Distancia y revelación en “La señora muerta”, de David Viñas

En muchos de los textos literarios que hacen referencia a Eva Perón, es común que no se mencione su nombre. Como si la literatura diera cuenta de la prohibición de nombrarla (a ella, a Perón, al peronismo en general) que había impuesto por el decreto 4161, la dictadura del 55. Esto sucede en "Esa mujer", de Rodolfo Walsh, y también en "La señora muerta", de David Viñas, publicada en Las malas costumbres (1963). Compartimos la lectura de Isabel Vassallo, acerca de este último cuento.


Por Isabel Vassallo*


Apenas más de diez años separan la publicación de este relato del suceso que, a nivel referencial,  él evoca: el multitudinario velatorio de Eva Perón, frente a cuyo ataúd, en estado de profunda aflicción y  para despedirla, desfilaron muchedumbres durante más de diez días. La muerte de Eva, recordamos, se produce en 1952 y este texto pertenece al libro de relatos de David Viñas Las malas costumbres, del año 1963. Desde hoy, desde este mes de mayo de 2019, se nos ocurre pensar cuán cerca se encuentra ese acontecimiento que conmocionó al país, del otro: la publicación de este libro. Cerca, sí, pero separados ambos por una década particularmente densa a nivel político, marcada por hechos tales como el derrocamiento del presidente Perón por un golpe militar, para nombrar solo uno, determinante para lo que vendrá después . Finalizada esa década, la fisonomía de la nación se habrá transformado, si se la compara con la de sus inicios.

La escritura de este texto sin duda  da cuenta, en términos de contexto de producción, de la resonancia que aquella muerte y sus múltiples representaciones y reacciones tuvo para un escritor como David Viñas, cuya aguda mirada como autor de ficción y como crítico nunca fue ajena  a la historia y a las configuraciones políticas
   
Nos gustaría enfocar la lectura de este relato desde la consideración de un gesto que lo caracteriza, el de la distancia. Todo el relato es un devenir en que se ahonda en la distancia  de diversos modos y a través de diversos recursos para quebrarla en el final, de golpe, en forma sorpresiva. Allí se acaba el entretiempo, se acaba la quietud. Y se da lugar al enfrentamiento de dos posiciones, antes apenas latentes. Como si el texto mismo dijera en sordina: “aquí la distancia no ha lugar”. Son las palabras y los juicios evaluativos que ellas encierran las que  muestran la brecha que separa a los personajes, los enfrenta y termina configurándolos en decidida antinomia política y existencial.

Ya el título, “La señora muerta”, genera  cierta distancia; afectivamente,  no trae reminiscencias particularmente emotivas sobre el hecho de la muerte de Eva Perón: “Señora” es el apelativo con que formalmente se aludió a ella en el anuncio oficial de su muerte. Pero ¿acaso la llamaban así quienes acudieron a despedirla? ¿Aquellos en quienes dejó una marca imborrable, una encendida nostalgia? ¿Quienes se sintieron protegidos, rebautizados  por ella, reconocidos en su identidad, o fascinados por su audacia, su intrepidez y su belleza? Además, el adjetivo “muerta” es un atributo contundente: allí resuena esto ya se acabó (hay algo de brutal en la expresión). Y sin embargo, el título no deja de poseer un valor doble: por un lado, algo así como no hace falta darle un nombre porque todos sabemos de quién se trata; por otro, una cierta indeterminación: las determinaciones se construirán en la medida en que el relato vaya siendo leído.    

