El canto del viento, de Atahualpa Yupanqui

Hoy se cumplen treinta años de la muerte de Atahualpa Yupanqui. Lo recordamos con una selección de textos hecha por Diana Tarnofky, que tiene en cuenta además, el tema del mes en Libro de arena, y nos acerca cuentos y leyendas, incluidos por Don Ata en su libro El canto del viento, publicado en 1965.  



Por Diana Tarnofky


Un  23 de mayo de 1992,  el enorme poeta  Atahualpa Yupanqui partía rumbo otros universos a seguir sembrando el aire con sus versos. Sus cuentos, cantos, poemas, leyendas siguen de boca en oreja y oreja en boca viajando entre la gente, siempre presentes en el viento .Comparto algunos cuentos populares que nos acerca don Atahualpa en su maravilloso libro El canto del viento, 1965. Agrego además, una reflexión del autor acerca de la importancia de las leyendas para la vida de los pueblos, y para cerrar el homenaje, comparto la de “La loca Juliana”. Todos ls textos son parte del mismo, hermoso libro. 



LOS CONTRABANDISTAS


El viejo Cata tenía su hija casada, que vivía en la zona boliviana, a pocos kilómetros de la frontera salteña. El hombre, enfermo "de los hígados", apenas podía con su vejez y sus achaques. Pero montaba a caballo, y diariamente cruzaba "la raya" para visitar a sus nietos; almorzaba con ellos, y por la tardecita volvía a su rancho en territorio argentino. Y siempre traía bajo las caronas un par de kilos de matambre, y alguna vez una botella de "singani", el buen aguardiente boliviano.

Así, andaban los días y los meses. En invierno, don Cata lo pasaba muy mal. Vivía en la zona de los bosques, más allá de Tartagal, en lo que denominan el Chaco salteño. Los agostos desataban su manada de cuervos sobre los montes húmedos. Las crías chicas no salían de los corrales, y los ranchos se ennegrecían con el humo picante de leñas verdes y mojadas.

Cata combatía la pobreza vendiendo la mitad de su "churrasco" a unos vecinos tan pobres como él. Total, unas chirolas para yerba. . . Cerca de su rancho, el camino ancho vibraba constantemente con el trajinar de camiones y carros en la selva.

De vez en cuando, su yerno llegaba a verlo, de noche alta. Detenía el camión y saludaba al viejo. Departía con él unos minutos y luego seguía viaje.

El mozo era camionero de los Iglesias, y sus viajes eran misteriosos. Los Iglesias eran campeones en el contrabando. Cubiertas, caucho, pieles y maderas introducían a territorio argentino. Cuando conseguían buen precio, vendían incluso sus camiones, y a veces volvían cargados de mercadería que se cotizaban alto en tierra boliviana. Santa Cruz de la Sierra era la capital del mercado negro y allí reinaban los burladores del fisco.

Todas las ganancias ilícitas eran oro que rodaba por las tabernas, entre orgías baratas y lujuria de prostíbulo. El cholaje bebía y bailaba los bailecitos cruceños, mecapaqueñas y cuecas del oriente. La cerveza era un caldo en ese trópico donde las pasiones no tenían freno, y de las bacanales de arrabal participaban los Iglesias, los muchachos camioneros, las mozas del dancing y los milicos del piquete. No importaba el gasto. Entre risas, insultos, algún botellazo y rezongos rítmicos pasaban tres días de juerga los industriales del contrabando, con sus peones y sus sirvientes.

Era un secreto a voces la actividad de los Iglesias. Pero los mozos estaban "acomodados".

Todo parecía legal, inocente, correcto. Un billete de mil es buena llave para la indignidad.

Para asegurar el "negocio", uno de los hermanos Iglesias vivía casi todo el año en Buenos Aires. Los más lujosos cabarets conocieron su rostro de cholo amoratado por el alcohol y la cocaína. Siempre tenía a su lado una buena moza alquilada, pálida estrella de la decadencia moral del mundo. Cuando cerraban el cabaret, el Iglesias "aporteñado", cargaba su moza y la orquesta, y se largaba a los cafés nocturnos donde se hacía música nativa. Era recibido como gran señor. Tiraba billetes y gritaba órdenes: "¡Toquen, cucarachas! ..." Era su manera de pedir música. Y los mocitos tocaban más y más chacareras para endulzar las horas del inmundo personaje.

