35 años de la muerte de Manuel Scorza
Hoy se cumplen 35 años del accidente de avión en el que
perdió la vida el gran poeta y narrador peruano Manuel Scorza, quien en
septiembre pasado hubiera cumplido 90 años. Fue autor de la saga La
guerra silenciosa, en la que a lo largo de cinco novelas comparte con los
lectores su mirada poética y política sobre la lucha del campesinado peruano
para recuperar su tierra. En el mismo accidente perdieron la vida además,
el crítico Ángel Rama y su mujer, la escritora Marta Traba. Compartimos el
primer capítulo de Redoble por Rancas, la primera novela de la saga de
Scorza.
1
DONDE EL ZAHORÍ LECTOR OIRÁ HABLAR DE CIERTA CELEBÉRRIMA MONEDA
Por la misma esquina de la plaza de Yanahuanca por donde,
andando los tiempos, emergería la Guardia de' Asalto para fundar el segundo cementerio
de Chinche, un húmedo septiembre, el atardecer exhaló un traje negro. El traje,
de seis botones, lucía un chaleco surcado por la leontina de oro de un Longines
auténtico. Como todos los atardeceres de los últimos treinta años, el traje
descendió a la plaza para iniciar los sesenta minutos de su imperturbable
paseo. Hacia las siete de ese friolento crepúsculo, el traje negro se detuvo,
consultó el Longines y enfiló hacia un caserón de tres pisos. Mientras el pie
izquierdo se demoraba en el aire y el derecho oprimía el segundo de los tres
escalones que unen la plaza al sardinel, una moneda de bronce se deslizó del
bolsillo izquierdo del pantalón, rodó tintineando y se detuvo en la primera
grada. Don Herón de los Ríos, el Alcalde, que hacía rato esperaba
lanzar respetuosamente un sombrerazo, gritó: «¡Don Paco, se le ha
caído un sol!»
El traje negro no se volvió. El Alcalde de Yanahuanca,
los comerciantes y la chiquillería se aproximaron. Encendida por los finales
oros del crepúsculo, la moneda ardía. El Alcalde, oscurecido por una severidad
que no pertenecía al anochecer, clavó los ojos en la moneda y levantó el
índice: «¡Que nadie la toque!» La noticia se propaló vertiginosamente. Todas
las casas de la provincia de Yanahuanca se escalofriaron con la nueva de que el
doctor don Francisco Montenegro, Juez de Primera Instancia, había extraviado un
sol. Los amantes del bochinche, los enamorados y los borrachos se desprendieron
de las primeras oscuridades para admirarla. «¡Es el sol del doctor!»,
susurraban exaltados. Al día siguiente, temprano, los comerciantes de la plaza
la desgastaron con temerosas miradas. «¡Es el sol del doctor!», se conmovían.
Gravemente instruidos por el Director de la Escuela —«No vaya a ser que una imprudencia
conduzca a vuestros padres a la cárcel»—, los escolares la admiraron al mediodía:
la moneda tomaba sol sobre las mismas desteñidas hojas de eucalipto. Hacia las cuatro,
un rapaz de ocho años se atrevió a arañarla con un palito: en esa frontera se
detuvo el coraje de la provincia.
Nadie volvió a tocarla durante los doce meses siguientes.
Sosegada la agitación de las primeras semanas, la provincia
se acostumbró a convivir con la moneda. Los comerciantes de la plaza,
responsables de primera línea, vigilaban con tentaculares miradas a los
curiosos. Precaución inútil: el último lameculos de la provincia sabía que
apoderarse de esa moneda, teóricamente equivalente a cinco galletas de soda o a
un puñado de duraznos, significaría algo peor que un carcelazo. La moneda llegó
a ser una atracción. El pueblo se acostumbró 'a salir de paseo para mirarla.
Los enamorados se citaban alrededor de sus fulguraciones.
El único que no se enteró que en la plaza de Yanahuanca
existía una moneda destinada aprobar la honradez de la altiva provincia fue el
doctor Montenegro.
Todos los crepúsculos cumplía veinte vueltas exactas. Todas
las tardes repetía los doscientos cincuenta y seis pasos que constituyen la
vuelta del polvoriento cuadrado. A las cuatro, la plaza hierve, a las cinco
todavía es un lugar público, pero a las seis es un desierto. Ninguna ley
prohíbe pasearse a esa hora, pero sea porque el cansancio acomete a los paseantes,
sea porque sus estómagos reclaman la cena, a las seis la plaza se deshabita. El
medio cuerpo de un hombre achaparrado, tripudo, de pequeños ojos
extraviados en un rostro cetrino, emerge a las cinco, al balcón de un caserón
de tres pisos de ventanas siempre veladas por una espesa neblina de visillos.