De los personajes centrales con que nos enfrenta la narración: Moure y la mujer, una joven que presta servicios sexuales, el texto, en tercera persona – estrategia narrativa que siempre distancia más que la primera persona gramatical – elige ubicarse en  la perspectiva de Moure: vemos a través de sus ojos, conocemos sus deseos y objetivos porque la narración se ubica en su conciencia. Moure posee una mirada absolutamente distante (indiferente nos parece durante buena parte del relato, pronto se evidenciará su desprecio por lo que lo rodea) con respecto al acontecimiento que moviliza a quienes están en su entorno. Moure, es claro, no está en la calle para compartir con otros y otras el dolor frente a la muerte de Eva, sino, como lo dice ya el inicio del relato, para lograr un levante. Por siete u ocho veces a lo largo del texto,  el narrador reproduce en estilo directo casi siempre y alguna vez en forma indirecta las palabras que Moure se dice a sí mismo, alentándose en el sentido de lograr su objetivo (desde “Levante, levante seguro”, pasando por los numerosos “no me puede fallar” y por la autofelicitación, hasta que casi en el final reflexiona sobre las dificultades que trae el pensar demasiado y no hacer las cosas a tiempo…lo cual prefigura oscuramente su fracaso). La figura de Eva no despierta en él ninguna empatía: preguntado por la mujer sobre si “le gustaba”, él pregunta, a su vez, “¿Quién?”, a lo que ella responde: “-La señora. ¿Quién va a ser si no?”. Y la respuesta de él es absolutamente unidireccional: con ella parece no querer exhibir su postura –la que conoceremos en el final del relato - y se limita a hacer referencia a la juventud de quien ha muerto. Respuesta sesgada desde el punto de vista del género (si es joven, podría gustarme). Y un poco más adelante pondrá en duda a través de un “¿Sí?” la afirmación de la mujer relativa a la belleza de la muerta. Es que juventud y belleza serían las únicas prendas rescatables en las mujeres –lo que las haría deseables – ya que, según Moure, en el despeñarse del final ”no sirven para nada y por eso son mujeres”.

El ámbito en que se desarrolla ese velorio público se reconstruye fragmentariamente y es esta otra forma de la ajenidad y la distancia con que Moure se instala en él. Moure no está interesado en el fenómeno colectivo que constituye el escenario del cual él forma parte como ajeno;  por lo tanto no nos hace ver– no lo hace el narrador que está ubicado en su conciencia y mirada– el panorama global ni la supuesta muchedumbre, que imaginamos por el solo hecho de reconocer en el texto la ficcionalización de un episodio que forma parte de nuestra historia. La fragmentariedad se pone de manifiesto en la manera en que el personaje percibe, desde los sentidos- todos aparecen, excepto el gusto -, a modo de manchas, nunca como conjunto, a los grupos humanos que lo rodean, construidos desde el desprecio. Así, está en condiciones de replicarle a la mujer  que están quemando “inmundicias”, y no goma; y que la gente que está allí es la que “hace dos días [está] haciendo lo mismo”, según dice; la cola, observada por él para calcular cuánta gente hay y cuánto podrá la mujer tardar en llegar a destino, es “una mancha larga que se estremecía en medio de la penumbra”- penumbra que sirve como buena excusa para no ver lo que sucede a su alrededor y por lo tanto no aludirlo-; asimismo, escucha “un murmullo”, transformado luego en “un moscardoneo”. Del grupo humano más próximo se destaca la sensación táctil del empujón y, singularizados,  la “mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta” que se arrodilla y reza y luego el soldado “con la olla humeante” que reparte comida.

Por su parte, la mujer (“esa mujer”: no tiene nombre, igual que la señora, pero por motivos opuestos), a diferencia de Moure,  que ha salido a la calle a buscar un “levante”, está allí en una posición ambigua (¿”gesto resignado e insolente a la vez”?): por una parte, parecería que espera que aparezca un cliente; por otro, al mismo tiempo, afirma que se va a ir de la cola “cuando [se] sienta bien cansada”, y pretende que el lugar adonde vayan (“fue ella misma quien lo tomó del brazo  y la que dijo que subiera a un auto y fueran primero a cualquier lugar”) esté cerca: “Algo cerca, fue lo único que exigió y no perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja”. Es fácil interpretar que la “ventaja” podría ser volver cuanto antes al espacio de donde se ha retirado. Esa mujer quiere formar parte de ese escenario; algo en ese escenario, que no es solo conseguir que alguien le pague por sus servicios, la retiene.

