Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway

Ayer se cumplieron 80 años de la primera edición de Por quién doblan las campanas, la novela en la que Ernest Hemingway se refiere a la Guerra Civil Española. De la que fue testigo personal, además, ya que formó parte de las Brigadas Internacionales que apoyaban a la República. El título proviene de la Meditación XVll de John Donne, epígrafe de la novela, que dice: "Ningún hombre es una isla, cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la masa. Si el mar se lleva un terrón, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa señorial de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por eso nunca quieras saber por quién doblan las campanas: doblan por tí." 
Fue llevada al cine, dirigida por Sam Wood, con Gary Cooper e Ingrid Bergman interpretando a la pareja protagónica. Celebramos los 80 años de esta gran novela, en la que aparecen las primeras alusiones a la importancia del héroe colectivo, con un fragmento del Capítulo Primero.


CAPÍTULO PRIMERO

Estaba tumbado boca abajo, sobre una capa de agujas de pino de color

castaño, con la barbilla apoyada en los brazos cruzados, mientras el

viento, en lo alto, zumbaba entre las copas. El flanco de la montaña

hacía un suave declive por aquella parte; pero, más abajo, se convertía

en una pendiente escarpada, de modo que desde donde se hallaba tumbado

podía ver la cinta oscura, bien embreada, de la carretera, zigzagueando

en torno al puerto. Había un torrente que corría junto a la carretera y,

más abajo, a orillas del torrente, se veía un aserradero y la blanca

cabellera de la cascada que se derramaba de la represa, cabrilleando a la

luz del sol.

—¿Es ése el aserradero? –preguntó.

—Ese es.

—No lo recuerdo.

—Se hizo después de marcharse usted. El aserradero viejo está abajo,

mucho más abajo del puerto.

Sobre las agujas de pino desplegó la copia fotográfica de un mapa militar

y lo estudió cuidadosamente. El viejo observaba por encima de su hombro.

Era un tipo pequeño y recio que llevaba una blusa negra al estilo de los

aldeanos, pantalones grises de pana y alpargatas con suela de cáñamo.

Resollaba con fuerza a causa de la escalada y tenía la mano apoyada en

uno de los pesados bultos que habían subido hasta allí.

—Desde aquí no puede verse el puente.

—No –dijo el viejo–, Esta es la parte más abierta del puerto, donde el

río corre más despacio. Más abajo, por donde la carretera se pierde entre

los árboles, se hace más pendiente y forma una estrecha garganta...

—Ya me acuerdo.

—El puente atraviesa esa garganta.

—¿Y dónde están los puestos de guardia?

—Hay un puesto en el aserradero que ve usted ahí.

El joven sacó unos gemelos del bolsillo de su camisa, una camisa de

lanilla de color indeciso, limpió los cristales con el pañuelo y ajustó

las roscas hasta que las paredes del aserradero aparecieron netamente

dibujadas, hasta el punto que pudo distinguir el banco de madera que

había junto a la puerta, la pila de serrín junto al cobertizo, en donde

estaba la sierra circular, y la pista por donde los troncos bajaban

deslizándose por la pendiente de la montaña, al otro lado del río. El río

aparecía claro y límpido en los gemelos y, bajo la cabellera de agua de

la presa, el viento hacía volar la espuma.

—No hay centinela.

—Se ve humo que sale del aserradero –dijo el viejo–. Hay ropa tendida en

una cuerda.

—Lo veo, pero no veo ningún centinela.

—Quizá quede en la sombra –observó el viejo–. Hace calor a estas horas.

Debe de estar a la sombra, al otro lado, donde no alcanzamos a ver.

—¿Dónde está el otro puesto?

—Más allá del puente. Está en la casilla del peón caminero, a cinco

kilómetros de la cumbre del puerto.

—¿Cuántos hombres habrá allí? –preguntó el joven, señalando hacia el

aserradero.

—Quizás haya cuatro y un cabo.

—¿Y más abajo?

—Más. Ya me enteraré.

—¿Y en el puente?

—Hay siempre dos, uno a cada extremo.

—Necesitaremos cierto número de hombres –dijo el joven–. ¿Cuántos podría

conseguirme?

—Puedo proporcionarle los que quiera –dijo el viejo–. Hay ahora muchos en

estas montañas.

—¿Cuántos exactamente?

—Más de un centenar, aunque están desperdigados en pequeñas bandas.

¿Cuántos hombres necesitará?

—Se lo diré cuando haya estudiado el puente.

—¿Quiere usted estudiarlo ahora?

—No. Ahora quisiera ir a donde pudiéramos esconder estos explosivos hasta

que llegue el momento. Querría esconderlos en un lugar muy seguro y a una

distancia no mayor de una media hora del puente, si fuera posible.

—Es posible –contestó el viejo–. Desde el sitio hacia donde vamos, será

todo camino llano hasta el puente. Pero tenemos que trepar un poco para

llegar allí. ¿Tiene usted hambre?

—Sí –dijo el joven–; pero comeremos luego. ¿Cómo se llama usted? Lo he

olvidado. –Era una mala señal, a su juicio, el haberlo olvidado.

—Anselmo –contestó el viejo–. Me llamo Anselmo y soy de El Barco de

Avila. Déjeme que le ayude a llevar ese bulto.

El joven, que era alto y esbelto, con mechones de pelo rubio,

descoloridos por el sol, y una cara curtida por la intemperie, llevaba,

además de la camisa de lana descolorida, pantalones de pana y alpargatas.

Se inclinó hacia el suelo, pasó el brazo bajo una de las correas que

sujetaban el fardo y lo levantó sobre su espalda. Pasó luego el brazo

bajo la otra correa y colocó el fardo a la altura de sus hombros. Llevaba

la camisa mojada por la parte donde el fardo había estadopocoantes.

—Ya está –dijo–. ¿Nos vamos?

—Tenemos que trepar –dijo Anselmo.

Inclinados bajo el peso de los bultos, sudando y resollando, treparon por

el pinar que cubría el flanco de la montaña. No había ningún camino que

el joven pudiera distinguir, pero se abrieron paso zigzagueando.

Atravesaron un pequeño torrente y el viejo siguió montaña arriba,

bordeando el lecho rocoso del arroyuelo. El camino era cada vez más

escarpado y dificultoso, hasta que llegaron finalmente a un lugar, en

donde de una arista de granito limpia se veía brotar el torrente. El

viejo se detuvo al pie de la arista, para dar tiempo al joven a que

llegase hasta allí.

—¿Qué tal va la cosa?

—Muy bien –contestó el joven. Sudaba por todos sus poros y le dolían los

músculos por lo empinado de la subida.

—Espere aquí un momento hasta que yo vuelva. Voy a adelantarme para

avisarles. No querrá usted que le peguen un tiro llevando encima esa

mercancía.

—Ni en broma –contestó el joven–. ¿Está muy lejos?

—Está muy cerca. Dígame cómo se llama.

—Roberto –contestó el joven.

Había dejado escurrir el bulto, depositándolo suavemente entre dos

grandes guijarros, junto al lecho del arroyuelo.

—Espere aquí, Roberto; en seguida vuelvo a buscarle.

—Está bien –dijo el joven–. Pero ¿tiene la intención de bajar al puente

por este camino?

—No, cuando vayamos al puente será por otro camino. Mucho más corto y más

fácil.

—No quisiera guardar todo este material lejos del puente.

—No lo guardará. Si no le gusta el sitio elegido, buscaremos otro.



Por quién doblan las campanas
Ernest Hemingway
Sudamericana - Planeta, 1985.

 

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