Ser escritor, de Abelardo Castillo

Compartimos algunas reflexiones de Abelardo Castillo, acerca de la escritura, publicadas en Ser escritor. 







Por qué se escribe


La literatura, por lo poco que sé de ella, nace quizá de una fuerte tendencia a la incomunicación o a la mala comunicación. Un escritor de ficciones es alguien que en la vida cotidiana muy raramente puede comunicar lo que siente, sus miedos, sus admiraciones, sus pasiones, su amor. Es algo así como esa mirada de sorpresa ante lo real de la que hablaban los griegos: la que al filósofo le permite reflexionar y, al escritor, escribir. El único lugar donde un hombre que escribe se comunica es en sus libros, y son sus personajes quienes hablan por él. Los escritores, en general, son grandes tímidos. Tal vez porque saben que los sentimientos más profundos sólo pueden manifestarse con palabras triviales. De qué modo decir te quiero, o estoy desesperado, o tengo miedo, o la belleza me conmueve. No hay más palabras que ésas, pero uno no puede andar pronunciándolas en voz alta. Recuerdo una serie de televisión inglesa sobre la vida de Shakespeare, en la que hay una escena memorable. Se sabe que Shakespeare tuvo un gran amor, la famosa dama morena de los sonetos. En esa escena, ella le pide que por favor le diga palabras hermosas, como las que escribe en sus dramas, y no que meramente quiera arrastrarla a la cama. Shakespeare, que ha escrito los diálogos de Romeo, debe recurrir a uno de sus actores para que le explique cómo se habla con las mujeres reales. Al ver esa obra, yo pensé: Shakespeare debió de haber sido realmente así.

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La ética de la forma


En cuarenta años de literatura aprendí dos o tres cosas más, pero, por decirlo así, son de orden moral. Por ejemplo: corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística, es un trabajo espiritual. Paul Valéry ya habló de la ética de la forma: corregir es una empresa espiritual de rectificación de uno mismo.

Hay palabras y palabras. Borges, una noche de 1983, me contó que detestaba “Hombre de la esquina rosada” porque en ese cuento había escrito la palabra “cuchillón”.

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Géneros


No creo en los géneros literarios. Creo, sin embargo, que el cuento es una forma estética nada casual, y sospecho que no cualquier escritor es cuentista. Se puede ser un gran poeta y no saber escribir un soneto, como le pasaba con frecuencia a Neruda, y también se puede ser un gran escritor en prosa sin haber escrito jamás un buen cuento. La inversa, en cambio, no se cumple. Un hombre que escribe grandes sonetos es necesariamente un gran poeta. Petrarca o Garcilaso, digamos, o Miguel Hernández. Un hombre que escribe grandes cuentos es fatalmente un gran escritor. Poe, Chéjov, Borges, Cheever, Akutagawa, Cortázar.

No tengo opiniones sobre literatura. Heine decía que las catedrales fueron hechas porque los hombres que las construyeron no tenían opiniones, sino convicciones. Seguramente no construiré nunca una catedral, pero, al menos, tengo una convicción: un buen cuento es una historia contada de la única manera posible.

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Arte poética


Uno teoriza como quiere pero escribe como puede. De ahí que declaraciones de ciertos escritores sobre el sentido de la literatura parezcan bromas pesadas. Por fortuna, cuando el talento es grande, no es raro que esos libros sean infinitamente superiores al propósito que les dio origen. Ya se sabe que para Flaubert y Baudelaire lo bello era lo puramente inútil, y a los dos los procesaron el mismo año por atentar contra la sociedad. También aprendimos en la escuela que Miguel de Cervantes quiso hacer una parodia de las novelas de caballería, y se encontró con el Quijote y Sancho. Una vez le preguntaron a Balzac, o él declaró sin que se lo preguntaran, cuál era el propósito íntimo de Cesar Birotteau, que es una de las mejores novelas de La comedia humana. Quise contar la vida de un comerciante honrado, dijo más o menos Balzac. Benjamin Constant, hombre político, anti napoleónico, napoleónico ––debería llamarme inconstant, decía él mismo––, escritor de a ratos, pero mayormente amante de Mme. Stael, estaba presente en una discusión literaria donde se negó la posibilidad de armar una novela interesante con sólo dos personajes. Apostó a que él podía. Escribió el Adolfo, con el que fundó la literatura psicológica francesa y previó, a la francesa, el asunto central de Ana Karenina. Un vasto señorón argentino, el hacendado Hernández Pueyrredón, por distraerse en las siestas de un hotel de Buenos Aires o de Montevideo, se puso a escribir en verso, jugando a que era un gaucho. Unos cuantos meses más tarde había terminado la primera parte del Martín Fierro, unos cincuenta años después ––si hubiera vivido––,se habría enterado de que esa distracción era un poema como el Cid o El Cantar de Roldán o, en el peor de los casos, el primer libro de los argentinos. 

Naturalmente, existen ejemplos inversos, lúcidos ejemplos de hombres que se han impuesto una obra imborrable y la han escrito. Milton y Virgilio eligieron de antemano el asunto y la perduración de sus epopeyas; Dante anotó en la página final de la Vita Nuova que ahora iba a callarse hasta cantarle a Beatriz como nunca le había cantado un hombre a una mujer. Pero es mejor no seguir estos ejemplos demasiado ejemplares. Un buen método para escribir grandes libros es no proponérselo. Tengo sesenta y dos años cumplidos. De adolescente, cuando, olvidándome un rato del suicidio, conseguía entreverme a esta edad, imaginaba un anciano a quien se le acercaba un muchacho idéntico a mí, y le preguntaba, maestro, cómo se llega a escribir una obra inmortal. No reproduciré, por pudor, las respuestas estentóreas del anciano maestro. Hoy ya no quiero que mi fantasma se me acerque a preguntarme nada, pero conozco una buena enseñanza, tal vez demasiado tardía para mi propio uso: 

––Vea, hijo, usted vaya a su casa, siéntese, no se tome tan en serio y escriba buenamente lo que pueda.



La originalidad


La superstición de la originalidad es una pavada moderna. Si los trágicos griegos o Shakespeare hubieran intentado ser novedosos no habrían escrito una línea. Sören Kierkegaard decía que la originalidad nace de la angustia. Lo que significa, sencillamente, que el mero hecho de estar en el mundo como un ser singular produce, en ciertos hombres, un modo angustiosamente personal de ver las cosas. La originalidad no consiste en escribir sin puntos ni comas o en contar sucesos que nadie haya podido imaginar, sino en ver la realidad entera desde uno mismo, y que el lector sienta: eso es exactamente lo que yo sentía.



Límites de la originalidad


La originalidad tiene límites. Incluso límites formales. Se puede escribir un cuento espléndido sobre una gota, como hizo  Dino Buzzati, pero sería muy difícil escribir una buena novela sobre un triángulo.





Ser escritor

Abelardo Castillo

Seix Barral. 2020.

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