El “cuero” y yo: leyenda, literatura, identidad
El tema sobre el que Libro de arena
va a trabajar en el mes de noviembre son las leyendas. La población de la
Ciudad de Buenos Aires la integran, además de quienes nacieron en ella,
comunidades de otras provincias y otros países, que a través de las leyendas de
transmisión oral, mantienen vigente su tradición y su cultura de origen.
Como texto de apertura de este tema, Mario Méndez nos acerca la Leyenda
del cuero, que conoce desde su infancia, y que aparece en su literatura.
Por
Mario Méndez
Las
historias y leyendas de transmisión oral forman parte indiscutida de la
identidad de los pueblos. Bibliotecas
para armar, en noviembre (que es el mes de mi nacimiento, casualmente) se ha
propuesto trabajar en la recopilación, recuerdo y valorización de las leyendas
de las diferentes comunidades y en la forma que adoptan en los distintos
lugares. Los compañeros del Programa me propusieron que pensara en un texto
acerca de la leyenda, para inaugurar el ciclo. Y a mí –de inmediato– se me vino
a la cabeza el cuero. ¿Por qué? Porque de chico conocí esta leyenda, de la boca
de mi madre, que a su vez la escuchó de mi abuela, en la casa de la cordillera,
allá en Futaleufú, en la Patagonia chilena, que era exactamente lo mismo que la
Patagonia argentina: una región difícil, dura, bella, donde historias como
estas se repetían a un lado y otro de la frontera desde que la recorrían los
hombres y mujeres de la nación mapuche, sin que Argentina y Chile, ni sus
diferencias, les significaran gran cosa.
El cuero
era o no era –o es y no es– sencillamente un cuero, un cuero extendido sobre la
superficie de un río, una laguna, un lago: mi mamá supo, desde muy pequeña, que
no había que aproximarse a él, porque era muy probable que ese cuero se la
tragara. Porque el cuero era –es– un ser muy peligroso.
Desde chico, a mí, esa
historia me pareció impactante. Y quizás por eso, cuando escribí mi primera
novela, más allá de la supuesta explicación científica (el cuero sería, según
esta refutación, lo que los aborígenes interpretaron cuando una manta raya extraviada
ingresó desde el Pacífico a las aguas dulces de la cordillera), yo me inventé
una explicación propia. Así aparece este ser que me acompañó desde la niñez en
el capítulo XI de El monstruo de las frambuesas:
“… Para iniciar el escalamiento
del volcán debían cruzar la laguna. Maese Fuscal sabía que el cruce sería muy
peligroso y que la noche, además, multiplicaría los peligros, por lo que
decidió que armaran campamento en la orilla. Ya no les quedaba demasiada comida
y el agua potable era escasa. Porot preguntó si se podía tomar el agua de la
laguna y Fuscal le contestó que no se le ocurriera ni en broma. Un poco
asustados, se durmieron con hambre y con sed, oyendo el monótono ir y venir de
las pequeñas olas.
Apenas amaneció estuvieron listos
para partir. Maese Fuscal, al frente, los guió hasta la orilla; Runi, receloso,
gruñía en dirección a las aguas.
–Ernesto –dijo Maese Fuscal–,
llegó el momento de tu participación más importante: tendrás que ayudarnos a cruzar.
Ufem intervino entonces.
–Si armamos una pequeña balsa
–dijo el ingenioso hombrecito– usando ramas, Ernesto puede tirar de ella para
que nosotros cuatro, los más chiquitos, podamos cruzar. Sol y Runi pueden
cruzar a nado.
Ernesto dijo que le parecía bien,
pero que lo primero era comprobar la profundidad de la laguna. Se arremangó
los pantalones y se fue aproximando a la orilla. Entonces Runi empezó a ladrar
furiosamente. Ernesto se detuvo y se acercó al perro. Runi, muy excitado,
ladraba en dirección al agua como indicando algo. Con cautela, Ernesto, Gui y
Porot se acercaron otra vez a la orilla. Sobre el agua, muy cerca de ellos,
flotaba una mancha marrón, una especie de redondel de unos dos metros de
diámetro.
–¡El cuero! –gritó Porot–. ¡Me
parece que es el cuero!
Maese Fuscal corrió hasta el
borde.
Sí –confirmó–. Efectivamente, es
el cuero.