Durante sesenta minutos, ese caballero casi desprovisto de labios, contempla,
absolutamente inmóvil, el desastre del sol. ¿Qué comarcas recorre su
imaginación? ¿Enumera sus propiedades? ¿Recuenta sus rebaños? ¿Prepara pesadas
condenas? ¿Visita a sus enemigos? ¡Quién sabe! Cincuenta y nueve minutos después
de iniciada su entrevista solar, el Magistrado autoriza a su ojo derecho a
consultar el Longines, baja la escalera, cruza el portón azul y gravemente
enfila hacia la plaza. Ya está deshabitada. Hasta los perros saben que de seis
a siete no se ladra allí. Noventa y siete días después del anochecer en que
rodó la moneda del doctor, la cantina de don Glicerio Cisneros vomitó un racimo
de borrachos. Mal aconsejado por un aguardiente de culebra Encarnación López se
había propuesto apoderarse de aquel mitológico sol. Se tambalearon hacia la
plaza. Eran las diez de la noche. Mascullando obscenidades, Encarnación iluminó
el sol con su linterna de pilas. Los ebrios seguían sus movimientos imantados.
Encarnación recogió la moneda, la calentó en la palma de la mano, se la metió
en el bolsillo y se difuminó bajo la luna. Pasada la resaca, por los labios
de yeso de su mujer, Encarnación conoció al día siguiente el bárbaro
tamaño de su coraje. Entre puertas que se cerraban presurosas se trastabilló hacia
la plaza, lívido como la cera de cincuenta centavos que su mujer encendía ante
el Señor de los Milagros. Sólo cuando descubrió que él mismo, sonámbulo, había
depositado la moneda en el primer escalón, recuperó el color.
El invierno, las pesadas lluvias, la primavera, el desgarrado
otoño y de nuevo la estación de las heladas circunvalaron la moneda. Y se dio
el caso de que una provincia cuya desaforada profesión era el abigeato, se
laqueó de una imprevista honradez. Todos sabían que en la plaza de Yanahuanca
existía una moneda idéntica a cualquier otra circulante, un sol que en el
anverso mostraba el árbol de la quina, la llama y el cuerno de la abundancia
del escudo de la República y en el reverso exhibía la caución moral del Banco
de Reserva del Perú. Pero nadie se atrevía a tocarla. El repentino
florecimiento de las buenas costumbres inflamó el orgullo de los viejos. Todas
las tardes auscultaban a los niños que volvían de la escuela. «¿Y la moneda del
doctor?» «¡Sigue en su sitio!» «Nadie la ha tocado.» «Tres arrieros de Pillao
la estuvieron admirando.» Los ancianos levantaban el índice, con una mezcla de
severidad y orgullo: «¡Así debe ser; la gente honrada no necesita
candados!»
A pie o a caballo, la celebridad de la moneda recorrió caseríos desparramados en diez
leguas. Temerosos que una imprudencia provocara en los pueblos pestes peores
que el mal de ojo, los Teniente-gobernadores advirtieron, de casa en casa, que
en la plaza de Armas de Yanahuanca envejecía una moneda intocable. ¡No fuera
que algún comemierda bajara a la provincia a comprar fósforos y «descubriera»
el sol! La fiesta de Santa Rosa, el aniversario de la Batalla de Ayacucho, el
Día de los Difuntos, la Santa Navidad, la Misa de Gallo, el Día de los
Inocentes, el Año Nuevo, la Pascua de Reyes, los Carnavales,
el Miércoles de Ceniza, la Semana Santa, y, de nuevo, el aniversario de la
Independencia Nacional sobrevolaron la moneda. Nadie la tocó. No bien llegaban
los forasteros, la chiquillería los enloquecía:«¡Cuidado, señores, con la
moneda del doctor! » Los fuereños sonreían burlones, pero la borrascosa cara de
los comerciantes los enfriaba. Pero un agente viajero, engreído con la representación
de una casa mayorista de Huancayo (dicho sea de paso: jamás volvió a recibir
una orden de compra en Yanahuanca) preguntó con una sonrisita: «¿Cómo sigue de salud
la moneda?» Consagración Mejorada le contestó: «Si usted no vive aquí, mejor
que no abra la boca». «Yo vivo en cualquier parte», contestó el bellaco,
avanzando. Consagración—que en el nombre llevaba el destino— le trancó la calle
con sus dos metros: «Atrévase a tocarla», tronó. El de la sonrisita se congeló.
Consagración, que en el fondo era un cordero, se retiró confuso. En la esquina
lo felicitó el Alcalde: «¡Así hay que ser: derecho!» Esa misma noche, en todos
los fogones, se supo que Consagración, cuya única hazaña conocida era beberse
sin parar una botella de aguardiente, había salvado al pueblo. En esa esquina
lo parió la suerte. Porque no bien amaneció los comerciantes de la Plaza de
Armas, orgullosos de que un yanahuanquino le hubiera parado el macho aun
badulaque huancaíno, lo contrataron para descargar, por cien soles
mensuales, las mercaderías.
La víspera de la fiesta de Santa Rosa, patrona de la Policía,
descubridora de misterios, casi a la misma hora en que, un año antes, la
extraviara, los ojos de ratón del doctor Montenegro sorprendieron una
moneda. El traje negro se detuvo delante del celebérrimo escalón. Un murmullo
escalofrió la plaza. El traje negro recogió el sol y se alejó. Contento de su
buena suerte, esa noche reveló en el club: «¡Señores, me he encontrado un sol
en laplaza! »
La provincia suspiró.
Redoble por Rancas
Manuel Scorza
Monte Avila Editores
Comentarios
Publicar un comentario