Fragmento de Ensenada. Una memoria, de Leopoldo Brizuela
Hoy por la mañana Leopoldo Brizuela falleció en La Plata; la
misma ciudad en la que había nacido el 8 de junio de 1963. Su primera novela
fue Tejiendo agua, y se publicó en
1985. En 1999 ganó el Premio Clarín de novela con Inglaterra. Una fábula. El jurado lo integraban Augusto Roa Bastos,
Andrés Rivera y Vlady Kociancich. En 2012 ganó el premio Alfaguara por Una misma noche. Publicó también Lisboa. Un melodrama (2010) y el año
pasado, Ensenada. Una memoria, en la
que se relatan las circunstancias en las que una familia escapa de la
ciudad para huir de los bombardeos de la Marina de Guerra, durante el golpe de
Estado que derrocó al gobierno democrático de Juan Perón, el 16 de diciembre de
1955. En homenaje a Brizuela, compartimos un fragmento del primer capítulo de
su última novela.
1
“19 de setiembre de 1955, lunes
(El Patano, me dice. Nos asustaban con él. Era famoso en el
pueblo. Lo conocí el día del Éxodo). La Marina amenazaba con bombardear la
Destilería de YPF si Perón no renunciaba antes del mediodía. ¿Y quién lo iba a
dudar? Hacía años que el pueblo olía a petróleo y peligro. Hacía años que todo
se castigaba con incendios. Y ya era el cuarto día de combate, y hacía cuatro
días que Perón no hablaba. Toda una noche, bajo la lluvia, peronistas y
contreras habían velado pensando en aquella destilería, las hectáreas de tanques,
las chimeneas por una vez oscuras, mudas, abandonadas. Hasta que a eso de las
ocho, en pleno temporal, se supo que ya habían bombardeado Mar del Plata y
venían para acá. (Y empezamos a escapar, me dice, en auto, en bicicleta,
caminando nomás, a la ciudad que todavía se llamaba Eva Perón). Es lo que
llaman el Éxodo. (El Patano, me dice. Terror de nuestra gente. Ahí lo conocí).
Viernes 16
Eso fue el lunes. El viernes la tía Beba había llegado
diciendo que la noche anterior, al volver de Berisso por el Camino Negro, un
retén del ejército había parado el tranvía. Los habían hecho bajar a todos, los
habían registrado. A dos tipos se los habían llevado presos. Marinos, apostó la
madre. Seguro, dijo la tía Beba. Y solo a ella y a la señora de Zufriategui las
habían dejado seguir solas, a pie, por el camino a oscuras. (¡Solas!, se dijo
Poliya. ¡Por esa boca de lobo!). ¿Y la señora cómo estaba?, preguntó Ida. Y,
preocupada por el hijo… El hijo era cadete en el Liceo Naval. Y ni el sábado
había vuelto a la casa, ni el domingo había vuelto a presentarse en la guardia.
(Ensenada eran cuatro calles paralelas al río, me dice, y
entre el pueblo y el río, en medio del monte, estaban la Base Naval, la Escuela
Naval). Ahora serían las once de la mañana y ellos estaban en la cocina de la
casa de la calle Don Bosco. La tía Beba, Poliya, y su madre, que esperaba para
octubre. En el galponcito del fondo el padre trataba de hacer andar una radio
de onda corta. Toni, todavía de guardapolvo, iba y venía cruzando el patio,
entre los chicotazos de la ropa colgada. Incómodo de quedarse entre mujeres.
Ansioso de traerles la primera noticia de alguna radio uruguaya.
¿Lo preparaste vos para entrar al Liceo, tía?, preguntó
Poliya. A ese chico Zufriategui. Sí, dijo la tía Beba, como si tuviera la culpa
de algo. Con la punta del tenedor pescaba bifes hundidos en un plato con huevo
y los sostenía en alto, para que escurrieran. Y ya era un chico bravo. Por él
habían sabido que la Marina lo intentaría de nuevo: derrocar a Perón. ¿Lo
habrán agarrado los peronistas, vos decís?, preguntó la madre. La tía dejó caer
el bife sobre un montón de harina y comenzó a palmearlo como dándole ánimos. O
estará trabajando desde afuera, señaló.
