La cámara oscura, de Angélica Gorodischer
El
narrador de "La cámara oscura" discute con su mujer a propósito de
tener en su casa, a la vista de todos, un retrato en el que aparece su
abuela materna. Se sugiere que ha sido "una mala mujer". Pero los
años han pasado, y la mirada sobre la historia de la abuela Gertrudis, es muy
distinta de lo que ha sido en su momento. Publicamos el comienzo de este
relato de Angélica Gorodischer, que se leerá esta tarde en el ciclo La
literatura argentina en el cine del siglo XXl.
“Ahora
resulta que mi abuela Gertrudis es un y que en esta casa no se puede hablar mal
de ella. Así que como yo siempre hablé mal de ella y toda mi familia también,
lo que he tenido que hacer es callarme y no decir nada, ni nombrarla siquiera.
Hágame el favor, quién entiende a las mujeres. Y eso que yo no me puedo quejar:
mi Jaia es de lo mejorcito que hay. Al lado de ella yo soy bien poca cosa; no
hay más que verla, como que en la colectividad todo el mundo la empezó a mirar
con ganas en cuanto cumplió los quince, tan rubia y con esos ojos y esos modos
y la manera que tiene de levantar la cabeza, que no hubo shotjen que no pensara
en casarla bien, pero muy bien, por lo menos con uno de los hijos del viejo
Saposnik el de los repuestos para automotores, y para los dieciséis ya la
tenían loca a mi suegra con ofrecimientos y que esto y que lo otro y que tenía
que apuntar bien alto. Y esa misma Jaia, que se casó conmigo y no con uno de
esos ricachones aunque a mí, francamente, tan mal no me va, ella, que a los treinta
es más linda que a los quince y que ni se nota que ya tiene dos hijos grandes,
Duvedl y Batía, tan parecidos a ella pero que eso sí, sacaron mis ojos negros,
esa misma Jaia que siempre es tan dulce y suave, se puso hecha una fiera cuando
yo dije que la foto de mi abuela Gertrudis no tenía por qué estar encima del
estante de la chimenea en un marco dorado con adornos que le debe haber costado
sus buenos pesos, que no me diga que no. Y esa foto, justamente ésa.
—Que
no se vuelva a hablar del asunto —me dijo Jaia cuando yo le dije que la
sacara—, ni se te ocurra. Yo puse la foto ahí y ahí se queda.
—Bueno,
está bien—dije yo—, pero por lo menos no esa foto.
—Y
qué otra vamos a ver, ¿eh? —dijo ella—. Si fue la única que se sacó en su vida.
—Menos
mal —dije yo—, ¡zi is gevein tzi miss!
Ni
acordarme quiero de lo que dijo ella.
Pero
es cierto que era fea mi abuela Gertrudis, fea con ganas, chiquita, flaca,
negra, chueca, bizca, con unos anteojos redondos de armazón de metal
ennegrecido que tenían una patilla rota y arreglada con unas vueltas de piolín
y un nudo, siempre vestida de negro desde el pañuelo en la cabeza hasta las
zapatillas. En cambio mi abuelo León, tan buen mozo, tan grandote, con esos
bigotazos de rey y vestido como un señor que parece que llena toda la foto y
los ojos que le brillan como dos faroles. Apenas si se la ve a mi abuela al
lado de él, eso es una ventaja. Para colmo estaban alrededor todos los hijos
que también eran grandotes y buenos mozos, los seis varones y las dos mujeres:
mis tíos Aarón, Jaime, Abraham, Salo e Isidoro; y Samuel, mi padre, que era el
más chico de los varones. Y mis tías Sara y Raquel están sentadas en el suelo
cerca de mi abuelo. Y atrás se ven los árboles y un pedazo de la casa.
Es
una foto bien grande, en cartulina gruesa, medio de color marrón como eran
entonces, así que bien caro le debe haber salido el marco dorado con adornos y
no es que yo me fije en esas cosas: Jaia sabe que puede darse sus gustos y que
yo nunca le he hecho faltar nada ni a ella ni a mis hijos, y que mientras yo
pueda van a tener de todo y no van a ser menos que otros, faltaba más.
