sombra, al otro lado, donde no alcanzamos a ver.
—¿Dónde está el otro puesto?
—Más allá del puente. Está en la casilla del peón caminero, a cinco
kilómetros de la cumbre del puerto.
—¿Cuántos hombres habrá allí? –preguntó el joven, señalando hacia el
aserradero.
—Quizás haya cuatro y un cabo.
—¿Y más abajo?
—Más. Ya me enteraré.
—¿Y en el puente?
—Hay siempre dos, uno a cada extremo.
—Necesitaremos cierto número de hombres –dijo el joven–. ¿Cuántos podría
conseguirme?
—Puedo proporcionarle los que quiera –dijo el viejo–. Hay ahora muchos en
estas montañas.
—¿Cuántos exactamente?
—Más de un centenar, aunque están desperdigados en pequeñas bandas.
¿Cuántos hombres necesitará?
—Se lo diré cuando haya estudiado el puente.
—¿Quiere usted estudiarlo ahora?
—No. Ahora quisiera ir a donde pudiéramos esconder estos explosivos hasta
que llegue el momento. Querría esconderlos en un lugar muy seguro y a una
distancia no mayor de una media hora del puente, si fuera posible.
—Es posible –contestó el viejo–. Desde el sitio hacia donde vamos, será
todo camino llano hasta el puente. Pero tenemos que trepar un poco para
llegar allí. ¿Tiene usted hambre?
—Sí –dijo el joven–; pero comeremos luego. ¿Cómo se llama usted? Lo he
olvidado. –Era una mala señal, a su juicio, el haberlo olvidado.
—Anselmo –contestó el viejo–. Me llamo Anselmo y soy de El Barco de
Avila. Déjeme que le ayude a llevar ese bulto.
El joven, que era alto y esbelto, con mechones de pelo rubio,
descoloridos por el sol, y una cara curtida por la intemperie, llevaba,
además de la camisa de lana descolorida, pantalones de pana y alpargatas.
Se inclinó hacia el suelo, pasó el brazo bajo una de las correas que
sujetaban el fardo y lo levantó sobre su espalda. Pasó luego el brazo
bajo la otra correa y colocó el fardo a la altura de sus hombros. Llevaba
la camisa mojada por la parte donde el fardo había estadopocoantes.
—Ya está –dijo–. ¿Nos vamos?
—Tenemos que trepar –dijo Anselmo.
Inclinados bajo el peso de los bultos, sudando y resollando, treparon por
el pinar que cubría el flanco de la montaña. No había ningún camino que
el joven pudiera distinguir, pero se abrieron paso zigzagueando.
Atravesaron un pequeño torrente y el viejo siguió montaña arriba,
bordeando el lecho rocoso del arroyuelo. El camino era cada vez más
escarpado y dificultoso, hasta que llegaron finalmente a un lugar, en
donde de una arista de granito limpia se veía brotar el torrente. El
viejo se detuvo al pie de la arista, para dar tiempo al joven a que
llegase hasta allí.
—¿Qué tal va la cosa?
—Muy bien –contestó el joven. Sudaba por todos sus poros y le dolían los
músculos por lo empinado de la subida.
—Espere aquí un momento hasta que yo vuelva. Voy a adelantarme para
avisarles. No querrá usted que le peguen un tiro llevando encima esa
mercancía.
—Ni en broma –contestó el joven–. ¿Está muy lejos?
—Está muy cerca. Dígame cómo se llama.
—Roberto –contestó el joven.
Había dejado escurrir el bulto, depositándolo suavemente entre dos
grandes guijarros, junto al lecho del arroyuelo.
—Espere aquí, Roberto; en seguida vuelvo a buscarle.
—Está bien –dijo el joven–. Pero ¿tiene la intención de bajar al puente
por este camino?
—No, cuando vayamos al puente será por otro camino. Mucho más corto y más
fácil.
—No quisiera guardar todo este material lejos del puente.
—No lo guardará. Si no le gusta el sitio elegido, buscaremos otro.
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