Sagas contemporáneas: sensaciones sobre escribir/descubrir un mundo que se expande

Le pedimos a Márgara Averbach, autora, entre otras importantes obras, de Historia de los Cuatro Rumbos, publicada por SM, que nos escribiera algo sobre su experiencia como escritora de sagas. Y tuvimos la suerte de que, generosamente, accediera a hacer este trabajo: un lujo que compartimos con los lectores de Libro de arena.
¡Muchas, muchas gracias, Márgara!



Por Márgara Averbach

Hay algo adictivo en las sagas, como lo hay en las series de televisión o de cine, y tiene que ver con volver una y otra y otra vez a un mundo que por alguna razón nos fascinó, sentir que uno lo va entendiendo de a poco, que lo escucha hablar. A mí me pasó con ciertas series, esas series que nos emocionan cuando vuelven en la siguiente temporada, después de un año, casi como un reencuentro con un amigo querido y ausente. Los mundos inventados que se construyen tanto con imágenes como con palabras necesitan tiempo para volverse sólidos, para entenderse a ellos mismos. A veces, una sola película, un solo libro no son suficientes. Supongo que fue por eso que un mañana, en una escuela, los chicos me pidieron una segunda parte para un libro que les había gustado mucho.
En este artículo breve, quiero contar un poco las razones por las que escribí mi saga de cuatro tomos que se llama Historia de los Cuatro Rumbos y por las que estoy escribiendo otra que todavía no está publicada.
Yo no planifico lo que escribo. Eso me separa enormemente de algunos autores que también escriben sagas, entre otros, mi amiga, Liliana Bodoc. Ella siempre supo que su trilogía sobre los Confines iba a tener tres tomos; supo desde el principio qué se iba a contar en cada uno. Yo no puedo hacer eso. Cuando empecé a escribir Historia de los Cuatro Rumbos, no sabía que la historia iba a llevarme más de un libro. Empecé por una escena que viví en Brasil, en la ciudad de Vitoria, cuando me llevaron a visitar una Reservación Guaraní.  En la Reservación entendí por fin profundamente la diferencia entre la visión del mundo de los pueblos de América (digo, los que estaban aquí mucho antes de que llegáramos los europeos) y los europeos. La conocía, claro, porque estudio las literaturas contemporáneas de los amerindios de los Estados Unidos pero no la había visto fuera de los libros. No así. Esas visiones del mundo entienden que somos parientes de la Naturaleza y, como son holísticas, entienden también que todo está relacionado con todo, desde el más pequeño de los microbios a nosotros; desde ese microbio al más enorme de los árboles. Cuando vi lo que vi en ese lugar, sentí que necesitaba escribir sobre un mundo en el que todos pensaran que no somos los dueños del planeta sino parte de él, una parte más solamente. Un mundo en el que se dejaban las ventanas abiertas para que entraran los pájaros.
Y entonces, elegí la fantasía (como traductora, me niego a llamarla “fantasy”) porque ese género me permitía inventarme un mundo nuevo, mío, para ver cómo funcionaría ese modo de pensar en una historia y adónde llevaría a quienes los sostuvieran. Hubiera podido escribir sobre los guaraníes o sobre los lakotas o los navajos pero eso habría sido éticamente horrible: no deben contarse las historias de un pueblo que la cultura del que escribe dominó y leyó muy erróneamente.
Fantasía, entonces.
Me senté a escribir. Y seguía pensando que esa historia ocuparía una novela, una sola.
Escribí, encontré a mis personajes (yo dejo que ellos vengan, no los llamo, y vienen si escribo, si dibujo las palabras en el cuaderno porque necesito hacer el primer borrador en un cuaderno, con birome), ellos me dijeron quiénes eran (los Cuatro de Alera, protagonistas de la saga). Y seguí el camino con ellos y de pronto, me pareció que el libro estaba terminado pero no del todo porque habían quedado muchos hilos de la historia sin terminar. Así que en ese final, me di cuenta de que por lo menos tendría que escribir un tomo II, ensanchar ese mundo, conocerlo hasta más allá de ese primer horizonte.
Creo que la Historia de los Cuatro Rumbos es un buen ejemplo de lo que digo (que los mundos inventados necesitan lugar para ensancharse) porque, salvo excepciones, las sagas inventadas suelen necesitar mapas para que los lectores entiendan el espacio. Yo hago los míos de a poco, a medida que voy descubriendo de qué se trata. Y mi mapa del primer tomo llegaba hasta un punto solamente. Cuando me puse a escribir el segundo, el mapa se abrió, o la altura desde la cual yo veía ese mapa se hizo más alta y de pronto vi otro país, un archipiélago de islas en el que transcurre el segundo tomo. El primero quedaba al Oeste. Y de pronto, porque la historia me lo pidió, vi el formato final del libro: un tomo por el Oeste (ese era el primero), uno por el Este (el que estaba escribiendo) y después uno por el Sur y uno por el Norte. En el segundo tomo, supe que completaría mi mundo explorándolo punto cardinal por punto cardinal (y los puntos cardinales son sagrados para los pueblos de todo el continente americano, desde los mapuches hasta los inuit, en Canadá). Lo recorrería hasta que las crisis que lo sacudían (ecológicas y políticas) se fueran resolviendo o no…, según me lo pidiera la historia.
Una vez, en algún momento en que compartimos una mesa redonda o una presentación, Liliana Bodoc dijo algo interesante sobre la fantasía, algo que repito cada vez que puedo: que para entender esos mundos inventados que solamente existen en la mente de la persona que los crea, los lectores tienen que ser abiertos, pacientes. Tienen que saber esperar hasta que ese mundo desconocido se les revele en toda su plenitud. Es cierto. Sobre todo cuando la fantasía escapa a los clichés y se refunda en cada libro. Y aquí, lectores y escritor o escritora siguen un proceso paralelo: el mundo al que entraron se les hace cada vez más comprensible, cada vez más fácil de entender.

Historia de los cuatro rumbos, Márgara Averbach, SM Ediciones, 2004 - 2009.

A mí, como escritora, el mundo que había creado en el tomo I se me ensanchó. Se volvió cada vez más sólido dentro de su propia lógica. Cuando llegué al tomo IV y tuve que recoger todos los hilos que había construido (además de crear nuevos, por supuesto, me gustan los finales abiertos), entendía más que al principio. Había empezado a ser habitante de ese planeta de cuatro continentes. Hay lectores que dicen que no toleran la fantasía porque les cuesta mucho entrar en ella. Porque el referente no existe y hay palabras que no significan nada al comienzo (los nombres de los animales y de los personajes en mis mundos no significan nada hasta que significan). Dicen que eso los marea. Cuando se tiene curiosidad y la lectura de ese tipo de historia da placer (yo soy una ferviente defensora del gusto: si no hay placer, nada de esto vale; a mí nada que me digan va a hacerme cambiar de parecer sobre el terror, que no leo, no leí, no miro en el cine y al que no quiero acercarme), hace falta paciencia. Las sagas se abren despacio y es ese abrirse lo que más se disfruta. En una primera lectura, las sagas duran lo que duren los libros. Y está bien que así sea. En una segunda, tal vez todos los que las amamos, queremos “una más, una más”. Y después otra, por supuesto.





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