El décimo infierno, de Mempo Giardinelli


En el encuentro de hoy, del último ciclo de Literatura y Cine del año, la novela que Mario Méndez va a trabajar con los asistentes es El décimo infierno, de Mempo Giardinelli. Aquí les acercamos el primer capítulo.

Uno

En todo momento supe que lo que hacía era horroroso, pero lo hice. Una vez que me lancé por esa cornisa del Infierno, como una bola en el bowling que adquiere velocidad y fuerza a medi­da que se desliza, no me detuve más. No impor­taba cuántos pitotes iba a voltear. Sólo importa­ba rodar.
Un hombre que está por cumplir cincuenta años y se siente hecho, en el sentido de que ya hizo las cosas que quiso y pudo, y entonces está entre aburrido y desasosegado, no tiene más que dos alternativas: o empieza a disponerse a la ve­jez, satisfecho por lo que hizo o frustrado por todo lo que no logró; o dispara sus últimos car­tuchos y lo hace a todo o nada. Yo decidí esto úl­timo. Y Gris me hizo la pata. La muy incons­ciente.
Les diré: Resistencia es una ciudad que mijuadre llamaba Peyton Place, por una serie que fue muy famosa en los primeros años de la tele­visión en blanco y negro: La Caldera del Diablo, no sé si se acuerdan. Bueno, igual que Peyton Place, Resistencia es un pueblo norteamericano, sólo que equivocado de lugar en los mapas y rodeado de un cinturón de pobreza impresionante, de esos que los norteamericanos jamás dejan ver. Allí nunca pasa nada, hasta que un día pasa de todo. El calor nos vuelve locos, y ésa es la única explicación a las cosas que pasan, cuando pasan. Yo no sé lo que provoca, pero una noche -porque generalmente todo sucede de noche- enloquece­mos. Se te acaba el dinero, o la cerveza, o te har­taste de ver las mismas boludeces en la tele, y sentís que debes hacer algo. Romper algo, tirar todo abajo, gritarle a tu vecino, pegarle a tu mujer, no sé, algo.
Yo estaba cansado, pero no era un hombre in­feliz. Antes de los cincuenta ya me había divor­ciado dos veces, mis hijos estudiaban uno en la Universidad de Buenos Aires y el otro en la Na­cional de Córdoba, y yo vivía solo en una casa muy grande, en cuyo piso superior tenía un lindo departamento, una especie de enorme loft. En la planta baja vivía mi madre, ya viejita, al cuidado de una correntina sesentona muy dulce y eficien­te que se llamaba Rosa. Las dos eran muy religio­sas y vivían sus vidas simple y tranquilamente, tan virtuosas como soporíferas. Yo tenía un buen trabajo, independiente y rentable, que me permi­tía ser lo que en una ciudad como Resistencia se califica enjundiosamente como un excelente hi­jo. Todo mi pecado era la relación secreta que mantenía con Gris. Casada, ella. Y con mi mejor amigo.
No me vengan con moralinas: todo estaba bien y desde hacía cuatro años ésa era una rela­ción perfecta. Griselda es una mujer fantástica. No sólo porque es bella, sino porque no hay na­die en el mundo con quien pueda divertirse uno tanto: su inteligencia es rápida y brillante y a su agudeza le añade la gracia, el ángel de su actitud y una inmensa sabiduría que siempre me descon­cierta y fascina. Y todo eso, perdónenme, es una mezcla explosiva. Apasionada y loca en la intimi­dad, ella también estaba harta de representar el papel de la irreprochable dama burguesa resistenciana. Cuando empezamos a ser amantes ella ya había dejado de ir al Club de Ikebana, no participaba del Patronato de Cancerosos y ni siquie­ra iba más a las reuniones de la Cooperadora Es­colar del Santísima Trinidad. Ya no quería perder el tiempo inventándose actividades, ni pedir más permiso ni sentir más culpas por nada. Gris lo que quería era divertirse, gozar, vivir en movi­miento y ser amada. Todo lo que el buenazo de Antonio no le daba.
Habíamos empezado casi de casualidad, ha­cía exactamente cuatro años, pero no les voy acontar cómo empezó todo. No hace falta. Sí créanme que fue sensacional, excitante y que en toda mi vida yo no había conocido una mujer así, tan fogosa, ni había sentido semejante ca­lentura. Jamás me había entregado a una mujer como me entregué a ella, ni había visto que una mujer fuera capaz de tanta entrega, tanta totali­dad afectiva, quiero decir. Nos conocíamos des­de mucho tiempo atrás, por lo menos diez años, y creo que nunca habíamos tenido fantasías mu­tuas. Por represión social o por lo que fuera, du­rante una década fuimos casi asexuados el uno para el otro. Hasta que un día, pum, estalló algo, una bomba, y bajo los escombros nos liamos co­mo enredaderas, fundidos como dos metales en un caldero.
