Recordamos a Abelardo Castillo
Hoy se cumplen cinco años de la muerte de Abelardo Castillo. Lo recordamos con esta nota de Mario Méndez. En homenaje a su obra (y a la de otros narradores como Cheever y Fuentes, que tiene su efemérides también este mes), el tema de Libro de arena durante el mes de Mayo es el cuento.
Foto: Rafael Calviño |
Por Mario Méndez
Que Abelardo Castillo es uno de los mayores escritores argentinos (sin
necesidad de decir “vivos”), es para mí una verdad indiscutible. Ahí andan,
para sustentar la afirmación, la muy premiada Israfel, “drama en dos
actos y dos tabernas sobre la vida de Edgar Poe”, un cálido y a la vez muy duro
homenaje a Edgar Allan Poe y su vida de luchador, de soñador, de genio pobre.
Ahí está, también, esa maravilla que es El otro Judas, pieza en un acto
que nos plantea un Judas diferente y revolucionario, como lo era el Cristo de El
evangelio según Van Hutten, esa novela breve, tal vez la más accesible de
las que ha escrito Castillo (y quizás por eso mismo la más exitosa en términos
de ventas, de llegada al gran público). Y junto a esta novela, o Al que
tiene sed (cuyo origen fue una novela breve, o cuento largo, El cruce
del Aqueronte, intenso relato que se convertiría, al tiempo, en uno de los
capítulos iniciales de la que es quizás su mejor novela), están, además, sus
grandes cuentos. Los Cuentos crueles del inicio, que recuerdan y
homenajean a Quiroga, o los cuentos más cercanos, magníficos, de Las
panteras y el templo. Sin olvidar, por supuesto, los ensayos, como los dos
que dedicó a Sartre y Camus, y a la polémica entre ellos: “El argelino
silencioso” y “Sartre, treinta años después”, ambos seleccionados por el autor
para la Antología personal que le publicara el Instituto movilizador de
fondos cooperativos. Finalmente, porque es insoslayable, hay que recordar las
dos revistas, indispensables, que fundó y dirigió: El escarabajo de oro y El
ornitorrinco.
Hará unos ocho años, en una entrevista que le hiciera Silvina Friera,
para Página 12, a propósito del (en ese momento) recién publicado Ser
escritor, exquisito libro de misceláneas, Abelardo Castillo respondía así a
la pregunta sobre qué significaba ser escritor en los sesenta y que significa
ahora:
“El significado sigue siendo exactamente el mismo. Un escritor es un
hombre que da su testimonio personal, y lo sepa o no siempre está de algún modo
hablando críticamente de la realidad, en 1960 o en 2007. Pero la idea que en
general tenían los escritores de la literatura en los años ’60 se ha
modificado. Nosotros creíamos –aunque yo todavía tiendo a creerlo– que la
literatura servía realmente para algo, que podía cambiar la realidad y que era
una especie de instrumento de transformación o de arma de combate. Por supuesto
que era una idea pueril, pero de todas maneras permitía escribir y te permitía
sentir que lo que estabas haciendo era realmente lo que debías hacer. Hoy no sé
si los jóvenes escritores asumen la literatura de ese modo. Entre los ’80 y los
’90, se instaló en el mundo entero un modo de asumir la literatura que hizo que
desapareciera el concepto de intelectual. Es como si los jóvenes escritores
sintieran –no todos, naturalmente– que un escritor sólo tiene que escribir
ficciones y no debe meterse en determinados terrenos como el de la política. Y
creo que básicamente están equivocados, porque ponerse por encima de las
contradicciones sociales es meramente una expresión de deseos”.
Abelardo Castillo ayudó, en sus talleres literarios, a formar a muchos
escritores. Algunos habrá que sí creen que escribir puede servir para cambiar
la realidad. Otros no. Para unos y otros, y para los lectores que admiramos a
Castillo, y nos hubiera gustado ser parte de sus talleres, esta lección con que
el maestro recuerda a su propio maestro. Está en el capítulo “El escritor y sus
talleres”, del libro Ser escritor. Castillo la tituló, con gran ironía,
“Por el sendero venía avanzando el viejecillo…” y es sencillamente imperdible.
Puedo decir que asistí a un solo
taller literario en mi vida y que duró alrededor de cinco minutos. Yo tenía
dieciséis o diecisiete años, había escrito un cuento muy largo llamado “El
último poeta” y consideraba que era, naturalmente, extraordinario. Se lo fui a
leer, una tarde, a un viejo profesor sin cátedra que vivía en las barrancas de
San Pedro, un hombre muy extraño. Bosio Arnaes se llamaba. Leía una cantidad de
idiomas. Recuerdo que tenía un búho, papagayos, un enorme mapamundi en su mesa.
Él mismo se parecía a un búho, pájaro, dicho sea de paso, que fue el de la
sabiduría entre los griegos. La penúltima vez que lo vi el viejo estaba casi
ciego, pero se había puesto a aprender ruso para leer a Dostoievski en su
idioma original. Eso la penúltima vez. La última estaba leyendo a Dostoievski,
en ruso, con una lupa del tamaño de una ensaladera. Era un hombre misterioso y
excepcional. En San Pedro se decía que era el verdadero autor del libro sobre
los isleros que escribió Ernesto L. Castro y del que se hizo la famosa
película. La novela original era una novela vastísima de la que, se decía,
Castro tomó el tema de Los isleros. No importa si esto es cierto; era una de
esas historias míticas que ruedan y crecen en los pueblos.
De modo que fui a la casa de la barranca y comencé a leer mi cuento,
que empezaba exactamente con estas palabras: Por el sendero venía avanzando el
viejecillo... Y ahí terminó todo. Bosio Arnaes me interrumpió y me preguntó:
¿Por qué “sendero” y no “camino”?, ¿por qué “avanzando” y no “caminando”?, en
el caso de que dejáramos la palabra sendero, ¿por qué “el” viejecillo y no “un”
viejecillo?, ya que aún no conocíamos al personaje; ¿por qué “viejecillo” y no
“viejecito”, “viejito”, “anciano” o simplemente “viejo”? Y sobre todo: ¿por qué
no había escrito sencillamente que el viejecillo venía avanzando por el
sendero, que es el orden lógico de la frase? Yo tenía diecisiete años, una
altanería acorde con mi edad y ni la más mínima respuesta para ninguna de esas
preguntas. Lo único que atiné a decir, fue: “Bueno, señor, porque ése es mi
estilo”. Bosio Arnaes, mirándome como un lechuzón, me respondió:
–Antes de tener estilo, hay que
aprender a escribir.
¡Ese sí que fue un taller intensivo! No solo el viejecillo avanzó por esos senderos, diría que es casi inevitable tropezar en él. Muy buena nota y anécdota, Mario.
ResponderBorrar