Ernesto estaba perplejo. Alguna
vez, en los pueblos del sur le habían hablado del cuero, pero ni siquiera
recordaba muy bien de qué se trataba. Ufem se dio cuenta de su sorpresa y le explicó:
–Al cuero los hombres también lo
conocen. Parece un pedazo de cuero estirado sobre el agua, inofensivo, pero si
alguien se para sobre él, ¡chac!, desaparece para siempre.
–Es que no es un cuero, en
realidad –completó Porot–. Lo que se ve es la boca de un monstruo, una especie
de desmesurada serpiente, o una lombriz gigante. Vive así, asomando su bocaza a
la espera de que algún desprevenido caiga adentro. Dicen que es larguísimo y
que si pudiera salir del agua sería invencible. Pero no puede salir, porque
tampoco puede ver, ni oír, ni oler. Come solamente cuando algo cae en su boca:
entonces cierra las fauces y se hunde a digerir a la víctima.
Ernesto tragó saliva.
–¿Ustedes quieren que yo camine
por ahí, donde está esa cosa?
Maese Fuscal se rió.
–No hay problema, Ernesto. Lo que
te dijo Porot es exacto. El cuero no ve, ni oye, ni huele. Mirá –dijo y tiró
una piedra que cayó apenas afuera de la boca del monstruo, que no se dio por
enterado. Luego Maese Fuscal le pidió a Ernesto que cargara una piedra bien
grande y sobre ella, con su rápida magia, encendió una llama.
–¡Tirásela! –gritó–. ¡Al medio de
la boca!
Ernesto apuntó y lanzó la piedra
que ya estaba caliente. El cuero, al recibir el peso, creyó que se trataba de
alimento y cerrando la boca se hundió hasta el lecho de la laguna.
–¿Qué le va a pasar? –preguntó
Sol.
–Oh, nada –volvió a reír Fuscal–.
Seguramente va a digerir la piedra, pero con un poco de suerte le saldrá una úlcera.
Todos se rieron. Ernesto, más
animado, empezó a cruzar la fría laguna, que tenía unos cien metros de ancho.
Hasta la mitad el agua le llegaba al pecho. Después empezaba a crecer hasta
casi taparlo y luego otra vez bajaba. Salvo por la odiosa sensación de estar
pisando un pantano, no parecía difícil” (…)
Años después de la publicación de El monstruo de las frambuesas me
encontraba trabajando en un proyecto de cuentos de terror y suspenso, algunos
de ellos basados en leyendas, como la del futre (la leyenda de un jinete sin
cabeza, en Mendoza o –también, y más interesante– la de un fantasma melancólico
que recorre las montañas), cuando el viejo cuero volvió a mí. Escribí entonces
el cuento “Un cuero sobre el agua”, historia que abriría el libro La niña momia. Así apareció en ese volumen
publicado por la editorial Crecer Creando, y así lo comparto acá, como un
tributo, porque la historia del cuero, como todas las que desde los pueblos
originarios llegaron a nuestros días, forma parte de la identidad nacional. O
al menos, eso sin duda, forma parte de mi propia y personal identidad, una
identidad que tiene mucho que ver con la de contador de historias: y eso se lo
debo a mi abuela y mi mamá, que sin saberlo, desde muy chico me fueron convirtiendo
en escritor.
Un cuero sobre el agua
Una vez más, Marcos
volvía de vacaciones a la chacra de sus abuelos, en el sur de Río Negro,
cerca del límite con Chubut. Y volvía sin ganas. Años atrás, cuando era más
chico, la casa de los abuelos le parecía encantadora. Le gustaba pasear por los
campos de la zona, pescar en el río, explorar la montaña… Escuchaba con placer
los cuentos del abuelo Pedro, anécdotas siempre exageradas de cuando era joven
y andaba por la cordillera. Y se sabía todas las historias de aparecidos,
leyendas locales que el abuelo recreaba con gracia. Hasta las tareas que le
proponían los dos viejos lo divertían, ya que para él, en otros años, trabajar
en la chacra era como un juego. Disfrutaba de juntar las cerezas o las guindas
para hacer dulces, tanto como de buscar los huevos en el gallinero, darle de
comer a los patos cerca del arroyito o cortar el pasto que rodeaba la casa. Y
si los abuelos no le proponían tareas, era él quien se ofrecía a dar una mano
cuando don Pedro se ponía a arreglar una cerca, una tranquera, o la pata floja
de una mesa.