Un día pareció que estas cosas llegaban a su fin. La represión del contrabando se organizó con severas consignas. En distintos sitios del litoral, entre los riachos y canales, y allá sobre las punas calladas, silbaron las carabinas, se coparon bolsas, paquetes, cueros, grasas, instrumentos diversos, y se apresaron contrabandistas. Pero los presos eran pobres: kollas contratados a jornal, y comandados por un capataz.  Los capitalistas, los verdaderos  negociadores, seguían a salvo. El apresamiento del contrabando era ya cosa calculada que se registraba en ganancias y pérdidas.

Los Iglesias no entraban en estas dificultades. Eran demasiado duchos y trabajaban en negocios "grandes". Es posible que hubieran detenido un tiempito los acarreos, hasta ajustar las líneas de la seguridad fronteriza y trabar amistad comercial con nuevos personajes. Pero cubierta ya la trampa, seguían comerciando como en chacra privada.

Una noche, las estrellas se asomaron como siempre, ignorando que a poco habían de reflejarse sobre un pequeño, charco de sangre criolla.

Había orden de arrasar con los contrabandistas. Cambiados los piquetes, tenían consignas crudas. El viejo Cata había cruzado como siempre la línea fronteriza, y jugaba con sus nietos, que le acariciaban la blanca pelambre que usaba por barba.

Nunca había estado más contento el kolla. Sentía renacer los jugos de la vida en esos changos descalzos y mansos, que traveseaban con cariño inocente con su vejez enternecida.

Al llegar la nochecita, ensilló su zaino, guardó sus dos kilos de "tumba" y su botella de aguardiente bajo las caronas, saludó a los suyos y partió: "Hasta mañana, hijitos". Los otros le contestaron: "Vaya con Dios, tatita".

Don Cata inclinó el cuerpo y el zaino "agarró" el tranquito marchador. Cruzó los cercos del ranchero y se perdió en el camino de rojizas arenas, que se angostaba poco a poco hasta ser una senda sacrificada por el abrazo de la selva.

Cruzó "la raya" por el paso de siempre, a quinientos metros del piquete de vigilancia. Lo hacia todos los días. Los milicos de antes lo sabían. Todos lo conocían. Sospechaban que alguna cosita se traía el pobre viejo, pero lo dejaban no más. Total, poco sería para su hambre y su vejez.

Cuando se acabó la senda, a los pocos kilómetros, salió al camino ancho. En la sombra, alguien le gritó: " ¡Ep ... ! ¡Párese!" El viejo dudó un momento y pensó seguramente que no sería para él esa orden. Y siguió, al tranquito no más. Inmediatamente se oyó otro grito, un sonido metálico, y sonó un tiro de máuser que estremeció los montes. Entre el ramaje se agitó un rumor de vuelo rápido de aves asustadas.

Cuando uno del piquete llegó hasta el viejo, éste estaba tumbado sobre una huella, desangrándose. En el charquito de su propia sangre, el viejo veía que una estrella le estaba haciendo guiños.

No hubo nada que hacer. El zaino quedó quieto, junto al cadáver.

Otros milicos se acercaron, y luego de revisar el apero, descubrieron dos kilos de carne y un frasco de aguardiente. Tenían con ese material el mejor justificativo para su crimen.

Al rato, se oyeron toques de bocina. Hicieron a un lado al zaino, y sacaron al difunto de la huella.

Minutos después, pasaban pesadas y ruidosas, las caravanas de camiones conduciendo mercaderías de los Iglesias ...



EL ÚLTIMO DECRETO


El zorro ha sido uno de los personajes más famosos en los cuentos y tradiciones folklóricas de nuestro continente. Con ligeras variantes, los cuentos del zorro andan por ahí, en todas las veladas provincianas, en los fogones de los arrieros, en la noche de los mineros, en los minutos de "resuello" de los hacheros de la selva y las tardecitas de los peones indios.

Hace un tiempo conocimos otro cuento del célebre Don Juan de los campos. Nos lo narró Narciso Katay en la vieja finca de Ocloya, al nordeste de la provincia de Jujuy...

Saliendo de Yala hacia el oriente, se escalonan unas serraníaas boscosas, con valles de muy buen pasto. Se pasa el Cerro Huacanko, que quiere decir "hacer llorar', y en verdad es terrible su travesía por lo peligrosa, llena de nieblas desatadas y sendas angostísimas, apenas abiertas para el paso de la mula, entre una muralla musgosa a un costado y abismos sin ecos. Los baquianos recomiendan en cierto paso quitar el apero al animal, porque el solo choque del estribo contra el cerro puede hacer perder pie a la bestia, y la desbarrancada se produciría irremediablemente.