(Habíamos llegado a ir a la escuela, esa mañana, me dice.
Pero ya en la primera hora la directora había entrado gritando: ¡A casa! Del
río llegaba un cañoneo como de fiesta patria. Y entre el desbande de
guardapolvos habíamos corrido a casa de la abuela, que vivía a la vuelta, y la
tía Beba que esperaba en la puerta a sus alumnos había cerrado la verja
y nos había traído hasta aquí). ¡Ahí anda!, gritó Toni, al fondo. Poliya corrió
al galponcito. Se oía la voz de un speaker de acento raro, ruidos,
detonaciones. ¿Es el ruido del mar?, interrumpió Poliya. Pero no, nena…, despreció
Toni. ¡Es la estática! El padre alzó la cabeza y fue uno más de los campeones
que sonreían desde las tapas de la revista El Gráfico, clavadas en las paredes.
Vos andate de acá, le gritó Toni. Poliya se dio vuelta. Se miró el overol en
los vidrios de la puerta. Estaba bien vestirse de overol en este día, aunque
fuera de YPF.
Se oían gritos de hombres por las calles; los habían hecho
volver, a ellos también, de Astilleros, del Puerto, de YPF, y no sabían si
volver a sus casas, o quedarse a defender lo que hubiera que defender. ¿Y
Tota?, preguntaba la madre cuando Poliya volvió a la cocina. Tenía médico en La
Plata, dijo. Por eso se ve que mamá todavía no ha podido venir… Retumbaron
pasos en los techos de al lado. Rompió a ladrar la perrita de Don López. (En el
campo de pato, gritaba un tipo. ¡De ahí salen los micros!). Y la cara de Toni,
que venía por el patio, se demudó: ¡Papá! El padre salió del galpón y también
miró para arriba y lo trajo alarmado, arreándolo suavemente.
¡Hay un vigilante en el techo!, explicó Toni al entrar. ¡Eh,
eh!, se alarmó la madre. ¡El techo está recién embreado! ¿Qué pasa, Gogo?, dijo
la tía Beba. Se había enjuagado las manos y se las secaba distraídamente en los
faldones del delantal. El padre miraba el cielorraso, trataba de oír a lo
lejos. Las ventanas, cierren las ventanas, dijo. Y la madre fue al cuarto de
adelante cuerpeando su propia barriga. El padre había escuchado algo más, y
trataba de descifrar qué era. Solo la tía Beba parecía adivinar la respuesta.
Un golpe en la puerta de calle; no, no era la abuela, era la
tía Tota que entraba despavorida. La habían hecho bajar del tranvía a la
entrada del pueblo, frente a la cancha de Defensores, dijo. Había querido
llegar caminando a su casa, pero cerca de la plaza ya no dejaban pasar. ¿Y por
eso la abuela todavía no había venido? ¿Se habría quedado encerrada, en su
barrio, acorralada? ¿Eran peronistas?, preguntó Toni a Tota. La tía lo miró
desde su altura. Esos soldados, tía, ¿eran leales?, le aclaró Poliya. Pero ¿qué
podía saber ella, mi querido? La tía Tota se sentó. Se había puesto la ropa de
salir al mundo, y ahora todo el mundo parecía ahogarla en su ropa.
¡Puta madre!, dijo el padre, que nunca hablaba así. Algo peor
había oído entre los ruidos del viento. ¡Pero, doña, ¿usted todavía acá?!, se
escuchó que gritaba el vigilante a la madre desde el techo vecino. Ida dejó
caer una persiana y volvió a la cocina, jadeando. ¿Nos vamos a la quinta?,
preguntó, sin resuello. Ya, dijo el padre. En el rastrojero de Ruggero, indicó,
concentrado. Ruggero se había ido de pesca a Pila: era cuestión de correr hasta
su casa, al otro lado de la vía…”
Ensenada. Una memoria
Leopoldo Brizuela
Alfaguara, 2018.
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