Los oficios terrestres

Para cerrar el tema del mes en Libro de Arena dedicado a la literatura cubana y a los cuentos, reseñamos uno de Rodolfo Walsh.



Por Laura Ávila


Dentro de los mejores cuentos que leí en mi vida está este, escrito por Rodolfo Walsh.

Empezó a escribirlo en 1965, pero curiosamente no aparece en el libro que se llama así, Los oficios terrestres, sino en otro, una antología suya titulada Un kilo de oro, que la editorial Jorge Álvarez publicó dos años después.

La leyenda dice que esto pasó porque no lo pudo terminar a tiempo. Junto a Irlandeses detrás de un gato y Un oscuro día de justicia, el cuento integra su trilogía de recuerdos del colegio irlandés donde fue pupilo con su hermano.


Aunque casi todo el mundo prefiera Esa mujer como su mejor relato corto, a mí me conmueve más este. Trata de dos chicos que tienen que sacar un cajón de basura repleto, pesado, atravesando el patio interminable del colegio de pupilos en donde los dejaron. 

Dashwood va a cuarto grado, El Gato va a sexto. Dashwood es pequeño y débil, El Gato es alto y duro, está hecho de recelo y odio. Son niños los dos, pero tienen que tirar las basuras de una fiesta que hicieron las damas de beneficencia de ese colegio para huérfanos y pobres irlandeses. En esa fiesta hubo asado copioso, limonada y postre, un exceso que le ganó por una vez al plato de sémola, al hambre de los internos. También hubo fútbol y cariño, mujeres que acariciaron cabezas, que se interesaron por sus notas escolares y que se fueron muy pronto, como dulces espectros, ”dejándonos de nuevo desmadrados y grises”, como indica el autor, incluyéndose, en algunos pasajes de la historia, en ese rebaño de desvalidos.

El cuento va narrando el ambiente sórdido del colegio, el valor del más fuerte, la humillación, cómo Dashwood extrañaba a su madre, la hostilidad de los que también sufrían, la sed de venganza de El Gato, su propia compasión que le da vergüenza pero que también le desata un nudo, en alguna parte del corazón, cuando ayuda a escapar a Dashwood, que se va sin más porque siente que la voz de su mamá lo llama.

El cuento está adjetivado hasta el cansancio. Los que me conocen saben que a mí no me gusta escribir con demasiados adjetivos. Pero acá cada uno está apuntado y puesto con una precisión excelente. Esos adjetivos describen la crueldad y la tristeza del mundo en donde viven estos niños, pero también dan testimonio de la época en donde Walsh escribió, documenta el último llamado que sonó para él desde el mundo de la ficción. Walsh niño es el Walsh adulto y el colegio, con sus múltiples injusticias y desamores, es también el país, nuestro país.



Ya había escrito Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo?, había inaugurado el mundo del relato periodístico novelado. Había viajado a Cuba invitado por Jorge Masetti, el primer director de Prensa Latina, en donde participó de la formación de su agencia de noticias. Sin ser criptógrafo, supo descifrar un mensaje encriptado de la CÍA que cayó en sus manos y que anunciaba la invasión a Bahía de Cochinos. Su pasión por el periodismo y su convicción de que tenía que estar al servicio del pueblo lo iban ganando cada vez más.

Pero en Lo oficios terrestres puede verse su amor por la literatura en estado puro, esa alquimia misteriosa de convertir un recuerdo triste en unas páginas ácidas y brillantes, destinadas a perdurar.

¿Podría haber sido Walsh el continuador de la estirpe de Borges, de Cortázar, de Castillo, si la política y sus urgencias desgarradoras no lo hubieran conmovido, impelido a la acción directa?

Su oficio terrestre, ese de advenirse revolucionario, quizá lo separó del camino. Él también, como el pequeño Dashwood, respondió a ese llamado misterioso, a la voz de esa mujer. Dejó un mundo feroz pero conocido con la esperanza de hallar otro más azul, más feliz, sin crueldades ni mandatos, en donde no tendríamos que arrastrarnos para siempre para purgar unos instantes de felicidad.



Un kilo de oro
Rodolfo Walsh
Editorial Jorge Álvarez, 1967.

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