Por esas lejuras peligrosas andábamos un día, hacia una vieja estancia perdida en los montes orientales de Jujuy, donde hace trescientos años reinaban los indios Okloyas, bravíos rivales de Juríes y Homohuacas. Se había de realizar en esos campos una "corpachada", es decir, un rito indio, un bautizo de corral de piedra en el que la mujer más vieja, de la comarca personificaría a Pachamama, la Madre de los Cerros. De esta ceremonia extraña, indo-criolla, hablaremos alguna vez.

Allí conocimos a toda la peonada, compuesta por gauchos, criollos, mestizos, kollas y algún viejo, de esos que andan como sombras tenaces en estos tiempos. Y allí gustamos la amistad de Narciso Katay, buen narrador de sucedidos y fantasías comarcanas.

Por él supimos que habla peones que ganaban doce pesos mensuales, había enlazadores que trabajaban el primer mes gratis, para poder pagar el lazo con que se les proveía para su labor en los campos. Por él supimos que aquel peón que no presenciaba la misa en la capilla de la estancia, todos los domingos, era rápidamente despedido, y otras lindezas. No precisamos decir que no conocimos el confort de la estancia, a la que fuimos invitados cuando se supo nuestra presencia en el lugar, sino que estuvimos hospedados en el rancho de Katay, pequeñito y frío, pero que nos dio en las cuarenta y ocho horas "que nos dejaron permanecer" una fuerte y hermosa sensación de solidaridad con todos aquellos que ostentaban las manos callosas y la mirada llena de bondad y esperanza. La última noche, Katay hizo el gasto de la conversación. Nos habló de la mitología andina como de sucesos ocurridos a la puerta de su casa. Nos contó el origen de las tormentas, que era la lucha entre los vientos, el huayra macho contra el huayra hembra. Y entre otras cosas, nos contó varios cuentos de los que el zorro ocupa el rol preferente. Este es uno de sus cuentos:

Una mañana recién amanecida, estaba el compadre gallo sobre la horqueta de un árbol, como avizorando la línea del oriente, donde pronto asomarla el sol, cuando desde los matorrales vecinos llegó el compadre zorro, con paso menudo y silencioso, achicando los ojos con picardía. El compadre gallo lo vio, pero la altura en que estaba le dio confianza y siguió nomás mirando la mañanita.

El zorro se acercó al pie del árbol y habló al gallo:

-Buen día, compadre gallo. ¿Tomando aire?

-Así es, compadre zorro.

-¿Por qué no se baja de ahí, compadre gallo? De aquí abajo se respira mejor.. .

-No ha'i de ser, compadre. Gracias. Aquí estoy bien.

Y siguió nomás, el gallo, fuertemente prendido a la rama alta del árbol. El zorro miró hacia todos lados, y acercándose más al tronco del árbol, dijo en tono confidencial:

-Lo que pasa, compadre, es que usted me tiene miedo. Y me tiene miedo, porque usted no está enterado del último decreto del gobierno...

-¿Cuál decreto? -preguntó el gallo, picado por la curiosidad.

-Le contaré, compadre gallo. Resulta que el gobierno acaba de lanzar un decreto por el que declara la amnistía general entre todos los animales y bichos de la provincia. Este decreto ha causado la dicha en el mundo. Y ya está puesto en práctica. Hace un rato he visto una víbora jugando a la taba con una liebre, y un tigre hacía de canchero, mientras una oveja le cebaba mate ...

El gallo dudó un momento, pero algo había en la mirada del zorro que le inspiraba desconfianza, y se agarró más fuertemente de la rama.

-¿Cuándo salió ese decreto, compadre zorro?

-Anoche, a última hora, compadre. Pero como usted se acuesta temprano...

En eso andaban, dudando el gallo y afilando su apetito el zorro, cuando aparecieron los perros de la chacra, y olfateando lo ubicaron. El zorro apenas tuvo tiempo de dar un par de saltos para poner distancia, y salió a la disparada, "como alma que se la lleva el diablo. .. "

Los perros, cinco o seis, se atropellaban para lograr alcanzar al pícaro zorro, y éste corría, o mejor, volaba, sobre los rastrojos del potrero, en dirección a los montes. Y mientras disparaba perseguido por la perrada enfurecida, el zorro oyó que, desde lejos, pero con toda claridad, el gallo le gritaba:

-¡Pele el decreto... compadre ... ! ¡Pele el decreto... !



CAMINOS Y LEYENDAS


Ignoro si algún día volverán las leyendas a correr a través -del, alma de nuestro pueblo, pero pienso que sería saludable que así ocurriera. La leyenda no es sino la idealización del sueño de los pueblos, el fruto de su fantasía necesariamente exaltada, su forma de fugar hacia una irrealidad que compense los dolores de la existencia. 