Griselda tenía unos años menos que yo. Nun­ca sabía si siete u ocho, porque ella siempre mentía la edad y su gracia para hacerlo era absoluta, incomparable. Desnuda sobre la cama, le encantaba que yo simplemente la mirara, masturbándome lenta y suavemente, mientras ella se movía como una contorsionista, sensual co­mo una diosa, a la vez que me preguntaba, desa­fiante, si yo sería capaz de cambiarla por dos chicas de veinte. Y después se me lanzaba enci­ma y me recorría el cuerpo con la lengua, dete­niéndose en mis partes más sensibles, las costi­llas, las axilas, la entrepierna, las orejas, y me ordenaba que me quedara quieto y me poseía con una fineza, con una calidad que no sería yo capaz de describir. Se montaba sobre mí y gira­ba las caderas hacia los lados, en círculos, y le gustaba que yo le acariciara los pechos suave­mente, adoraba que yo jugara con sus pezones gordos, de madraza que ha dado vida, y cerraba los ojos y me pedía que le dijese cosas chanchas, que la insultase, que le dijera suavemente que era la puta más puta de todo el Chaco. Era fantástica: estaba pendiente de su placer pero tam­bién del mío, y yo miraba su sonrisa de gozo y era como ver a la Gioconda antes de posar, como imaginar a la Virgen María en el momento de amamantar a Jesucristo. Y de pronto me gritaba que le diera mi leche, que se la diera toda, que me secara completamente para ella y me decía que ella era agua, que era el mar, que viera cómo se derramaba toda, y temblaba y me exigía que no me silenciara, que le jurara que la amaba y que se lo dijera salivándole la oreja, y yo así lo hacía porque era cierto, porque la amaba más que a nada en el mundo y porque además me en­canta hablar mientras lo hago y sabía que Griselda alucinaba de que yo pudiera hacer el amor y hablar tanto al mismo tiempo.
No hace falta decir más: nos amábamos y al cabo de los primeros encuentros, de los tres o cuatro primeros meses, cuando vencimos la cul­pa, empezamos a enhebrar los lazos más profun­dos del amor: la amiga que también era, el con-sejero que también yo era, las interminables char­las acerca de los hijos (sus dos muchachas son ya adolescentes, aunque menores que los míos), los chismes de la ciudad que tanto nos divertían, los amigos comunes y sus frustraciones, el Club Náu­tico, el pequeño universo provinciano en que nos movíamos. Y por supuesto hablábamos de nues­tro secreto, que era nuestra fuerza, porque desde el comienzo nos habíamos juramentado a que ninguno hablaría con nadie, pero absolutamente nadie, de esa relación. De lo único que jamás ha­blábamos, el nombre que jamás se pronunciaba, era por supuesto el de Antonio. Quien además de mi amigo y su marido, era mi socio en la Inmo­biliaria Nordeste Argentino, S.A.
Por supuesto, él lo sabía. Al menos yo siempre estuve convencido de que lo sabía. Una mujer co­mo Griselda puede engañar a todo un pueblo, por supuesto, pero no a su marido, y sobre todo si el marido no es un tonto. Y Antonio no lo era. Nunca entendí por qué procedía así, pero la ver­dad es que jamás hizo un mínimo gesto, jamás le hizo preguntas a ella ni manifestó enojo alguno conmigo. Jamás. Siempre aceptó todo en silen­cio. Era cornudo y se lo bancaba. A mí eso me desesperaba y a veces, de la rabia, sentía ganas de decírselo, ganas de gritarle que me estaba re­cogiendo a su mujer y que no fuera tan pelotudo, me daban ganas de zamarrearlo preguntándole por qué mierda se lo bancaba. La verdad es que no puedo decir exactamente desde cuándo él sa­bría lo nuestro, pero yo sé que lo sabía. Y Gris también sabía que él sabía. Pero de eso no hablá­bamos.
Esto que les cuento es una cretinada, abyec­ción pura, ya lo sé. Pero me he propuesto narrar las cosas como fueron. Nada de tener cuidados ni disimular. Al pan, pan, etcétera... Fue todo tan explícito y evidente cuando lanzamos a rodar la bola de bowling sobre la pista, que todavía me da gracia la pobre inocencia de la gente. Ni siquiera me parece tierna; me parece estúpida. Porque aquí la gente suele creer en lo que no debe y se traga cuanto sapo hervido le ponen en la sopa. Está demasiado extendida, es demasiado popular la imbecilidad urbana como para que uno vaya a tenerles piedad. Eso es tarea de los políticos, o de los curas, que mienten siempre y prometen lo que ni siquiera conocen. De modo que al menos aquí, lo más conveniente es ser obvio. Las sutile­zas son demasiado para ciertos pueblos. Usted no puede darle caviar a las gallinas.
El caso es que una tarde, después de hacer el amor y terminar exhaustos como dos ciclistas que corrieron el Tour de France, nos fumamos un pucho y yo le dije, de modo casual, como ju­gando:
-Deberíamos matar a tu marido.
Y Griselda, sin reparar en la enormidad de mis palabras, como si lo importante hubiese sidoque yo no pronunciara el nombre de mi amigo, y sin detenerse a reprocharme nada, ni siquiera sorprendida, simplemente dijo: -¿Y cómo lo haríamos?


El décimo infierno
Mempo Giardinelli
Alianza Editorial, 2017.

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