La larga noche de Francisco Sanctis, de Humberto Costantini


Noviembre de 1977. Francisco Sanctis recibe el llamado telefónico de una conocida a la que hace años que no ve. Le dice que tiene que verlo esa misma tarde. A partir de ahí, en esta novela de Humberto Costantini seguimos al protagonista durante toda la noche, sumergidos en el clima opresivo de los años de plomo. Esta tarde se trabajará esta novela en el ciclo La literatura argentina en el cine del siglo XXI. 

Capítulo 1

Donde, con el objeto de que el lector no se forje demasiadas ilusiones respecto a la amenidad de este librito, se declara nomás su materia que parece ser de índole más bien psicológica, o sea que para decir verdad la cosa pinta bastante aburrida. Hecha la cual advertencia se pasa a contar algo acerca de cierto intempestivo llamado telefónico.

Esta es al fin de cuentas la historia de un conflicto íntimo, de índole moral, digamos. Justamente el que padeció el empleado administrativo Francisco Sanctis a partir de la nochecita del viernes 14 de noviembre de 1977, y cuya resolución (definitiva por suerte) le ha de llevar no menos de diez horas de bravísima pulseada consigo mismo.
Decir que la pulseada o el conflicto provino de una irrupción brusca de su pasado en su administrativo presente, sería buscarle al asunto una quinta pata metafísica que tal vez no pudo. Mejor decir que la cosa empezó con el llamado telefónico de cierta gordita anteojuda, charleta y al parecer un poco piantada, a la que al hombre le costó gran trabajo recordar al principio, y de quien no tenía noticias desde hacía diecisiete años por lo menos.
La gordita -Elena se llamaba- había averiguado vaya a saber cómo el número de Luchini & Monsreal, la pequeña empresa mayorista en el ramo de la provisión a almacenes donde Sanctis trabajaba, y el viernes a las cinco lo llamó por teléfono.
Un detalle gracioso, o tal vez solamente un poco estúpido, que vale la pena hacer notar: si bien la muchacha había preguntado, primero a la telefonista y después a González, su vecino de escritorio, por “el señor Francisco Sanctis”, cuando González le alcanzó distraído el teléfono, Sanctis escuchó una voz femenina, esforzadamente sugestiva, que preguntaba si “el que estaba en la línea” (así dijo, como si estuviera hablando desde Estocolmo), era “Leonardo Medina”. Naturalmente, Sanctis creyó que se trataba de un error, dijo con indiferencia “no señorita, equivocado”, y se dispuso a cortar. Pero la voz tuvo entonces un amago de risita, dijo, “¿Así que ya no te acordás más de mí?”, y ante el “no” un tanto irritado de Sanctis y la inminencia del corte, apresuradamente empezó por mencionar el nombre de una insignificante revistita que había durado dos números, después, cierta reunión en casa de un diputado socialista, después, una accidentada manifestación por Callao durante la cual ella y Sanctis se habían turnado para llevar una pancarta, después, los ensayos de una obra teatral que nunca se representó, y finalmente su propio nombre, Elena, Elena Vaccaro de Filosofía y Letras, Elena Vaccaro “la que viajaba desde Ciudadela”, la del “Teatro Popular de La Matanza”, Elena Vaccaro, nombre, según decía ella, estrechamente ligado al de Leonardo Medina en el primer número de la revistita.
Entonces a Francisco Sanctis se le fueron aclarando las cosas. Y del fondo de sus recuerdos surgió de pronto el nombre de la muchacha, y en seguida, el de Leonardo Medina, efectivamente ligado, o por lo menos yuxtapuesto al de Elena Vaccaro en aquel primer número de la casi olvidada revistita.
Porque finalmente recordó que “Leonardo Medina” era el seudónimo (un poco mersa o radioteatral, ahora lo aceptaba) con que Francisco Sanctis había firmado las dos únicas cosas  que había publicado en toda  su vida, a saber: una especie de artículo -muy exaltado, muy retórico, muy breve y muy visiblemente inspirado en la prosa de José Ingenieros- sobre la represión de las ideas en general, y un poema en verso libre, donde el amor a una mujer se mezclaba un poco caprichosamente con una huelga ferroviaria y con un atardecer por Palermo.
(…)
Francisco Sanctis dijo a Elena que sí, que la recordaba perfectamente, mintió que muchas veces se había preguntado por ella, y hasta que se acordaba casi línea por línea de la brillante y original colaboración de la gordita en aquel primer número de la revista (un reportaje a Manauta sobre la literatura argentina, el compromiso del escritor y esas cosas).
La oyó agradecerle los elogios, después carraspear como si también a ella la pusieran incómoda cierta clase de recuerdos, y después vacilar unos segundos antes de decir con una voz que a Sanctis le pareció insegura:
-Bueno, mirá, ya que mencionaste la revista, era sobre algo de eso de lo que quería hablarte.
-¿Ah sí, che? ¿Y de qué? -preguntó Sanctis, francamente divertido, y dispuesto a escuchar el disparate del año.
Otra vez el carraspeo, otra vez un breve silencio, otra vez un “bueno, mirá”, introductor y evidentemente concededor de tiempo para pensar en lo que iba a decir, y en seguida:
-La verdad es que tengo que decírtelo personalmente. Así por teléfono, es un poco complicado, ¿sabés?
(…)
-Bueno, el lunes, ¿te parece bien? Llamame a la tarde, y nos encontramos por aquí, por el centro al salir de la oficina. Y lo siento, pero te voy a tener que dejar.
-No puede ser el lunes-lo interrumpió bruscamente Elena, y su voz dejó traslucir por primera vez algo parecido al apuro o a la ansiedad-. Tiene que ser hoy mismo, ¿no te das cuenta?”



La larga noche de Francisco Sanctis
Humberto Costantini
Bruguera, 1984.

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