En la leyenda no tienen cabida la mentira ni la mera exageración. En ella juegan la fantasía, el sueño, la necesidad del espíritu de crearse un mundo mejor, y así manejarlo, dominarlo, transformarlo. Por eso la leyenda tiene poesía, y vuela sin dejar la tierra, la pequeña patria, la comarca nativa. Por eso vuela al ras de la tierra, lame los horcones de los ranchos, gira sobre el cansancio de los changos en la noche, desvela a los hacheros en la selva y a los reseros junto a los fogones.

Cada país tiene una suerte de leyenda del más diverso tipo. Y todas ellas revelan un carácter, una modalidad, una forma de ser y de pensar, una fisonomía, un pulso de la vida, una particular manera de entenderla, o de enfrentarla.

Nuestra tierra tiene leyendas magníficas, algunas ya universales. Cada provincia, cada región, cada aldea argentina guarda su sagrada tradición en la leyenda lugareña. Las generaciones anteriores, con otro ritmo de vida, con otro sentido de la existencia, con otro orden del tiempo y de la urgencia, atesoraban leyendas, las reformaban ligeramente.

Y la leyenda corría por la comarca, agitando todos los fantasmas del sueño y del ensueño, según su destino. En la pampa, al ras de los trebolares, como un chasque indiano. En el litoral, sobre la niebla que cubría los juncos de la orilla de los largos ríos mudos, dejando escrito su nombre y su misterio en la greda bermeja. En la selva, junto a las hachas dormidas en la sobretarde, trenzando su fantasía como adorno de la quincha, donde los hombres esconden su fatiga para no entristecer a las estrellas. En la montaña, con lenguaje de piedra y de camino antiguo. En la Puna, enredada en los tolares, aprendiendo a expresarse en el lenguaje perfecto de la soledad: con el silencio.

La innegable facultad poética de nuestros paisanos ha poblado los fogones, a lo largo del tiempo, de las más bellas leyendas.

Asuntos desdichados, en los que la tragedia jugaba su fuerte rol; historias del amor, de la ausencia, de la gracia, la aventura. Y en todos los temas, la fatalidad, envolviendo, con sumanto infalible el espíritu de los hombres, la vida de los árboles y las bestias, el alma de las piedras y del aire.



LA LOCA JULIANA


Era en un valle de Catamarca. Juliana, peona de una finca, por un desengaño amoroso, enloqueció.

Se allegaba a los pueblos, a pedir comida, y las buenas gentes le obsequiaban ropas, y algún rebozo. Para agradecer, Juliana cantaba:


"Con una piedra del río

torcí mi destino.

¡Ay, mi Negrito lo hi perdido!

¡Lo hi perdido!"


Se refería a su hombre, a su "Negrito", al causante de su desdicha. La leyenda de la Juliana dice que una noche, Juliana sintió que iba a ser madre. Estaba sola, en una cueva del cerro, donde se refugiaba. Había, luna. Una enorme y desolada luna ambulaba sobre los cerros dormidos.

Entonces la Juliana le habló a la luna:

"¡Ayúdame, Mama -Killa! ¡Quiero morir, pero antes quiero parir un hijo que no muera nunca ... !"


Y la luna la ayudó. Pero la Juliana no tuvo un chango, -ni una huahua. No. De ella nació un canto. Parió una vidala.

Por eso, la Vidala del cerro catamarqueño, es un canto que no morirá jamás.

No pierdo la esperanza de acercarme una tarde cualquiera a una “Peña” o “Guitarreada” no filmada ni televisada; en fin, una reunión de jóvenes argentinos en una casa particular, en un ateneo, en un rincón de criollismo, y oír de boca de ellos la versión de nuestras leyendas provincianas, la narración de ese infinito y poético rumor que va de corazón a corazón, manteniendo la supervivencia de ese aspecto de folklore arqueológico en la generación presente.

Aplaudo a las guitarras y a las coplas, aunque no hacen "folklore" sino que repiten, imitativamente, el cancionero moderno, sin mensaje antiguo y algunas veces sin paisaje. Pero está bien el gesto y la intención de cantar. Aunque no estará logrado el propósito cultural si no se entra en el mundo sugestivo y maravilloso de la leyenda de la narración de las historias nacidas en nuestros campos, y que determinan una manera de ser argentino, de sentir la tierra, su pasado, su carácter, su alma, y su misterio.



El canto del viento
Atahualpa Yupanqui
Ediciones Honegger, 1965.



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