Por
eso me duele esto de la foto sobre el estante de mármol de la chimenea pero
claro que mucho no puedo protestar porque la culpa es mía y nada más que mía por
andar hablando demasiado. Y por qué no va a poder un hombre contarle a su mujer
cosas de su familia, vamos a ver; casi diría que ella tiene derecho a saber
todo lo que uno sabe. Y sin embargo cuando le conté a Jaia lo que había hecho
mi abuela Gertrudis, medio en broma medio en serio, quiero decir que un poco
divertido corno para quitarle importancia a la tragedia y un poco indignado
como para demostrar que yo sé que lo que es justo es justo y que no he sacado
las malas inclinaciones de mi abuela, cuando se lo conté una noche de verano en
la que volvíamos de un cine con refrigeración y habíamos comprado helados y los
estábamos comiendo en la cocina los dos solos porque los chicos dormían, ella
dejó de comer y cuando terminé golpeó con la cuchara en la mesa y me dijo que
no lo podía creer.
—Pero
es cierto —dije yo—, claro que es cierto. Pasó nomás como te lo conté.
—Ya sé —dijo Jaia y se levantó y se paró a mi
lado con los brazos cruzados y mirándome enojada—, ya sé que pasó así, no lo
vas a haber inventado vos. Lo que no puedo creer es que seas tan desalmado como
para reírte de ella y decir que fue una mala mujer.
—Pero Jaia —alcancé a decir.
—Qué
pero Jaia ni qué nada —me gritó—. Menos mal que no me enteré de eso antes de
que nos casáramos. Menos mal para vos, porque para mí es una desgracia venir a
enterarme a esta altura de mi vida de que estoy casada con un bruto sin
sentimientos.
Yo
no entendía nada y ella se fue dando un portazo y me dejó solo en la cocina,
solo y pensando en qué sería lo que había dicho yo que la había puesto tan
furiosa. Fui hasta la puerta pero cambié de idea y me volví. Hace diez años que
estamos casados y la conozco muy bien aunque pocas veces la había visto tan
enojada. Mejor dejar que se tranquilizara. Me comí lo que quedaba de mi helado
y el otro casi entero que había dejado Jaia, guardé en el congelador los que
habíamos traído para los chicos, le pasé el repasador a la mesa y dejé los
platos en la pileta. Me fijé que la puerta y la ventana que dan al patio
estuvieran bien cerradas, apagué la luz y me fui a acostar. Jaia dormía o se
hacía la que dormía. Me acosté y miré el techo que se veía gris con la luz que
entraba por la ventana abierta. La toqué apenas:
—Jaia
—le dije—, mein taier medíale —como cuando éramos novios.
Nada.
Ni se movió ni me contestó ni respiró más fuerte ni nada. Está bien, pensé, si
no quiere no quiere, ya se le va a pasar. Puse la mano en su lugar y cerré los
ojos. Estaba medio dormido cuando voy y miro el techo otra vez porque me había
parecido que la oía llorar. Pero debo haberme equivocado, no era para tanto. Me
dormí de veras y a la mañana siguiente era como si no hubiera pasado nada.
Pero ese día cuando vuelvo del negocio casi de
noche, cansado y con hambre, qué veo. Eso, el retrato de mi abuela Gertrudis en
su marco dorado con adornos encima de la chimenea.
—¿De
dónde sacaste eso? —le dije señalándoselo con el dedo.
—Estaba
en la parte de arriba del placard del pasillo —me dijo ella con una gran
sonrisa—, con todas las fotos de cuando eras chico que me regaló tu madre.
—Ah,
no —dije yo y alargué las manos como para sacarlo de ahí.
—Te
advierto una cosa, Isaac Rosemberg —me dijo muy despacio y yo me di cuenta de
que iba en serio porque ella siempre me dice Chaqui como me dicen todos y
cuando me dice Isaac es que no está muy contenta y nunca me ha dicho con el
apellido antes salvo una vez—, te advierto que si sacas esa foto de ahí yo me
voy de casa y me llevo a los chicos. "
Angélica Gorodischer
Emecé, 2009.
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