Pero Marcos había crecido, tenía ya casi catorce años y la idea de
estar en la montaña, sin Internet, sin la
play, sin los amigos, ya no lo seducía. Más bien todo lo contrario. Él
hubiera querido estar en la playa, o incluso habría preferido una sencilla
pileta de club en Buenos Aires, en vez de estar allí, en esa chacra aburrida. Las historias que le contaba su abuelo le
sonaban falsas, sin gracia, meros disparates para asustar chiquitos. Y tampoco
había manera de que se acercara un libro. Por más que su madre insistiera, a
Marcos la idea de tirarse al sol, bajo un árbol o en la propia cama con un
libro abierto en las manos, le parecía poco menos que abominable.
Se aburría sin remedio. Y no había cuento, leyenda o aventura, ni
escrita ni contada, que le pudiera sacar el fastidio
Una tarde, al verlo deambular sin destino, pateando piedritas con
cara de traste, su abuelo lo invitó a caminar por la costa del río. Marcos
estuvo a punto de decir que no, que prefería quedarse haciendo nada, pero al
fin se encogió de hombros y siguió el paso todavía firme y ligero de don Pedro.
Caminaron durante una hora, más o menos, río arriba, entre las
piedras húmedas. Cuando el sol ya empezaba a calentarles las cabezas, el abuelo
le propuso que se detuvieran a descansar. Marcos asintió, callado, y se sentó
con la espalda apoyada en un sauce que lloraba sobre el río. El viejo, a un par
de metros, carraspeó como cada vez que empezaba a contar algo, y se acomodó el
sombrero de paja.
–¿Me vas a contar un cuento? –le preguntó Marcos, con algo de
sorna en la voz. Pero su abuelo no le hizo caso. El viejo, que se había
acuclillado cerca del agua y tenía la mirada fija en un pedazo de cuero que
flotaba a unos cuantos metros de la orilla, le hizo una seña con la mano, sin
darse vuelta. Marcos se acercó arrastrando los pies, y recién entonces el
abuelo se dio vuelta y le indicó que no hiciera ruido.
–¿Qué pasa, abuelo? –preguntó
Marcos, burlón–. ¿Hay un fantasma?
–Algo parecido –le dijo el abuelo,
sin hacer caso del tonito de su nieto–. Eso que flota ahí, si no me equivoco,
es el cuero.
–Un cuero, querrás decir.
–No, el cuero. Eso que
parece un cuero de vaca extendido en el agua, eso que ves ahí, es un ser de
leyenda. Un monstruo. Y acá todos sabemos que no hay que acercársele, porque
cualquier cosa que pase cerca, ¡zac!,
se la come el cuero: así sea un cordero, una vaca o incluso una persona.
Marcos se rió. Él no creía en nada
de eso. ¿Cómo podía ser que el abuelo no se diera cuenta de que ya no era un
chico, que tenía casi catorce años, que chateaba con chicas, que había tenido
una novia y que pronto lo dejarían ir a bailar todos los sábados? ¿Acaso no se
notaba que ya empezaba a salirle algo parecido a un bigote, bajo la nariz? Y se
le ocurrió que en cuanto el abuelo se descuidara, correría al agua, se
zambulliría e iría a buscar el pedazo de cuero, para demostrarle que ya había
crecido, que los cuentos de miedo ya no eran para él.
El abuelo se acercó al sauce donde
había estado Marcos, se recostó contra el tronco y se puso el sombrero en la
cara. A los pocos minutos pareció quedarse dormido y Marcos caminó hacia el
cuero sin hacer ruido. Metió un pie en el agua, siempre en silencio, y estaba a
punto de zambullirse cuando un estridente graznido lo detuvo. Un jote, esos pajarracos
negros y feos, se acercó planeando a la orilla y, distraído, se posó sobre el
cuero. Entonces Marcos, por fin, vio el prodigio. El cuero se revolvió sobre sí
mismo, produjo un remolino lleno de espuma y un instante después del jote,
pobre bicho, no quedaban ni las plumas.
El abuelo pareció despertar de
pronto, con el ruido del chapoteo. Se quitó el sombrero de la cara y cuando su
nieto lo miró espantado apenas se encogió de hombros, sin decirle nada.
Marcos no pudo ni hablar en todo
el camino de vuelta. Había sido testigo de algo irrepetible, en el límite mismo
de la realidad. Y cuando esas cosas suceden, algo, por fuerza, cambia para
siempre. Quizás por eso, apenas llegó a la casa se zambulló sobre un libro de
leyendas. Y cada vez que puede, cuando camina con el abuelo río arriba, o lo
ayuda a reparar un alambrado, le pide que le cuente alguna historia.
Mario Méndez
Amauta, 2013.
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