La interacción que mantienen está sostenida por el puro interés: se construye desde un lugar de superioridad de él, como futuro cliente y varón: él, que en un momento “la deseó bastante” – para ella no está en juego el deseo, lo suyo será ejercicio de la profesión -  da explicaciones cuando lo cree necesario, imponiendo su visión; él hace las preguntas que tienen que ver con un cuidado paternalista, una galantería algo deteriorada: ”¿un poco de sopa?”, “¿Tiene sueño?”; y ocupa el lugar tradicional del varón cuando la sostiene (ella apoya la cabeza en la chapa del hotel),  le “[oprime] el brazo” y, ya en el auto, le pasa el brazo sobre los hombros después de preguntarle cuánto quiere cobrar. En todo momento parece saber muy bien qué hacer con ella.

Estructuralmente, el relato distancia, alarga a través de detalles, esos de los cuales Moure está pendiente, el comienzo y el final del episodio, generando en los lectores y las lectoras una expectativa cargada de tensión. El levante en el que el personaje masculino se afirma no alcanza su objetivo final. Se interrumpe de modo repentino. Uno de los motivos  de esa interrupción es grotesco, y es el que produce la risa incontenible de la mujer y la indignación progresiva de Moure: todos los hoteles están cerrados - porque no es un día cualquiera-. Pero el otro es el que estalla como desenlace, y transforma la espera impaciente del hombre en un enfrentamiento entre los dos personajes, desatado por la palabra  “yegua”, atribuida por Moure a Eva Perón. Es su escucha la que devuelve a la mujer a su historia de <humillada y ofendida> pero también a la Historia en la que Eva le reserva un lugar de reivindicación. Frente a la rabia y el odio que le hace decir a un Moure despechado: “¡Es demasiado por la yegua esa!”, la mujer asume una actitud activa y autónoma:
“…empezó a decir que no, con un gesto arisco (…).-Ah, no (…). Eso sí que no se lo permito…-y se bajó.”

Digamos para finalizar que Moure y la mujer se disputan, en el cierre, a Eva Perón: su valoración, su sentido. Él la califica de yegua, ella no aventura ninguna calificación pero, en respuesta, no solo niega la posibilidad de estar cerca de quien valora en esos términos a esa mujer que es Eva, sino que el insulto la identifica con aquella: es ella también la que se siente insultada.

A lo largo de casi toda su extensión, el relato nos ha hecho recorrer el escenario de ese suceso (sabemos  que tuvo enormes proporciones a nivel histórico y social), como algo insignificante, turbio, poblado por un pobrerío sucio, supersticioso y de malos hábitos, que un personaje masculino utilizará como trampolín para la conquista de una noche. De la mujer, solo se sabe que participa con cierta curiosidad de ese espacio y que se siente atraída -no sabemos cuánto-  por la figura de la “señora muerta”. Pero en el final, en forma abrupta, una revelación se produce:  la mujer sabe quién es, a quién va a defender  y de qué lado le toca estar – como el Tadeo Isidoro Cruz de Borges-;  y el lector comprende que la pelea por el sentido, develado en calificaciones, en palabras,  es tan material –y cruenta – que, en ciertas coyunturas históricas, produce fatalmente identidad e incita a posicionarse.          Como lectores y lectoras, Moure  y la mujer nos ofrecen respuestas en las que reflejarnos. Y tengo la certeza de que antes de dar vuelta la página, elegimos, unánimemente, el espejo que nos ofrece para mirarnos la muchacha sin nombre.


*Isabel Vasallo es Profesora en Letras, egresada del ISP Joaquín V. González. Crítica y poeta se ha dedicado durante años a la docencia secundaria y superior (universitaria y no universitaria). En el Joaquín V. Gonzaléz dicta Teoría Literaria, y está a cargo del Seminario de Teoría Literaria y Educación en la Maestría de Ciencias del Lenguaje. Ha coordinado talleres de escritura en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Es autora de trabajos críticos sobre literatura argentina y norteamericana. En 1997 publicó el poemario "Los motivos ardientes".

Las malas costumbres
David Viñas
Peón Negro, 2007.

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